Mientras hablaban habían ido caminando y salvaron las pocas cuadras que las separaban del cine Colonial. Félix las esperaba en la puerta, vestido con su impecable traje beige de los domingos, fumando un puro que tiró al ver acercarse a las chicas.
—¿Cómo andás, hermanita?– saludó a Rosita. Una ancha sonrisa de dientes ebúrneos brilló en su rostro moreno y aindiado. –¿Y cómo están las flores más bellas de la serranía?– agregó, halagador, arrancando una sonrisa de las amigas de su hermana. Félix era un hombre rudo, curtido en el duro trabajo de las canteras, pero se hacía un tiempo para asistir a un ateneo cultural donde funcionaba un círculo de lectura, y le gustaba lucirse ante las mujeres con el lenguaje florido aprendido de los poemas de Rubén Darío y Leopoldo Lugones publicados en las ediciones económicas de Thor.
Junto a Félix, y contrastando con él, había dos jóvenes altos y elegantes de rizados cabellos rubios y profundos ojos claros.
—Ellos son Pepe y Luigi. Son unos compañeros nuevos de la cantera. Llegaron de Italia hace poco, no hablan castellano– presentó Félix.
Los italianos sonrieron, tocándose el sombrero.
— Buona sera, signorine 1 a –saludó el más alto confirmando lo dicho por Félix
—Pero no van a entender nada de la película– dijo Catita.
—No les importa, igual quisieron venir…escucharán las canciones. Vamos, que ya empieza.
Matilde disfrutó mucho la película. Cuando terminó, fueron todos juntos a dar una vuelta a la plaza. Los muchachos, que habían cobrado la quincena y estaban con los bolsillos dulces, invitaron a las chicas con helados y algodón de azúcar. Charlando animadamente, un poco discutiendo porque a Matilde no le había gustado nada ver a Libertad Lamarque rubia y a Clarita le parecía que le quedaba más lindo; y porque a Rosita, Eva Duarte le parecía hermosa y para Catita era una flaca tísica sin gracia, caminaron las cuadras que los separaban del salón de baile.
Cuando entraron, la orquesta estaba tocando un foxtrot. Félix invitó a bailar a Matilde, pero ella prefirió quedarse sentada un rato, tomando un refresco y contemplando a los bailarines. Repitió la invitación con Catita, que aceptó entusiasmada: era una pulga, no podía estar quieta.
Los hombres se paseaban, rígidos en sus trajes domingueros, la mayoría con los cabellos duros y brillantes por la gomina, alrededor de la pista en torno a la cual las muchachas sentadas aguardaban ser invitadas a bailar. De vez en cuando, alguno hacía un “cabeceo” para convidar a una de las jóvenes a salir a la pista. Cuando eran rechazados, se consolaban de su frustración impostando un gesto de malevo y encendiendo un cigarrillo.
Matilde era una de las más solicitadas. Bailó una pieza con Félix, y otras dos con cada uno de los italianos. En cambio, rechazó a Ramón, el hijo del dueño del almacén de ramos generales, porque– si bien no era feo– Matilde lo encontraba siempre muy jactancioso y desagradable.
En un momento de la velada, Clarita le tocó el hombro y le señaló la entrada del baile, con cara de preocupación. Matilde miró en la dirección que le señalaba su amiga y se puso pálida.
Una mujer madura y bella acababa de entrar a ese club de barrio con tanta gracia y majestad como si acabase de ingresar al más elegante salón de París. Mirando hacia todos lados, con unos hermosos ojos pintados de azul oscuro, encendió un cigarrillo con boquilla. Era la única mujer en el salón que fumaba.
Matilde se precipitó hacia ella.
—Mamá… ¿Qué hace acá?
—Hija... ¿Es esa una manera de saludar a tu madre después de tanto tiempo? ¿Qué voy a hacer? Vine a divertirme, como todo el mundo.
—¿Pero usted no estaba en Buenos Aires?
—Acabo de llegar en el tren. Me voy a quedar unos días.
—¡Váyase de acá! ¿No ve que nos pone en vergüenza?
—Vaya, vaya con la chavala… pues mira, que si nunca obedecí órdenes de los hombres, voy a obedecer las tuyas.
Catita se abrió paso entre la gente, con tanto ímpetu que casi le vuelca el vaso de caña encima a un paisano que estaba parado en el medio.
—¡Mamá, viniste! –a diferencia de su hermana, Catita tuteaba a sus padres– ¿Cuándo llegaste? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
Como si fuera una niña de ocho años, intentó abrazar a su madre sin advertir que ya no podía estrecharse contra su pecho: era una cabeza más alta.
—¿Ves? Aprende de tu hermana, coño. Así se trata a una madre.
Un hombre joven interrumpió la escena.
—Perdón, señorita. ¿Me concede esta pieza?...con el permiso de sus hermanas.
Y tendió la mano hacia la señora Ferreira, que sonrió con coquetería.
—No veo por qué no. Vine para eso.
Y salió hacia la pista con gran desenvoltura, dejando a Matilde con la cara roja de indignación y vergüenza y a Catita embobada, mirando a su madre como si fuera una reina.
—Qué mirás, pajarona.
—¡Ufa! Vos siempre estás molestando. ¡Qué tenés contra mamá!
—¡Tonta! ¿No te das cuenta de que todo el mundo se ríe de papá? ¿No sabés las cosas horribles que le dicen desde que mamá se fue a Buenos Aires? ¿No escuchás a la gente, no tenés oídos?
—No me importa. Tienen envidia. Mirá que linda está mamá, y qué bien baila.
—Vos no entendés nada…¿Qué hombre se va a querer casar con nosotras ahora? ¿No ves que todos se creen que somos iguales a ella?
—No me importa. Yo no me quiero casar.
—¿Ah no? ¿Y de qué vas a vivir? ¿Te parece que vas a poder vivir para siempre en la casa de tía Beatriz?
—¡Yo voy a trabajar!
—¡Qué vas a trabajar! En todas las casas que estuviste te echaron a los tres días. ¡La última vez le tiraste una ensaladera por la cabeza a tu patrona!
—¡Esa vieja me habló mal!
—¡Te pidió que lavaras mejor la vajilla! ¡Estamos para eso, somos mucamas!
—¡Yo no voy a ser más mucama de nadie! ¡Voy a trabajar de otra cosa!
—¿Y de qué querés trabajar, vos? ¿De artista, como la Libertad Lamarque?
—De algo que no haya que estar encerrada en la casa todo el día. Yo me aburro.
—Mirá, dejá de hablar pavadas…lo único que falta es que quieras ir a trabajar con los hombres…al final tiene razón tía Beatriz, sos una machona.
—¿Y qué tiene de malo? Si ser mujer es una mierda. No te dejan hacer nada.
—Hasta hablás igual que ellos… ¡Basta, Catalina!
Cuando escuchó su nombre sin diminutivos, Catita comprendió que había traspuesto el límite de la paciencia de su hermana.
Ramón, el hijo del almacenero, se acercó interrumpiendo la conversación.
—¿Y ahora no querés bailar conmigo, Matilde?
—Ya le dije que no, señor– dijo Matilde subrayando el “señor”, molesta por el tuteo y la insistencia.
—Vamos, dejá de hacerte la decente…aprendé de tu mamá, ella sí que se divierte de lo lindo…mirala.
Y señaló a Irma de Ferreira, que se meneaba alegre al ritmo de un pasodoble con un compañero distinto al que la había sacado a la pista.
—¡Déjeme en paz!– gritó Matilde, ya indisimulablemente irritada.
Ramón retrocedió unos pasos, ofendido por el rotundo rechazo, ensayando una mueca de desprecio.
—Jua– dijo dirigiéndose a sus amigos, pero en un tono suficientemente alto como para que las hermanas lo oyeran–. Miren la facha de esta... demasiado estrecha para ser la hija de una cualquiera.
En este punto, Matilde sintió que no podía más. Con el rostro convertido en una brasa ardiente, apretó sus puños como si quisiera pulverizar un diamante en ellos, y gruesas lágrimas de ira y vergüenza resbalaron por sus mejillas enrojecidas.
En cambio, Catita reaccionó a su manera.
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