Idiart, Santiago Martín
La balada de la piedra que latía / Santiago Martín Idiart. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-1079-2
1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
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Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
En el lugar en donde tuve la luz y el bien,
¿qué otra cosa podría sino besar el manto
a mi Roma, mi Atenas o mi Jerusalén?
rubén darío (1867-1916)
PRIMERA PARTE
Tandil, 1945
En la soledad de su cuarto de mucama, Matilde Ferreira terminaba de arreglarse frente al pequeño espejito de latón colgado en la pared. Se había puesto el vestido con flores que le había regalado la señorita Ida (siempre le regalaba su ropa usada cuando se aburría de ella) y un collar de cuentas de vidrio azul que se había podido comprar en la feria con el pago de la última quincena. Le había costado dos semanas sin ir al cine, pero le hizo tanta ilusión cuando lo vio en el exhibidor con las perlas azules, traslúcidas e irregulares largando destellos a la luz del sol, que no pudo resistirse. Le pareció una joya similar a las que usaban las mujeres a las que tanto le gustaba mirar en las fotos de “Radiolandia”, revista que hojeaba tirada en el catre de su cuartito en el tiempo libre que le quedaba después de lavar la ropa y antes de que la señora la llamara para que sirviera la cena. Cuando iba a los bailes con los vestidos de la señorita Ida y ese collar, casi se sentía una de ellas; aunque supiera que después la esperaba toda una semana de fregar pisos, lavar trastos, servir platos y lavar ropa en la casa de los Phers.
Haciendo un esfuerzo para resistir el dolor, Matilde se pellizcó fuertemente las mejillas frente al espejo. Para maquillajes no le alcanzaba, pero afortunadamente su piel, blanca y casi transparente, enrojecía con facilidad. Eso le suponía una ventaja en ocasiones como esa y una desventaja en otras: la hacía incapaz de ocultar sus emociones. Ya fuera ira, vergüenza o temor, el rubor siempre la delataba. A veces sentía envidia de su hermana Catita, morena y feúcha, pero dotada de un rostro como una máscara hierática que hacía de sus pensamientos y sentimientos un espacio inaccesible para la gente.
Cuando terminó con sus afeites tomó su saquito, su cartera, su sombrero; y salió al patio. Al atravesar la cocina, se cruzó con su padre, que tomaba mate en mangas de camisa.
—¿A dónde vas, niña? ¿Sales hoy?
—Sí, padre, vamos a ir al cine con Catita, y después a bailar.
El hombre frunció el ceño.
—¿Van a ir solas?
—No, padre. Vamos con Clarita, la chica que trabaja en lo de Blanco Villegas y con Rosita, la del doctor Alcázar. Y también va a ir su hermano, Félix.
—Ah, mejor así. Es peligroso que tantas niñas anden solas a estas horas, y Félix es un buen chaval, de mi confianza. Tiene casi tu edad… lástima que esté tostaíto, si fuera español como nosotros...aunque fuera con sangre mora…pero es hijo de india…
—¡Papá!...¡No diga esas cosas!
Don Benigno Ferreira era gallego y estaba orgulloso de sus raíces celtas que se evidenciaban en la piel blanca y sedosa, los ojos claros y los suaves cabellos castaños que su hija mayor había heredado. Como muchos otros gallegos se jactaba de ser de estirpe de “cristianos viejos”, sin una gota de sangre judía o mora, como los desafortunados andaluces que parecían beduinos del norte de África. Pero para Matilde, nacida y criada en Tandil, ese minúsculo pueblo enclavado en las serranías bonaerenses, y acostumbrada desde niña a compartir sus juegos con criollos, mestizos, dinamarqueses, italianos y vascos, esas nociones de orgullo racial carecían de significado.
—Papá, no diga esas cosas porque son muy feas. Todos somos hijos de Dios. Además, Félix es un amigo, en realidad yo no sé si me voy a casar… quién se va a querer casar con Catita o conmigo después de…
Esta vez, fue su padre quien se ofuscó.
—¡Calla, niña! ¡Ya te he dicho mil veces que no quiero escuchar hablar de aquello, cojones!
La entrada de la señora Phers al recinto interrumpió la conversación.
—Benigno, ya sé que empezó su día franco y no quiero ser abusiva. Pero Ida y Antonieta van a salir al Club Social. ¿Ya guardó el automóvil?
—Sí, señora, pero enseguidita lo saco y llevo a las niñas. Faltaba más.
Recién en ese momento, la señora Phers pareció reparar en la presencia de Matilde.
—¡Pero qué linda que estás, Matildita! ¿Vos también vas a salir?
—Sí, señora.
—Benigno, si quiere puede llevarla también a ella.
—De ninguna manera, señora. Prefiero caminar. Además no voy lejos, quedamos en encontrarnos con las chicas en la puerta del cine Colonial.
A pesar de que el trabajo era agotador, Matilde se sentía muy a gusto en esa casa. Había empezado a trabajar allí siendo niña, ayudando a su mamá en la cocina. La señora le demostraba cariño y la señorita Ida la trataba casi como a una amiga. No quería abusar.
—Como prefieras, querida. Que disfrutes el domingo. El lunes a la mañana volvé temprano, acordate de que tenemos que lustrar la platería.
—Yo mismo la voy a traer, señora. No se preocupe.
Matilde salió a la calle. Se arrebujó en su abrigo, para protegerse del viento gélido de mayo. Caminó las cuadras que la separaban de la plaza principal. Allí, sentadas al lado de la leona de bronce, estaban sus amigas. Su hermana menor, Catita; Clarita, la mucama del Dr. Blanco Villegas y Rosita, la mucama del Dr. Alcázar. Se saludaron con sincera alegría. Durante toda la semana esperaban ese día
—¿Qué película dan hoy?
—Una nueva.”La cabalgata del circo”. Trabaja Libertad Lamarque.
—Entonces debe ser linda.– Matilde consideraba a Libertad Lamarque como su actriz y cantante favorita. Tenía una foto suya recortada de Radiolandia pegada en la pared de su pieza.
—También trabaja esa otra chica, Eva Duarte... esa que dicen que anda con el coronel Perón– acotó Catita, que era la más atrevida de todas y– a diferencia de su hermana– no sentía pudor al hablar de esos temas.
—¡Ay!– dijo Clarita– quién te dice que no vamos a ver una película con la futura primera dama.
—No seas tonta, Clarita…un hombre como Perón, militar, político, no se va a casar con una mujer así– empezó a decir Rosita, pero súbitamente, advirtiendo la presencia de las dos hermanas Ferreira, calló la boca avergonzada.
—Este… –dijo, Clarita también con visible embarazo –sí, qué pavada dije, cómo va a ser primera dama si Perón nunca va a llegar a presidente…bah, eso dice el doctor Blanco Villegas, cuando habla con sus amigos, dice que a Perón le queda poca vida en el gobierno. Pero no hablemos de esas cosas aburridas, es sábado. Mirá, ahí están los chicos.
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