Santiago Auserón Marruedo - El ritmo perdido

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Así como el rock es producto de otros géneros musicales, pero con un fuerte componente de origen africano, las distintas vertientes de la música española también tienen su origen en los ritmos que llegaron con los esclavos africanos en la Edad Media, los cuales se fueron amalgamando con los primitivos ritmos ibéricos, las sensuales danzas paganas de las puellae gaditanae, los cantos árabes y judíos, y posteriormente con las canciones gitanas.

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5José Luis Pardo, en Esto no es música. Introducción al malestar en la cultura de masas , Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007, proporciona un testimonio comparable. A partir de la portada del Sergeant Pepper’s y de sus propios recuerdos personales, indaga entre la multitud de rostros que aparecían en aquella fotografía, sirviéndose de las canciones como material de estudio en paralelo con los textos filosóficos, para terminar esbozando una teoría sobre la cultura de masas de signo muy distinto a la que nos dejó en herencia, por ejemplo, José Ortega y Gasset.

Filosofía o rocanrol

Debo ocuparme ahora de la necesidad forzosa de elegir entre el ambiente de bares, clubes o camerinos tras el escenario y las horas de quietud que requiere el estudio, pasiones opuestas que pudieran no responder sino a una manía personal, quizá compartida con unos pocos, pero que no aparenta ser motivo de celebración popular. Mi cabeza de veleta se va con tanta facilidad tras el autocar de los músicos como tras lo que rasparon a la luz escasa de unas velas o un quinqué los hombres y mujeres del pasado, antes de la invención de la bombilla. Puestos a defender mi íntima y en muchos aspectos extrema contradicción, reconozco que de entre todos los libros escritos prefiero aquellos que no gozaron de las ventajas de la luz eléctrica, obligados a sostener una estrecha relación con las sombras. Uno recorre insaciablemente las líneas impresas en busca de candelas dispersas en la tiniebla de los tiempos, más durables que los fuegos de artificio de la actualidad civilizada. ¿Qué tiene el gusto por los espíritus del pasado para competir con la celebración de nuestros días? Exige horas serenas, jornadas parecidas unas a otras en su curso, al contrario justamente de las que permite el oficio de músico ambulante. Tal vez el secreto de mi oscilación entre la música y los libros consista en el gusto por el exceso, sin más, en la tentación de rebasar los límites. Después de los días de agitación en carretera necesito estar a solas con los papeles, igual que necesito luego, según avanza el ciclo lunar, salir a la calle y correr el riesgo de olvidar lo poco que llevaba aprendido. Me debato aún con la sensación del pequeño dilettante que sólo se esfuerza en la medida del placer que le proporciona el ir de una actividad a otra, huyendo de obligaciones. Dilettare significa disfrutar un poco de todo. Eso le quita mucha seriedad al estudio, dificulta la preparación técnica imprescindible para el músico profesional y además pone entre paréntesis la entrega sincera al acto colectivo de la sonoridad efímera.

Acaricio sin embargo la esperanza de que cierta suerte de hedonismo alcance a ser aceptada como programa ético, si los inconvenientes que conlleva el disfrute de los placeres físicos se compensan con la revelación de los goces intelectuales. Y viceversa, porque toda pretensión inmoderada de saber se tambalea cuando se oyen desde el fondo de la noche los cantos de la tribu. Como digo, no es cuestión de equilibrio, sino de doblar un cabo llevado por un viento que viene de lejos, como si la medida del placer no fuera el justo medio aconsejado por los moralistas –aquí me aparto de la noble enseñanza del Estagirita–, sino la torpeza cometida, la dificultad, el cansancio, que obligan a detenerse para respirar, para pensárselo un poco; como si en contrapartida la conveniencia del método viniera tarada por un vuelco diario inevitable hacia la realidad común. El resultado es que uno practica la teoría como recurso curativo y lleva el oficio de cantante como trabajo de campo de un investigador algo alterado.

Dicen que en la vida sólo hay tiempo para hacer bien una cosa. Me consuelo pensando que no he elegido del todo mi destino y que, si me las apaño para disfrutar con él, hago como el antiguo estoico que dice: «desea lo que ocurre». Así pues, la verdad de mi contradicción interna se asemeja tal vez a la oscilación entre epicureísmo y estoicismo que describió el gran vitalista Henri Bergson.1 Traigo, pues, algunas referencias, igual que la institutriz cuando llega a casa de sus nuevos señores. Mis referencias me permiten cumplir con mis obligaciones un poco a mi aire. O no cumplirlas en absoluto, llegado el caso. Pertenezco al linaje de los empleados educados que a veces desquician –como el Bartleby de Melville o el ayudante de Robert Walser– la paciencia de los patronos benevolentes.

Mis padres hubieran querido que estudiase para ingeniero de caminos, ése era el porvenir soñado para un hijo de la clase media baja en la España de los sesenta. Había que ver los aires que se daban por aquel entonces los ingenieros: parecían dueños de los saltos de agua, del asfalto, de los cálculos imprescindibles para mover las fábricas, los automóviles y las mercancías, dueños del progreso, en suma, que vale más que un viejo latifundio. La empresa nos animaba generosamente a considerar tal posibilidad, sugiriendo que se harían cargo del coste de mis estudios. Pero yo estaba enfrascado en el libro de filosofía de sexto de bachillerato –que sólo cerraba con disimulo si aparecía el ingeniero jefe–, pugnando por comprender las formas a priori de la sensibilidad externa e interna según Kant, a saber: el espacio y el tiempo. Sin alcanzar a elucidar por completo la naturaleza relativa y hasta cierto punto subjetiva del espacio y del tiempo, comprenderán ustedes que los caminos, canales y puertos de la geografía española significasen poco para mí.

La filosofía fue una vocación elegida, mientras que en mi posterior dedicación a la música me vería arrastrado por el caudal de los acontecimientos. Algo en mi cerebro se aquieta, se explaya, cuando pienso en términos abstractos. Sé que no es lo normal, que nadie puede pretender competir en privilegios sociales por ello. En la antigüedad, el ejercicio de la filosofía –igual que el culto a los dioses– estaba reservado a hijos de terratenientes que no encontraban particularmente atractivo el hedor de la sangre. Sócrates fue una excepción notable: hijo de un cantero y de una comadrona, no rehusó las obligaciones del combate, pero se dedicó a provocar a la flor de la aristocracia ateniense con argumentos desviados de los ideales de la tradición. Llevó una vida frugal, despreciaba el dinero, los vestidos y el calzado y se lavaba sólo en ocasiones especiales. A mí el gusto por la especulación me vino en la oficina, convenientemente aseado, hurtando horas al dibujo técnico. Trabajando en el canal de El Granado, mientras vivía en Castillejos y La Puebla, no tuve más posibilidades de estudiar que hacerlo por mi cuenta. Don Manuel, el maestro de escuela de Castillejos, me ayudó hasta cuarto de bachiller y luego renunció honestamente a cobrar por estudiarse los libros a la vez que yo. Me presentaba por libre a los exámenes en el Instituto Ramiro de Maeztu de Huelva. Hasta entonces había sido un alumno mediocre, pero de pronto empecé a experimentar cierta avidez intelectual –cosa que de por sí no es particularmente loable–, y las dificultades para llevar adelante los estudios no hicieron más que servir de acicate. ¿Basta que el aprender deje de ser obligación impuesta para que se transforme en objeto del deseo? Bastaría, quizá, si la cultura fuese aceptada socialmente como placer u objeto de lujo, tan deseable para el adolescente como una moto o el primer automóvil. Por suerte o por desgracia no es así, casi nadie reconoce que el pensamiento viaja más rápido que los medios de transporte, quizá más incluso que algunas ondas electromagnéticas, a lo mejor funciona a la velocidad de la luz, no sé, al menos se puede discutir sobre ello. Yo me consideraba un trabajador que se atreve a aspirar al mayor lujo de los antiguos linajes, como un negro que en vez de soñar con adueñarse de la fábrica o pegarle fuego a los campos de algodón pasase directamente a saltar de nube en nube, quizá en pos de la procesión de los santos.

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