—¡Yo qué!– estalló la muchacha.
—¡Catalina, no interrumpas a tu tía!– la amonestó severamente Lucas.
—Pues que no tienes cabeza para nada…de las tres casas en las que estuvo, me la devolvieron diciéndome que es una insolente.
—Viejas de mierda…
—¡Catalina, cuida tu lengua en la mesa!– dijo Lucas golpeando colérico la tabla.
—Quise enseñarle a coser pero no hay caso…
—¡Es muy aburrido!
—A ver, niña, –dijo Irma – ¿qué es lo que te gustaría hacer?
—A mí me gustaría estar al sol…ir y venir…sentir el aire en la cara, la aventura… .¡Como ustedes en la cantera!
Los hombres rompieron a reír ruidosamente y las mujeres se le sumaron.
—Pero qué chavala de los cojones– dijo Lucas. La gracia de la ocurrencia de su sobrina le había dispersado el enojo –. Tú no tienes idea de cómo es el trabajo de las canteras. Mira como tengo yo las manos– dejó los cubiertos y mostró sus manos deformadas, hechas un muestrario de callos–. Y Pepe tiene lo suyo también. Tú no puedes trabajar en las canteras, niñata. Ninguna mujer puede.
—Vos no podrías ni sostener la martelina, pava– dijo Matilde; y Catita le sacó la lengua.
—¿Puedo opinar? –preguntó tímidamente Giuseppe secándose la boca con la servilleta.
—Como no, amigo. Usted es nuestro invitado, puede decir lo que quiera.
—Según pude observar– y diciendo esto, le hizo un guiño cómplice a las dos hermanas– la señorita Catalina tiene mucha fuerza, más que una donna cualquiera. No para la cantera, claro. Pero sí para algunos trabajos de estiba que se hacen en el ferrocarril. De hecho, en Europa hubo muchas mujeres haciendo ese lavoro, en estos últimos años, porque todos los hombres estaban en el frente de guerra. Puedo hablar con los compagni de la estación para que la tomen a prueba. Y mientras tanto, puede venir a la biblioteca a estudiar para terminar la scuola. Así más adelante, puede conseguir un trabajo de escritorio.
Catita empezó a aplaudir, alborozada como una criatura.
—¡Yo quiero eso! ¡Tía, tío, yo quiero eso!
—Creo que no habrá problema– dijo Lucas –. Siempre y cuando la cuiden.
—Pierda cuidado, signore.
Terminado el postre y el café, el “tano” anunció que se retiraría. Si bien trabajaba en la cantera, su casa quedaba lejos, en el Barrio de la Estación, y andaba en su bicicleta. Matilde salió a despedirlo a la puerta.
La noche de la Movediza era profunda y estrellada, y todavía no habían empezado los fríos de junio. Con una mañanita cubriendo sus hombros, Matilde se aventuró a acompañar a Giuseppe unos pasos hacia la ruta.
—No sé como agradecerle lo que está haciendo por mi familia.
—Yo creo que sí, lo sabe– le dijo el tano sonriendo.
Casi en estado de trance, Matilde se dejó abrazar por el hombre y permitió que los labios de él buscaran los suyos.
Una lechuza aleteando en lo alto de un eucalipto fue el único testigo del beso, primero tímido y después apasionado, que intercambiaron los jóvenes.
Altamar, 1909
Arsendina Francisco recostó su cabeza afiebrada sobre la dura almohada de la estera de su camarote de tercera clase. Había intentado mojarse la cabeza con paños fríos para bajarse la fiebre, pero fue en vano. En un rincón de la minúscula habitación, las pequeñas Irma y Beatriz veían con desorbitados ojos de horror a su madre retorcerse y delirar.
Cuando empezó el viaje, creyó que sus mareos se debían a los movimientos del barco, y era comprensible –era mujer de la sierra, era la primera vez que navegaba en su vida– y no le dio importancia pensando que en un par de días se acostumbraría.
Pero todo fue peor.
A los mareos siguieron la fiebre y la absoluta incapacidad de comer nada sin vomitar.
Y llegó un momento, en el que apenas pudo levantarse de la estera.
El único médico a bordo la revisó, y revisó a otro pasajero que presentaba similares síntomas. El diagnóstico fue el más temido:tifus. Los dos enfermos fueron confinados en sus camarotes para evitar que propagaran la peste y convirtieran al buque en un ataúd flotante.
Una monja portuguesa cuidaba de Arsendina. Cuando superaron la mitad de la travesía, nadie, ni ella misma, confiaba en que pudiera llegar con vida al puerto de Buenos Aires. Y si llegaba, de todas maneras no le permitirían desembarcar. El tifus no perdonaba a nadie. Con los ojos arrasados de lágrimas y haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Arsendina suplicó a la monja que le jurara por la Santísima Virgen que cuando ella se fuera velaría por sus hijas. La monja le juró que no demoraría en colocarlas en adopción con una buena familia.
Pero contra todos lo pronósticos, Arsendina empezó a mejorar poco antes de llegar a Montevideo. Allí fue obligada a descender del barco junto con sus hijas: en Buenos Aires no querían gente apestada.
La monja le dejó la dirección de un hospital regenteado por sus hermanas de hábito. Arsendina lo buscó y se internó allí para terminar de reponerse, mientras sus hijas quedaban al cuidado de las hermanas.
Unos meses después, habiendo resuelto sus problemas de salud y removidos los obstáculos burocráticos, Arsendina y sus hijas cruzaron el Río de la Plata a bordo de un carguero. Para cuando la ciudad se aprestaba a festejar con gran pompa el Centenario de la Nación, una salmantina delgada, envejecida prematuramente, con la cabeza envuelta en un rebozo, sin equipaje y con dos niñas aferradas a sus manos, cruzaba el puerto de Buenos Aires en busca de alguien que la llevara a su destino: un pueblo entra las sierras llamado Tandil. El lugar de la piedra que latía.
Mañana de lunes (Tandil, 1945)
—Buenos días, señorita Ida.
Matilde entró al cuarto de su joven patrona portando la bandeja del desayuno. La dejó sobre la mesa del tocador y se dirigió a correr las cortinas. La estancia se inundó de luz. Una joven de cabellos ensortijados se revolvió, somnolienta, entre las sábanas de lino labrado.
—Hummm… buenos días, Matilde… ¿cómo está el tiempo hoy?
—Hace un día hermoso, niña. Hasta parece primavera.
Ida se incorporó en la cama.
—Qué bueno, porque hay bastantes cosas para hacer hoy. Van a venir los Alcázar a tomar el té, va a estar el hermano mayor, que es militar y es un churro– apuntó con picardía–. Me vas a tener que ayudar a elegir un vestido y a peinarme, Matilde. No, mejor me vas a acompañar a la peluquería. De paso te hacés algo vos.
—Señorita, no…
—Dale, no seas tonta. Total, lo anotamos en la cuenta de papá. No se va a enterar, y va a ser divertido… ¿te cuento una cosa?
—¿Qué, señorita?– dijo Matilde, edulcorando el café con dos cucharadas de azúcar como a la niña le gustaba y poniéndolo junto con el platito de bizcochos y la lecherita sobre una mesita de nácar para llevarlo sobre la cama.
— Voy a empezar a trabajar.
—Qué bueno, señorita. La felicito.
—¿Sabés donde? En la escuela de la Movediza, cerca de la casa de tu tía. Me ofrecieron un grado ahí.
—Qué bueno, señorita. Con la falta que hacen buenas maestras por esos lugares...van todos los hijos de los picapedreros.
—Voy a tratar de serlo.
—Sin duda lo será, señorita.
Mientras Ida desayunaba, Matilde arreglaba el cuarto y abría las ventanas para que se ventile. Después, recogió la bandeja con el servicio y regresó a la cocina para lavarlo.
Allí se cruzó con Benigno.
—¿Cómo estás hija? ¿Qué tal el domingo?
Por la expresión de su padre, y sabiendo que vivía en un pueblo donde los chismes volaban, Matilde advirtió que su padre ya conocía con pelos y señales todo lo acontecido.
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