Santiago Auserón Marruedo - El ritmo perdido
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Después de tres años en Castillejos, nos fuimos a vivir a La Puebla de Guzmán, tan sólo a quince kilómetros. Los amigos de allí, a los que ya conocíamos porque venían a las fiestas, eran muy musiqueros, compraban más discos que nosotros. La gente «maja», como decíamos entonces, viajaba de pueblo en pueblo en los autobuses de Damas, para conocerse, enseñarse los discos, comentar a media voz lo que estaba pasando en el país y en el mundo. Así empezamos a escuchar también a Dylan, a Hendrix, a Janis, a Santana, a John Mayall y los Bluesbreakers, a Miles Davis. Algunos discos causaron verdadera sensación: ante la portada del Sergeant Pepper’s de los Beatles nos agrupamos por primera vez como adorando a un icono de múltiples cabezas.5 También recuerdo un recopilatorio fantástico, Llena tu cabeza de rock , con Jerry Goodman (entonces violinista de Flock, luego de la Mahavishnu Orchestra) en la portada. En él escuchamos por primera vez a Leonard Cohen, a Laura Nyro, a Mike Bloomfield, a Taj Mahal. Y el extrañísimo Nefertiti , de Miles Davis y Wayne Shorter. Seguíamos por la radio los programas de Ángel Álvarez y Carlos Tena. Nos íbamos al monte de noche, con las guitarras y una botella de áspero aguardiente. Desde Sevilla nos llegaba el influjo de los Smash, con cuyo batería, Antonio, mantengo amistad. Volvimos a intentar hacer un grupo en La Puebla, pero sólo ensayamos un par de temas de Santana (yo me había pasado a la guitarra). Teníamos nuestro punto esnob, leíamos a Freud y a Castilla del Pino sin entender nada de nada, en las tardes soleadas del campo, bajo los almendros en flor. No entender nada era una situación normal por aquel entonces. Algunos le cogimos el gusto y seguimos practicando. También leíamos a Samuel Beckett, Esperando a Godot y Fin de partida , la lectura más influyente de aquellos años, junto con la de García Lorca, de quien devoraba las Obras completas cuando había poco que hacer en la oficina. Montamos un espectáculo con poemas de Federico, cantados por todo el grupo de amigos. Partimos de las canciones de Aguaviva en el disco Poetas andaluces y pusimos música a otros poemas. Actuamos en Castillejos, con el sargento de la Guardia Civil y el párroco sentados en primera fila, escuchando impávidos los versos del Romancero gitano . Todos guardaban como una espina secreta la desaparición del poeta. La mentalidad dominante en el pueblo era muy conservadora, pero en el fondo se respiraba un resquicio de tolerancia caritativa, propia de latitudes calientes. También hicimos el espectáculo en Mina Isabel, con la ayuda del cura de la localidad, que en este caso era joven y de ideas progresistas. Una vez me cogió haciendo autoestop entre La Puebla y Castillejos, por el camino fuimos discutiendo de política y de religión. La conversación se encendió y al llegar me invitó a tomar café en el Casino. Le dije con ciertos humos que para mí todas las personas eran iguales, que las diferencias sociales nacen del abuso de la fuerza y que, en el fondo, no veía tanta distancia entre los listos y los tontos. Él me contestó que ésa era una idea pretenciosa, que sería injusto tratar a todo el mundo por igual. Yo no podía entender que algunos naciesen prácticamente condenados por sus circunstancias o inclinaciones naturales. Él entonces respondía con lo del libre albedrío, que los malos eligen su destino ellos solitos en algún momento crítico. Aquello no me parecía admisible. En realidad callaba el verdadero calado herético de mi pensamiento, pues no sólo todos los hombres y mujeres me parecían iguales en el fondo, sino que también los animales y las plantas, y hasta las piedras del camino, tenían para mí una especie de alma, aunque más callada y discreta que la nuestra. Me basaba en impresiones recién sacadas del libro de física y química de quinto curso, que se mezclaban caóticamente en mi cerebro con lecturas acerca de los comienzos del movimiento obrero en Inglaterra y sobre la esclavitud de los negros.
Recapacitando ahora sobre aquellos años, comienzo a entresacar algún esquema medianamente claro, cuyas consecuencias están aún por desarrollarse: nuestra infancia, desde mediados de los cincuenta hasta mediados de los sesenta, estuvo marcada por la euforia de la electrónica y el impacto doméstico de las primeras máquinas audiovisuales. El cine, la radio, el tocadiscos y la televisión trajeron la magia del sonido extranjero. Los críos lo vivíamos como una experiencia interior alimentada en lo oscuro, la sonoridad eléctrica invadía el hueco abierto en nuestras conciencias por la educación religiosa. Si la influencia estadounidense, que llegó a través de las bases, y también la cubana (Pérez Prado, Machín, Olga Guillot), resultaban extrañamente compatibles con el nacionalcatolicismo, el influjo de los grupos ingleses marcó sin embargo el principio de un nuevo periodo, simbolizado por el pelo largo y los pantalones de campana, en el que se propagó una actitud de rebeldía y experimentación. Con la adolescencia empezamos a vivir la música de forma intensa y colectiva. La música fue una manera de ser compartida, antes que las ideologías políticas que empezaban a organizar clandestinamente la oposición al franquismo. Había magnetismo y electricidad en el aire, seguramente relacionados con el despertar de la sexualidad y la búsqueda de pareja, pero quizá también con algo más vasto. La electrónica y el encuentro entre las culturas blanca y negra intervenían en la atracción que nos reunía. Los grupos de rock representaban un estilo de vida, un modelo de acción. En definitiva heredamos parte del sentimiento colectivo derivado del movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos. El rock y el soul eran nuestra cultura básica. Ni la jota ni el bolero ni el fandango de Huelva podían aspirar entre nosotros más que a convivir, si acaso, con la música heredada de los negros.
Fuimos la primera generación apátrida en España, desde el punto de vista de las raíces musicales. Incluyo en la misma generación a los grupos de rock de los años sesenta y a sus oyentes, cinco o diez años más jóvenes. Aunque estuviesen básicamente formados por hijos más o menos descarriados de la clase acomodada, aquellos grupos significaron la primera posibilidad de compartir la experiencia sonora en una escala social amplia. Sin ese fenómeno, que tradujo a los grupos británicos, versionó el soul en su lengua de origen y acercó los patrones de la rítmica internacional a la métrica del verso español, no hubiese habido «rollo» en los setenta, ni «movida» en los ochenta, ni nuevo flamenco ni rock indie en los noventa, ni hubiese habido charla medio fluida sobre el compás del hip hop, ni sería probablemente la misma toda una generación de improvisadores de jazz que ya tenía nivel internacional al empezar el nuevo siglo y está dejando su impronta en las escuelas independientes. El rock entre nosotros no existiría sin los grupos de los sesenta, ni siquiera como la trémula llama que es ahora, cabo de vela gastado y sin despabilar. Ha cumplido un papel de catalizador social que transciende sus propias limitaciones como género. Si logramos que esa llama humilde no se apague por completo, todavía pueden pasar cosas interesantes en nuestra música popular.
Notas
1 Ética a Eudemo , libro vii, 1239a.
2El verbo griego theorein significa «contemplar».
3Véase Margit Frenk, «Supervivencias de la antigua lírica popular», en Poesía popular hispánica. 44 estudios , Fondo de Cultura Económica, México, 2006, pp. 124-146.
4Frenk, «Valoración de la lírica popular en el Siglo de Oro», ibídem , p. 96: «La valoración de la canción popular es un fenómeno común a toda la cultura renacentista europea. En Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, los escritores se complacen en utilizar los cantares folclóricos, en formas a menudo parecidas a las comunes en España. Parece, sin embargo, que ningún país dio a esa tendencia el riquísimo y múltiple desarrollo que alcanzó en la Península Ibérica; en ninguno lo popular hundió sus raíces tan profundamente en la poesía y en el teatro.»
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