—Papá, es inútil seguir fingiendo que no pasó nada. Usted ya sabrá que mamá está en Tandil, alojada en casa de tía Beatriz. Y qué quiere que le diga, ya sé que ella se portó mal. Pero es mi madre, y no está muerta. Yo sería una hija muy ingrata si le volviera la espalda. Y usted no me educó de esa manera. Usted me educó con la Biblia, que dice que hay que honrar al padre y a la madre.
Benigno se sentó en la mesa de la cocina, y apoyó la cabeza en entrambas manos en un gesto de desaliento.
—Yo sé que soy un fracaso como hombre. No pude hacer feliz a mi mujer. No pude protegerlas a ustedes. Sé todo lo que dicen en el pueblo de mí, y es verdad: soy un cobarde. Pero tú eres la luz de mis ojos, Matildita. Y por lo que más quieras te lo pido. Ten cuidado con ese italiano socialista. Esa gente siempre termina en prisión…o cosas peores. ¿Acaso piensas que eso es una vida? ¿Vivir visitando presos o cuidando heridos? Con tu madre ya es suficiente, no atraigas más desgracias sobre esta familia, niña, por favor.
Y el gallego se quebró en un sollozo. Matilde dejó lo que estaba haciendo y acudió a abrazarlo y besarlo.
—Yo siempre estaré a su lado, padre.
Antonieta Phers, la mayor de las hermanas, entró a la cocina.
—Benigno, por favor, saque el auto. Vamos a ir de compras con Ida y mamá. No te preocupes por la comida, Matilde, vamos a almorzar afuera, y papá se arregla con lo que quedó de anoche. Eso sí, que para las cinco esté todo listo para el té con los Alcázar.
—Voy a aprovechar para lavar ropa, señorita– dijo Matilde.
Cuando las mujeres de la casa se fueron, Matilde se dirigió al lavadero, y preparó la ropa para lavar. Llevaba dos horas sumida en esa tarea, cuando desde el interior de la casa le llegó el sonido de la campanilla. El señor Phers la requería. Preocupada, Matilde pensó en que probablemente estuviese llamando desde un rato antes, sin que ella lo oyera por el ruido de los grifos y la distancia que separaba al lavadero del resto de la casa, y particularmente del primer piso, donde tenía su gabinete el señor Phers. Apurada, secándose las manos en el delantal, atravesó el patio corriendo y subió las escaleras de igual modo.
—¿Llamaba, señor?– dijo entrando al escritorio del señor Phers.
—Sí…pero caramba, chiquita… estás agitada.
—Es que estaba en el lavadero– se excusó Matilde–. Vine corriendo ni bien oí la campanilla.
—No hay tanto apuro, chiquita… hay más tiempo que vida… sentate un rato, para reponer fuerzas.
Extrañada por el ofrecimiento, Matilde consideró de buen tono rechazarlo.
—No hace falta, estoy bien. Mande, señor.
—¿Qué hay de comer?
—Un poco de guiso…lo caliento y enseguida se lo subo, señor.
—No hace falta…no tengo hambre… ¿mi mujer y mis hijas salieron, verdad?
—Sí, señor.
—Entonces estamos solos –. El señor Phers se levantó de su escritorio, se sacó los anteojos y se dirigió a la licorera que había en un rincón de la estancia para servirse un vaso de whisky.
—¿Me acompañarías con un trago, Matilde?
—No bebo, señor.
—“Señor”, “señor”…sabés perfectamente que me llamo Jacinto. Cuando estemos solos podés llamarme así…cuando estemos solos–. Y le guiñó un ojo.
Matilde estaba abochornada y sumamente incómoda. No podía creer que ese hombre que la conocía desde niña, al que siempre había tenido como un esposo y padre ejemplar, estuviera aprovechando la ausencia de su esposa y de sus hijas para comportarse de esa manera.
—¡Cómo has crecido, Matilde!... pensar que cuando tu mamá te trajo a esta casa, eras una nena. Recuerdo que cuando recién llegaste, te encargábamos que limpiaras las habitaciones y vos te ponías a jugar con las muñecas de nuestras hijas, o hacías barquitos de papel para jugar en las bachas en vez de lavar los platos… vos creías que no te veíamos. Pero te cuento una cosa: los primeros días, mi mujer te quería echar. Decía que eras una mocosa, que no servías más que para estorbo, le quería decir a tu mamá que te llevara. Pero yo me opuse. Le dije que ya ibas a aprender, a medida que crecieras. Y no me equivoqué, mirate, ahora sos toda una mujer.
Mientras hablaba, Jacinto Phers se iba acercando a Matilde hasta susurrar prácticamente las últimas palabras al oído de la doncella, que permanecía paralizada por el terror. Interpretando este terror como una señal de complacencia, el libidinoso patrón enlazó con su brazo izquierdo el talle de la mucama y le pellizcó suavemente el glúteo, mientras le volcaba su fétido aliento alcohólico sobre la cara.
Fue suficiente. Superada por el asco, Matilde reaccionó.
—¡Quítese! –gritó empujando al hombre con todas sus fuerzas, y provocando que el vaso de bebida cayese al suelo y se rompiera en pedazos.
El hombre miró los fragmentos de vidrio y el charco en el suelo, y meneó la cabeza con ademán condescendiente.
—Ay, Matildita, Matildita…qué poco sabés de la vida…si supieras lo que te conviene, no te harías la arisca conmigo… podés ser una reina o una esclava, según cómo te sepas comportar… ¿es que tu mamá no te enseñó nada? Qué egoísmo, caramba…con lo bien que le salió la jugada a ella. Tenés suerte, hoy estoy de buen humor, pero no te abuses. Cambié de opinión, voy a comer, pero bajo a la cocina yo. Vos limpiá este enchastre.
Cuando se quedó sola, Matilde cayó de bruces en el suelo y rompió a llorar amargamente. Por mucho que su madre y sus amigos socialistas le hablaran de un mundo donde reinaran la igualdad y la libertad, en el mundo real donde le tocaba vivir, todos parecían arrogarse el derecho de tratarla como a una basura.
La piedra que latía (Tandil, 1912)
Los pocos transeúntes que fatigaban las calles de Tandil a esas horas de la madrugada del 29 de febrero de 1912, tropezaron con el macabro hallazgo: parecía un bulto negro abandonado en la calle, pero era el cadáver de un hombre. Cuando el policía que hacía su ronda nocturna por las calles del poblado lo dio vuelta y le vieron la cara, uno de los curiosos dio un grito de asombro. “¡Pandereta!”
Al loco “Pandereta” lo conocía todo el mundo. Solía entrar a los bares, donde cantaba y bailaba a cambio de unos tragos. A veces la policía lo detenía y lo dejaba en el calabozo unos días, pero después lo largaban. Con el tiempo dejaron de molestarlo, porque era el bufón oficial del pueblo. No se le conocía familia alguna, y nadie recordaba cómo había llegado a Tandil. “Estuve siempre”… bromeaba él. “Soy como la Piedra Movediza. El día en que yo me muera, se cae la piedra.” Los parroquianos le festejaban la ocurrencia y le compraban otro vaso de grapa.
Pasadas las cinco de la tarde, Arsendina Francisco, terminó de calentar el mate cocido que sirvió a sus dos hijas, junto con una galleta de campo dura como las piedras de granito que partía su esposo en la cantera vecina. Hacía dos años que vivía en Tandil. Pero ella pensaba en su antigua vida de maestra rural en las sierras salmantinas, como si fuera un remoto pasado, acontecido hace siglos en otra encarnación, o una realidad paralela. Ahora vivía en ese lugar casi salvaje, y era la mujer de un picapedrero. Su salud, ya deteriorada por la peste contraída en el barco y nunca curada del todo se resintió aun más con la constante aspiración del polvo de granito de la cantera y por las crudas sudestadas de la pampa, que le provocaban frecuentes ataques de tos, resfríos y estados febriles en cualquier época del año. Todas las noches, hincada frente al ícono de la Virgen de la Macarena, uno de los pocos recuerdos que había podido traer de España después de haber rematado todas sus posesiones para pagar el viaje, Arsendina imploraba al Cielo que le permitiera seguir viviendo por lo menos hasta poder colocar en matrimonio a sus hijas.
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