Santiago Martín Idiart - La balada de la piedra que latía

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Tandil, 1945. Matilde es una muchacha humilde que se gana la vida trabajando como mucama en casa de una familia pudiente: sus alegrías son sencillas y escasas: esperar que llegue el sábado para ir al cine con sus amigas, seguir la vida de sus artistas favoritas en las revistas, pasar los domingos junto a su familia. Su gran dolor: el alejamiento de su madre y el estigma social que este arrojó sobre ella.
En la vida de Matilde aparecen dos hombres; un picapedrero socialista italiano, exiliado del régimen de Mussolini y un joven militar de promisoria carrera, ligado al naciente peronismo. Matilde se verá obligada a decidir entre las dulces ensoñaciones románticas alimentadas por el cinematógrafo y su cruel realidad de obrera desposeída.
En paralelo, se narra la historia de la madre de Matilde, desde su llegada de España hasta la decisión que marcó para siempre su vida y la de sus hijas.
La caída de la famosa Piedra Movediza de Tandil, las luchas de los obreros de las canteras, el ascenso de Perón y la jornada de octubre del 45, la huelga ferroviaria del 51, la represión a los movimientos socialista y anarquista, los bombardeos sobre Plaza de Mayo en el 55 son algunos de los acontecimientos históricos que sirven de telón de fondo para la acción de una amplia galería de personajes imaginarios pero también verídicos (El Dr. Debilio Blanco Villegas, su hija Alicia, Eva Perón, Bepo Ghezzi, María Roldán) que interactúan demostrando lo porosos que suelen ser los límites entre historia y ficción.
La balada de la piedra que latía es mucho más que una historia de amor: es un homenaje a la clase trabajadora argentina, a sus luchas y afanes. Es también una mirada literaria sobre la génesis del movimiento político más influyente de la Argentina del siglo XX: el peronismo. Pero sobre todo es un cantar de gesta dedicado a Tandil, su gente y sus lugares emblemáticos, que le confiere a la ciudad serrana carácter de espacio mítico, a la altura de un Macondo pampeano.

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El padre Manolo terminó de leer la carta de su prima y se rascó la cabeza con ademán reflexivo. El visitante aguardaba de pie. Entonces llamó a Arsendina, le presentó al recién llegado como el nuevo sacristán de la iglesia y le anunció que sería su esposo. Un hombre y una mujer, no pueden vivir juntos bajo el mismo techo si no tienen lazos de sangre o están unidos en santo matrimonio, les explicó. Otra cosa es tentar al diablo.

Los dos jóvenes se miraron y les pareció bien. Él era un hombre fuerte, apto para proveer a una familia en ese medio rural y ella una mujer sana, apta para tener hijos y gobernar una casa. Con eso bastaba. No conocían el amor romántico ni siquiera por el cine, invento que aún no había llegado a esos parajes recónditos.

El propio cura ofició la boda unos días después, con el matrimonio más viejo de la aldea como testigos. Como regalo, les cedió el salón donde Arsendina daba clases y otra habitación más como vivienda, y otros aldeanos les trajeron gallinas y una cabra.

Los esposos vivieron en relativa armonía y sin mayores desavenencias. Se sospecha que el matrimonio tardó en consumarse, porque sólo unos años después del mismo nació Irma; y un poco más tarde, Beatriz.

Pocos episodios turbaron el monótono devenir de los días de la familia en esa aldea serrana. La muerte del padre Manolo fue uno de ellos. La muerte prematura del tercer hijo de la pareja, a pocos días de nacido, otro. Las sequías y las epidemias que periódicamente azotaban la región ya estaban incorporadas al ritmo habitual de la vida.

Nunca se supo bien cuál fue el primero en irse. Pero de a poco, los habitantes de la aldea empezaron a emigrar.

Entre los que quedaban corrían anécdotas fabulosas y contradictorias, que supuestamente se conocían por cartas de los parientes emigrados. Algunos hablaban de riquezas fabulosas del otro lado del Atlántico, de una tierra de abundancia y riquezas fáciles. Otros contaban historias truculentas de masacres, ataques de bandidos y salvajes bebedores de sangre.

Hasta que un día, Esteban del Carmen le dijo a su mujer que él también se marchaba. Que eso ya no era vida. Que no quería perder otro hijo, y que quería labrar un porvenir mejor para Irma y Beatriz.

“¿Qué va a ser de ellas aquí, mujer? Esto está está cada vez más pobre. Me voy con los compadres Mansilla y Carreira. Nos vamos por La Coruña. Cuando esté establecido en América, mandaré por vosotras. Seremos ricos, ya verás”.

Arsendina era una mujer práctica. No compartía el optimismo de su esposo, pero sabía que oponerse a la aventura sería en vano. Así que fue a prepararle el hato para el viaje; y el día de la partida, lo despidió. Apretando firmemente las manos de sus hijas, haciendo fuerza para no llorar frente a ellas, vio como Esteban se despedía agitando el sombrero, a bordo del coche que se alejaba con rumbo a la ciudad. No tuvo noticias hasta después de un año, cuando recibió esa carta.

Mi querida Arsendina:

Espero que os encontréis, las niñas y tú, en buen estado de salud. Este tiempo alejado de vosotras ha sido duro. La travesía por mar, gracias a Dios, fue tranquila y sin sobresaltos. Llegamos a Buenos Aires en el tiempo previsto.

Una vez aquí, nos registramos en la oficina del puerto y nos alojamos en el Hotel de Inmigrantes. Empezamos a buscar trabajo. El compadre Mansilla encontró como mozo en una fonda, y el compadre Carreira, como dependiente en una tienda. Yo podría haber entrado a trabajar también, pero seguí esperando la oportunidad de algo más grande, que me permitiera traeros pronto a mi lado.

La quinta vez que vine a la oficina a averiguar, me crucé con un hombre que me miró de arriba abajo. Me pidió que me quitase la chaqueta y que hiciese fuerza, y me palpó los músculos de los brazos. Me dijo que yo era fuerte, y que tenía condiciones para trabajar en las canteras. Cuando escuché la paga ¡Ostias! Era tres veces lo que ganaban mis compadres. Le dije que ya quería empezar, que adónde íbamos. Se rio y me dijo que quedaba lejos para ir ahora. Que lo esperara mañana en ese mismo lugar.

Como te imaginarás, al otro día estaba allí plantado como un solo hombre. En realidad, había también otros mozos, como cuarenta o cincuenta. Había españoles como nosotros, pero también italianos, rusos, polacos y de otros lugares con idiomas raros. Vino el hombre. y nos hizo subir a todos a un carro. De ahí nos llevo hasta la est ación y abordamos un tren. Recién entonces se me ocurrió de preguntar adónde íbamos y alguien me dijo que a Tandil.

Pregunté donde quedaba ese lugar, y me dijeron que muchas leguas más al sur.

Otro español me dijo que había escuchado que el nombre de ese lugar significa “la piedra que late” en el idioma de los indios de esa comarca, porque allí hay una roca gigante, con forma de corazón que se mueve. Supuse que me estaban queriendo hacer el chusco, y no pregunté más nada.

El viaje se hizo tan largo que pensé que me estaban llevando a otro país. Es que la Argentina es endiabladamente grande, mujer. Ni te imaginas: viajamos durante todo el día. Y todavía me dicen que sigue leguas y leguas más al sur, hasta uno páramos donde siempre hay nieve; y también se puede ir leguas y leguas al norte hasta lugares donde hay palmeras y hace más calor que en África. Es de no creer.

Finalmente, llegamos, y que te cuento, mujer, que lo de la piedra no era mentira. Parece cosa de brujería: es una piedra gigante, grande como una iglesia, en la cima de un cerro, apoyada apenitas en la punta, que se mueve y que nunca se cae. Los muchachos juntaron botellas y las pusieron debajo y mira aquí que la piedra las hizo polvo… y me dijeron que siempre estuvo así, miles de años ha que se hamaca sin caerse.

Aquí cerca de la piedra movediza, es donde nos han dado el trabajo. Tenemos que picar piedra para hacer adoquines para las calles. El trabajo es duro, pero ya me acostumbré. Al principio no me salían más de un puñado de adoquines por día, ahora ya los hago como quien sopla y hace botellas.

Aquí mismo tenemos unas casitas muy cómodas, una fonda donde podemos comer y comprar vituallas. El patrón parece un buen hombre, y nos trata bien, pero hay unos que siempre se quejan. Dicen que son anarquistas o comunistas. Creo que son de esos, que decía tu tío Manolo, que no creen en Dios y que se visten de rojo. Son un poco pesados, pero no parecen mala gente, y aquí muchos les quieren porque dicen que antes de que ellos llegaran los patrones les trataban mal, no les pagaban con plata de verdad sino con una que solo servía aquí adentro, y que trabajaban todos los días; y que ahora, por algo que hicieron estos rojos, parece que los patrones les tomaron miedo y por eso nos dan moneda buena y nos dejan descansar los domingos. Sí, tenemos todo el domingo para hacer lo que queramos, y nos pagan igual. Algunos se van para el pueblo, pero yo casi siempre prefiero quedarme aquí. Nos divertimos. Jugamos a ver quién puede subir al cerro cargando más peso. Yo una vez gané, cuando los más cojonudos se habían ido al pueblo. Me premiaron con un cajón de cerveza, que terminé compartiendo con los otros chavales. Tú ya sabes que no bebo mucho.

Bien, te escribo estas líneas para darte razón, decirte cuanto te añoro a ti y a las niñas y expresarte el deseo de reunirme bien pronto con vosotras. Con el dinero que reuní, ya dejé pagos tres pasajes de ida en el buque “La Candelaria”, que sale de Oporto. Cuando recibas la presente, si mis cálculos no me fallan estará al partir. Así que arregla los asuntos y parte sin demora.

Te ama tu esposo

Esteban.

—¡Niñas! –llamó Arsendina plegando las cuartillas – ¡Niñas, venid, ya!

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