—¿Qué dijiste, porquería?– exclamó encarando a Ramón. ¡Repetí lo que dijiste si sos macho!.
Y, loca de furia, se abalanzó sobre el joven, que la sujetó por los brazos, riendo y burlándose de los infructuosos esfuerzos que hacía Catita para zafar del agarre y golpearlo. A esta altura toda la concurrencia contemplaba la escena, con estupor algunos y con hilaridad otros. Hasta la orquesta había dejado de tocar.
Matilde permanecía con la cabeza gacha, rogando que la tierra se abriera y la tragara.
Alguien se abrió paso a los empujones entre la multitud hasta quedar frente a frente con Ramón. Era el más alto de los italianos: Giuseppe, al que sus compañeros ya habían renombrado afectuosamente como “Pepe”.
— Lascia a questa dona, porca miseria 2 a
—Jajajaja…¿qué decís, tano cocoliche?– dijo Ramón jocoso, apartando a Catita con un empujón despectivo.
— Domanda scusa alle signorine… 3 a
—¿Qué? Hablá en cristiano, que no se te entiende nada, gringo patasucia.
Apelando a un lenguaje universal, el italiano sacó un potente cross de derecha que impactó sobre el mentón del impertinente almacenerito, el cual sintió que sus rodillas se aflojaban y su visión se nublaba. Cayó al piso.
Mientras algunos asistían al herido, el grupo de las hermanas Ferreira y sus amigos enfilaba hacia la salida. Entendían que había llegado el momento de irse. Irma se acercó a sus hijas, compungida, y las besó. Primero a Catita y después a Matilde, que aun reticente aceptó el beso.
—Cuídate niña. Mañana hablamos en casa de tía Beatriz–. Y a usted, buen mozo, –dijo dirigiéndose a Giuseppe– no tengo palabras para agradecerle.
—Bah… si yo hubiese sido hombre, le habría pegado más fuerte– refunfuñó Catita.
—¿Podrías dejar de ser tan insolente, Catalina?… señor, –dijo, clavando en los ojos azules del italiano sus profundos ojos color miel–.No sé si me entiende –dijo esforzándose por modular bien– pero le estoy profundamente agradecida.
—Una mujer con unos ojos como los suyos, no necesita las palabras, señorita– dijo Giuseppe en voz baja y en un sorprendente buen castellano.– Y acercándose al oído de Matilde, agregó– y no lo olvide nunca: su madre no es una cualquiera. Es una mujer libre.
1a Buenas noches, señoritas.
2a Suelta a esta mujer, miserable.
3a Pide disculpas a las señoritas…
La Rinconada de la Sierra, España, 1909
Arsendina Francisco miró por la ventana de la habitación que le servía de aula y vivienda y atisbó la lejanía. Una majada de cabras flacas bajaba desde la sierra guiada por un pastor no menos flaco. La comarca estaba cada vez más pobre.
Aprovechando la implacable luz del atardecer serrano, sentada en uno de los pupitres que habían usado sus alumnos por la mañana, Arsendina se dispuso a leer la carta.
Era una de las pocas personas de la aldea que sabía leer y escribir. De modo que estaba acostumbrada a que las vecinas llamaran a su puerta con papeles en las manos, ansiosas por que les leyera las cartas que les enviaban sus maridos emigrados. Arsendina podía percibir la ansiedad pintada en el rostro de esas mujeres, la angustia por recibir noticias de quienes habían partido uno o dos años antes en busca de un porvenir mejor que el que les deparaban esas áridas serranías. Le había tocado brincar de alegría con la que recibía la nueva de que el compañero estaba bien instalado y prosperando; y que la aguardaba del otro lado del Atlántico en el nuevo hogar que le había construido, y le había tocado contener el llanto de aquella a la que unas líneas impersonales garabateadas por algún funcionario encargado de enfermedades o naufragios la declaraba viuda.
Ahora le tocaba a ella. Y no había nadie que la contuviera. Por eso había esperado que sus dos hijas, las pequeñas Irma y Beatriz, estuvieran fuera: para que no fueran testigos de ninguna explosión de llanto, y estar entera y compuesta si tenía que darles una mala noticia.
Arsendina había cumplido los treinta años el verano pasado y era una de las mujeres más respetadas de la comarca, además de las más bellas. No sólo cumplía funciones de maestra, sino también de enfermera, partera y –en ocasiones, aunque eso jamás se decía en voz alta– abortera. Es que en esas serranías olvidadas de Dios y del gobierno, encajadas en un rincón entre España y Portugal, rara vez recalaba un médico o un maestro titulado. El cura era lo más parecido a una autoridad administrativa que existía. Y era, además, el tío de Arsendina, que había tenido que vivir con él desde una muy temprana edad, cuando una de las pestes que diezmaban periódicamente a la población campesina se llevó a sus padres.
No hay mal que por bien no venga. La prematura orfandad de Arsendina la llevó a tener una educación más esmerada que las otras niñas de la aldea. Mientras ellas estaban cuidando el ganado de su familia, lavando la ropa en el río y cociendo panes, Arsendina estaba tomando lecciones de aritmética, gramática, geometría e historia sagrada a cargo de su tío, el padre Manolo, en el salón parroquial.
La niña demostraba poseer una despierta inteligencia y una capacidad de aprendizaje poco común. Además, era muy gentil y cariñosa. De manera que, muy pronto, las aldeanas empezaron a mandarle a sus hijos para que les enseñara a leer y a escribir. El padre Manolo, entonces, le cedió el salón contiguo a la parroquia para que improvisara en él una modesta escuelita. Allí Arsendina enseñaba el catecismo y las primeras letras, pero también despiojaba cabezas, quitaba espinas enterradas, restañaba raspones en las rodillas y servía tisanas para bajar la fiebre.
El padre Manolo estaba satisfecho, pero al mismo tiempo lamentaba que Arsendina no fuera varón para poder destinarla al seminario donde había estudiado él. Era consciente de que –a medida que la muchacha creciera– le iba a ser cada vez más difícil mantenerla en su casa. Solamente había dos caminos posibles para las mujeres en esa región: el matrimonio o el convento. Y Manolo sabía que no podía casar a su bella y culta sobrina con ninguno de esos toscos aldeanos, pero le daba mucha pena confinarla en un claustro.
La solución se la dieron las monjas del convento de un pueblo cercano, que tenían un problema simétrico y opuesto al suyo. El problema se llamaba Esteban del Carmen.
Esteban había sido abandonado con pocos días de vida en el torno del convento, el día después de Navidad. En la canasta con mantas donde lo dejaron, no había ninguna nota explicativa ni ningún otro indicio que pudiera dar cuenta de su origen o filiación. Así que las monjas le dieron como nombre el del santo del día: 26 de diciembre, San Esteban, Mártir; y como apellido, el nombre del convento: Nuestra Señora del Carmen.
Esteban creció con las monjas, educado por ellas y ayudándolas en sus labores. Les hacía de jardinero, asistente y recadero. Una vez por semana, bajaba al pueblo a vender los dulces y confituras que ellas preparaban y a comprar provisiones. En el pueblo corrían diferentes versiones acerca de su origen. Sus labios gruesos, sus ojos oscuros y su poblado entrecejo hacían que muchos conjeturaran que era hijo de moros o gitanos. Otros, más pícaros, sostenían que era el fruto de una relación clandestina entre una de las monjas y el confesor.
Cuando su estatura le permitió recoger los albaricoques del huerto sin usar escalera y sus mejillas se cubrieron de un vello ralo y negro, algunas monjas empezaron a sentirse incómodas. Y cuando la hermana lavandera comenzó a negarse a lavar las sábanas del muchacho, la abadesa decidió que había que tomar una decisión drástica. Le escribió a su primo, cura en el pueblo vecino, diciéndole que le encomendaba al portador de la presente, Esteban del Carmen, para que lo acogiera en su casa como a un hijo y le sirviera de sacristán y ayudante de misa.
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