Santiago Auserón Marruedo - El ritmo perdido

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Así como el rock es producto de otros géneros musicales, pero con un fuerte componente de origen africano, las distintas vertientes de la música española también tienen su origen en los ritmos que llegaron con los esclavos africanos en la Edad Media, los cuales se fueron amalgamando con los primitivos ritmos ibéricos, las sensuales danzas paganas de las puellae gaditanae, los cantos árabes y judíos, y posteriormente con las canciones gitanas.

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En esa época íbamos mucho por La Vaquería, en la calle Libertad, donde servían cerveza con ginebra. Y algunos domingos a la Bovia, junto al Rastro. Los Stones y los Doors eran la banda sonora callejera de Madrid, «L. A. Woman» encendía las reuniones como un motor de arranque. Luego abrieron un pub en la esquina de la calle Ayala con Doctor Esquerdo, cerca de casa, donde ponían música más sofisticada y había personajes con brillantes atavíos. La escuela de San Blas y Canillejas había traído a casa el glam, a los Slade, a T. Rex. Y sobre todo a Lou Reed, David Bowie y Roxy Music. Los dos primeros no me seducían al principio, me parecían afectados. Los amigos me decían: «Escúchalos, hombre, que no sólo hay Dylan en el mundo». Dylan era para mí el contacto con la negritud americana y sus consecuencias. Cuando escuchaba música a solas, seguía poniendo sus discos, sobre todo el Blonde on Blonde , tratando de aprenderme las letras y de hacer –sin éxito– canciones parecidas. No me sentía inclinado a integrarme en nuevas tribus de hombres blancos: ni rockers ni mods ni glam ni punk. Reed me convenció con Transformer y con Berlin . Después escuché las disonancias de la Velvet Underground con curiosidad. A Bowie lo entendí con Ziggy Stardust , con Aladdin Sane , una mezcla de pop y música contemporánea que me resultaba estimulante; y sobre todo con Pin-Ups , su intenso y admirable disco de versiones. Me gustaban las guitarras de Mick Ronson, mezcla de refinamiento y poderío. De Roxy Music poníamos mucho Siren , cuya portada sugería fantasías eróticas en ínsulas extrañas. Ya ven ustedes el resultado de leer a Juan de la Cruz en los años de la liberación sexual. Las emisoras de FM madrileñas eran en aquellos años una fuente de información valiosa. A través de ellas iban llegando los elegantes discos de John Cale –la otra cara de la Velvet–: Slow Dazzle , Fear , Paris 1919 . Y los primeros de Brian Eno, sobre todo el Another Green World . De Phil Manzanera en solitario, Diamond Head , y luego los de 801. Los de Kevin Ayers ( Confessions of Dr. Dream , Sweet Deceiver …) antes de quedarse a vivir en Mallorca y perder el oremus. Nos causó mucha impresión el oscuro June 1, 1974 , en el que aparecían todos ellos junto a Nico. También oíamos a los Caravan de los hermanos Sinclair, y luego a Hatfield & The North. La música de corte europeo, principalmente la llamada escuela de Canterbury, predominó un tiempo en casa, aunque también poníamos discos americanos, como el Blues For Allah de Grateful Dead. Todo blanco, menos Stevie Wonder, que estaba en las máquinas de discos de un bar cercano a Moncloa, donde solíamos recalar después de clase. Stevie también sonaba en casa de unos amigos, fervientes comunistas y melómanos, donde nos juntábamos a estudiar sin parar de escuchar música. Muchos años después, lo vi tocar en el Jazz & Heritage Festival de Nueva Orleans, alzando un puño amable para anunciar la inminente llegada de un negro a la presidencia de los Estados Unidos.

Con ciertos discos podía concentrarme en el estudio, con otros no había modo. Se iban decantando dos líneas de escucha básicamente divergentes: una ambiental que permitía concentrarse; otra eléctrica y salvaje, con la que para estudiar había que pelearse por el volumen y acabar desisitiendo al poco rato. Con los discos de Eno, por ejemplo, mi mente podía viajar sin dificultad hacia las costas de la antigua Jonia o los jardines de la Alemania romántica, hundirse en la psicodélica Monadología de Leibniz. Gracias al gusto ecléctico de los amigos de la periferia madrileña comencé a apreciar también la música culta contemporánea, me enganché al Concierto n. 3 para piano y orquesta de Béla Bártok, a la Sinfonía n. 1, El mar de Vaughan Williams. Pero si sonaba el «Marquee Moon» de Television, o los discos de Iggy Pop, la urgencia urbana me hacía pensar en salir a la calle a tomar unas cañas. En el fondo es bueno que el pensamiento tenga que enfrentarse a diario con sus demonios, probar a sujetarlos un rato o salir –más frecuentemente– alegremente derrotado. Con la llegada de los grupos de nueva ola, mis hermanos ya no tan pequeños empezaron a reclamar su derecho de acceso al tocadiscos, para insistir en Devo, en los Sex Pistols y, sobre todo, en los Ramones. La electricidad cruda ganaba la partida, ya sólo podía aspirar a un hueco para pensar fuera de casa.

Conocí a Cathy François en el verano del 74, en el Playboy de la playa de San Juan, en Alicante, donde estaba de vacaciones con una amiga. En seguida nos pusimos a hablar de música y de los poetas franceses del xix. Yo estaba desplazado temporalmente en Orihuela como delineante, hacía muchas horas extras, comía y dormía en El Corro, la fonda de la señora Teresa y el señor Manuel. Todas las noches me iba con los compañeros de trabajo a las discotecas de Alicante, volvíamos de madrugada, dormíamos un rato y a trabajar de nuevo. La señora Teresa se encargaba de mantenernos despiertos con su asado de cabrito. La jornada pasaba escuchando la radio mientras delineaba y sesteaba sobre el tablero. Mis compañeros no hablaban mucho de literatura, así que, cuando me encontré con Cathy, las horas volaban conversando en la pista al aire libre, respirando una atmósfera de flores bajo las estrellas, bailando solamente algunas piezas, con paso trémulo. Era el año del sonido Philadelphia, también ponían mucho a Barry White y ocasionalmente a Isaac Hayes. Cathy no hablaba español y mi francés de bachillerato no bastaba para vencer la timidez. En un inglés inventado a medias, ella citaba a Victor Hugo, yo traducía a Camarón. Yo había venido a Orihuela pensando en escribir un estudio sobre el poeta local Miguel Hernández, ella llegó a Alicante con intención de escribir una historia de ciencia-ficción. Ninguno de los dos proyectos se llevó a cabo. Pero con Cathy empecé a tratar con más libros, a aprender el nombre de algunas flores. Después de viajar a Francia por vez primera, al final del verano, me puse a leer en francés, siguiendo sus consejos: Baudelaire, Gérard de Nerval, Mallarmé, Flaubert, Antonin Artaud y las novelas de Kafka (que me gustaron todavía más en otra lengua), la prosa irreverente de Witold Gombrowicz, los libros de Deleuze-Guattari.

En uno de sus viajes a Madrid, Cathy me trajo el Rock Bottom de Robert Wyatt, el primer disco que hizo el ex batería y cantante de Soft Machine después del accidente que le dejó en silla de ruedas. Premio de la Academia Charles Cross del año 1975, aquel disco extraño, luminoso y turbulento a la vez, estaba lleno de insinuaciones próximas a mi estado de ánimo fronterizo. Destilaba un género de demencia suave, una dulzura visionaria, cierta alegría en el surco del sufrimiento, una especie de esquizofrenia artesanalmente combatida por medio de la palabra y los instrumentos musicales. La expresión «rock bottom», dicho sea de paso, es un hallazgo, significa muchas cosas: bajío donde encallar y hundirse; tocar fondo, pisar tierra firme, y también el rock visto desde su parte trasera. Los libros de Deleuze y Guattari ( Capitalismo y esquizofrenia i y ii, Kafka , etc.), endiabladamente abstractos sin dejar de estar sembrados de advertencias concretas, proponían ideas para gestionar estados mentales semejantes a los que yo experimentaba escuchando a Robert Wyatt. Todos aquellos libros y discos extraños me parecían herramientas necesarias para acceder al pensamiento desde el pupitre inestable de la clase trabajadora.

En cuanto acabé filosofía me empeñé en irme a París, aunque me habían denegado la beca que había solicitado, haciendo caso omiso de mi expediente lustrado con ahínco de humilde fregona. Empecé a leer metódicamente los libros de Artaud, el poeta-actor y pensador loco. Me parecía una salida para escapar de las imposiciones cotidianas, no una fuga teatral de la realidad, sino una experiencia que me permitía refugiarme en la neblina del pensamiento, contemplar de otro modo las cosas que había de afrontar en casa o en la calle. El mundo de las ideas era para el aristócrata Platón un cielo transcendente hecho de formas puras y luz inalterable. Para mí, nebulosa cotidiana, en la que de vez en cuando se adivinaba un fulgor pasajero. Con Antonin Artaud descubrí que el pensamiento no es un atributo personal, sino materia en bruto, que en la vida diaria choca con otro género de cosas materiales, y que hay que pelear para abrirle hueco o buscar su momento oportuno. Mi tendencia natural a la abstracción no tenía por qué conducirme en consecuencia fuera del mundo, ni llevarme a representar un papel de intelectual de oficio. En los libros hallaba la misma electricidad, en suma, que hacía sonar los discos.

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