Santiago Auserón Marruedo - El ritmo perdido
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Dejé por fin el trabajo de delineante y me fui a París en el tren Puerta del Sol, en litera de segunda, con la cabeza llena de inquietudes agitadas por el traqueteo. El tren paraba en Irún para hacer el cambio de ancho de vía. Ya en Hendaya, subían desde la oscuridad las voces roncas y guturales de los ferroviarios galos, mientras yo imaginaba parajes de romántico exilio. En la ciudad de París me fijé con agrado en las diferencias más sencillas: en los pestillos de las ventanas, en la textura espesa de las cortinas granates, en el gris de los enchufes o en el aspecto serio de los teléfonos. Pero me chocaba la gravedad dramática con que cierta gente –los que tenían pinta de aspirar a título de artistas o intelectuales, que eran muchos– portaba su identidad en el metro y por la calle, como pasos de Semana Santa, con una especie de circunspección altiva, lindando con el espectáculo. Mi propio carácter me parecía en comparación poco hecho, peligrosamente entusiasta, sin temor a rayar en la frontera del ridículo, decididamente al otro lado si bebía un poco más de lo justo, sátiro desconcertado y torpe entre una muchedumbre experta en manejar las apariencias. Propenso a una amargura negra compatible con el verso de Verlaine: «mi duelo es sin razón», lo cual me permitía ya sentirme un poco parisino. En cualquier momento, sin embargo, el tono seco de un transeúnte o de una dependienta volvía a ponerme en mi sitio. Tenía que elegir entre varias identidades posibles, algunas de las cuales era mejor no defender en público. No me sentía responsable de todas ellas, pero mi deseo era conducir a trancas y barrancas mi recua de mulas a través del paso de montaña, hasta dar con cierta senda de lucidez difícil de alcanzar: «Es preciso que lleguemos a la frontera / antes del anochecer...» cantaba Robert Wyatt en castellano tomado de un manual de bolsillo de Assimil. París no estaba esperando a un estudiante subpirenaico con la libido recalentada por la represión, emigrado de una guerra civil prolongada en el enfrentamiento consigo mismo, para replantearse sus maneras de capital cultural del mundo. En el vagón de metro, en la panadería, en la ventanilla universitaria, las miradas duraban estrictamente lo justo para hacer manifiesto el desdén. Con mi francés todavía escueto, me las fui arreglando para pedir la cuenta en los cafés, para inscribirme como alumno de tercer ciclo en la Universidad de París viii, para entrar en las bibliotecas e ir haciendo algún trabajo por horas. Es verdad que desde entonces el trato a los españoles en París ha mejorado mucho. Los periodistas destacados por las revistas francesas, que vendrían años después a reportar la movida madrileña, ávidos de comprobar libertades recientes y precios más asequibles del mercado de narcóticos, propagaron noticias acerca de nuestro derecho incipiente a ingresar en el primer mundo. Lo español acabaría poniéndose de moda en Francia. Pero no puedo evitar acordarme de mi sensación de extranjería como de un privilegio ganado a pulso, algo que andaba buscando desde niño, a lo que no querría renunciar por nada del mundo. Comparo mis sensaciones de entonces con las que debe de sentir hoy entre nosotros un inmigrante magrebí o subsahariano. Seguro que no son las mismas, pero intento imaginar el porvenir que pudiera corresponder con sus ensueños.
Las Universidad de Vincennes recibía inmigrantes de todo el planeta, funcionaba más como mercadillo y restaurante infecto que como centro de estudios. Muchos acudían en busca de drogas. Allí, sin embargo, daba clase Gilles Deleuze, una vez por semana, y otros profesores atípicos que también me interesaba conocer: Jean-François Lyotard, François Chatelet. Inscribí mi proyecto sobre Antonin Artaud para trabajar bajo la dirección de Deleuze (aunque oficialmente firmó René Schérer, dado que Deleuze tenía demasiados alumnos) y, en un encuentro relámpago, le presenté mis ideas sobre la «metafísica en actividad» de Artaud. Me sugirió que prestase atención a su incesante relación con las drogas. Otro día comentamos algo acerca de la entonación del habla en las canciones de Dylan. No tuve tiempo de insistir en el asunto ni de presentarle mi trabajo. Había huelgas frecuentes. La clase era tumultuosa, de difícil acceso, fascinante en cuanto Deleuze entraba por la puerta, con abrigo y sombrero grises, bufanda roja, como un personaje de las novelas de Beckett, a quien citaba a menudo. Deleuze era un ser magnético. Buscando inspiración antes de empezar a hablar, contemplaba la nube que salía de su cigarrillo, de la que iba a caer el discurso a veces como relámpago, a veces como ceniza. En su cerebro se producían conexiones asombrosas, sostenía el discurso hasta el límite de lo pensable. Tras un largo periplo por sendas incógnitas y arriesgadas, acababa sus argumentaciones ralentizando poco a poco la frase, bajando el tono hasta desembocar en una revelación susurrada, efecto dramático al que un aula llena de locos respondía con un silencio electrizado, que culminaba con una exhalación de aire de los pulmones del pensador –ya por aquel entonces bastante tocados–, una especie de interjección prolongada que se deshacía de su función de apoyo coloquial y sonaba como un rugido sordo, como si aún le quedasen arrestos al filósofo para contemplar cara a cara el fuego del mundo. Deleuze aprovechaba entonces nuestro aturdimiento momentáneo para encender otro cigarrillo –la duración del cigarrillo marcaba el tempo de la argumentación– y antes de que le cayese encima una pregunta impertinente retomaba la estrategia de su razonamiento, levantaba otra vez un poco la voz, diciendo: « Aaalooors...» , con cierta ternura femenina, pero con la mirada oblicua de quien te va a anunciar que tienes que ir cambiando de idea. Nunca hubiera podido imaginar que una clase pudiese llegar a ser tan emocionante. Pero allí no había mucha ocasión para compartir ideas o emociones con nadie. Sólo hablaba con un compañero japonés, que también estaba trabajando sobre Artaud, durante el trayecto de metro, hasta que él tomaba su correspondencia. Pasé muchas horas en las bibliotecas, sobre todo en la de La Sorbona y en la Bibliothèque Nationale, copiando textos de revistas de los años treinta y cuarenta, con una ansiedad de poseso y una insatisfacción creciente.
En París, 1977, se respiraba la atmósfera de la nueva ola musical desatada después del fenómeno del punk en Inglaterra. Compré algunos discos y visité algún club nocturno, donde el personal no era más comunicativo que en las aulas. Algunos lucían galas recién sacadas del manual del perfecto roquero. Yo estaba totalmente metido en la lectura de Artaud, en los inéditos de sus últimos años de internamiento, tratando de pescar las consecuencias filosóficas del Teatro de la Crueldad, los retazos de pensamiento surgidos de su inmersión deliberada en la locura. El ambiente musical parisino me parecía demasiado dependiente de la moda, el ambiente intelectual obstruido por una afectación semejante, pese al indiscutible atractivo de las ideas de los maestros. Trabajé pintando y empapelando un apartamento en la periferia, copiando libros de contabilidad en el despacho de Mr. François, en la calle Turbigo, junto a la calle St. Denis, poblada de señoritas en ropa interior de encaje desde el punto de la mañana fría. Llegué a obsesionarme con la experiencia artaudiana, a encerrarme en una reflexión aislada, extrema y desnuda. Soñaba a veces con una nube gris palpitante en la que percibía la luz ligeramente metálica del sentido. No veía mucha salida para mis estudios en Vincennes, de hecho la universidad cerraría poco tiempo después. Y tampoco sentía grandes deseos de hacer oposiciones en Madrid para profesor de instituto.
Durante unas vacaciones percibí entre los amigos del entorno de la galería Buades, a quienes había empezado a tratar en el último año de Facultad, un dinamismo interesante. En la radio se escuchaban canciones atrevidas en español y se hablaba de grupos nuevos. La era de los solistas salidos de los grupos sesenteros había acabado con Camilo Sesto haciendo de Jesucristo Superstar. Decidí regresar a Madrid, seguir mi tesis en la Complutense, donde obtuve una beca de investigación a la que renunciaría nada más empezar Radio Futura, algo precipitadamente. La estancia en París me había permitido intimar con el delirio intelectual, internarme en muchos libros, tomar el pulso de algunos autores selectos. Pero en mi propia tribu estaban empezando a sonar tambores acallados desde hacía siglos.
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