1 ...6 7 8 10 11 12 ...19 Estoy aguardando en la sala de espera. Orden en cada sala, cada una tiene su naturaleza, objetivo y actividad. Tras una sesión con el director médico, ya conocemos los siguientes pasos de intervención y de tratamiento ambulatorio para ti. Mi duda detonó su «it’s burnt» contundente, aun así me permitió valorar que hasta ahora nada había funcionado para ti y que esta era una nueva oportunidad.
Respiro, silencio, esperanza.
Desde hoy estarás con una profesional que pone a tu disposición un setting terapéutico de desinternamiento hospitalario. Visitas, contactos, preguntas, más viajes, nuevos retos.
Esta es la agitación conceptual, los pasos escritos, el camino describible. En el fondo están los sentimientos, las emociones, las preguntas no formuladas, y las sensaciones ocultas relacionadas con experiencias del pasado o con proyecciones hacia un futuro desconocido.
Sentada, cansada, esperanzada y frustrada a la vez, espero en la sala de espera de la entrada del hospital.
Hace un rato te acompañé a tu habitación a recoger tu maleta, carpetas, bolsas que nunca han llenado un espacio de dormitorio, que para ti siempre estuvo medio vacío o a medio llenar. Contraste con la zona de tu compañera de habitación, que rebosó su zona de objetos y de ropas, que reposan encima de su cama y se desbordan sobre el suelo de superficie lisa y plástica. Colores amortiguados.
Cuando lo has tenido todo recogido, me daba la sensación de que aún estaba todo en su lugar, como ayer, como las últimas semanas. Permanecía la misma sensación de vacío, de que nada existe, de austeridad, de que no necesitas nada.
Hemos recogido las bolsas y hemos cruzado por última vez el pasillo que da al patio, y llamamos al interfono para que nos abrieran la puerta de salida. Mi marido nos espera jugando con un niño—paciente al ping pong, y solas tú y yo hemos ido hasta el coche alquilado para acomodar tu minúscula casa ambulante, que durante tres meses te ha proveído de todo el refugio que dices necesitar. Después hemos regresado a la clínica, y de nuevo me he sentado en la sala de espera mientras mi marido continúa su partida. Y tú, hija, has entrado en la «cantina» —así se llama el comedor del hospital donde se reúnen los pacientes, nada de comidas solitarias en bandeja —, donde vas a deglutir tu siguiente ingesta, la de las once de la mañana.
Permanezco tranquila, serena, esperando. Me pregunto qué te sucede interiormente, hija. Cómo te sientes, qué te pasa, qué quieres, qué necesitas, qué interpretas, qué anticipas.
Ahora regresas, y los tres marchamos a acompañarnos a un nuevo reto.
Sin embargo, el tránsito estuvo repleto de batallas con el monstruo. Cuando parecía que mi hija empezaba a tomar las riendas saludables en su vida, en algún momento se resquebrajaba todo lo construido y de nuevo ninguna ayuda era suficiente. Entrábamos en una rotación desgastante de ingreso y recuperación de peso para llegar a una nueva alta médica e iniciar un nuevo proceso más o menos ágil de depauperación, que sosteníamos al límite evitando un nuevo ingreso que se imponía una y otra vez. Cada vez que me sentaba tristísima en las sillas de plástico de urgencias me imaginaba que sería el último ingreso, sabiendo que vendrían acuerdos llenos de pactos y otras veces en franco conflicto abierto con una hija tozuda y retadora, que me chillaba porque por mi culpa no se podía morir. Vivimos épocas agotadoras que crispaban y agotaban todos mis recursos y casi todos mis ánimos. Vivíamos al borde de lo irresistible.
Diario
Estimada hija, te dejé una carta, ojalá pueda acompañarte.
Otra vez en una cama de hospital.
Mi vacío en el estómago se revela, se compacta, se intensifica.
Rabioso, no se puede consolar.
Seis, siete, ocho, nueve, diez. Y cinco días más.
Cansancio.
Frustración.
Silencio.
Angustia.
Sonidos de máquinas.
Pasillos de hospital.
Espera.
Consulta.
Doctoras.
Camas móviles.
Sábanas.
Silla de ruedas.
Afortunadamente encontramos personas que nos arropaban y comprendían la terrible pesadilla que vivíamos. Nos dejamos aconsejar por profesionales y conocimos otros centros hospitalarios gestionados por modelos de intervención que se centraban en la persona y le acompañaban, y despacio pudimos distanciarnos de los daños secundarios provocados por el aislamiento en unidades psiquiátricas. Encontramos médicos y terapeutas que efectivamente ayudaron a mi hija a gestionar sus conflictos y sus crisis, así como sus dificultades para equilibrar su nutrición y gestionar su enfermedad. Y además no nos golpeaban más con sus ciegos pronósticos.
En una fase de su proceso conocimos otros modelos de intervención que se brindan en centros de reposo y tratamiento22, ubicados en un entorno natural y con la posibilidad de vivir sin el asfixiante ambiente de un espacio psiquiátrico en el que aguardan pacientes con un alto nivel de estrés y medicación presuntamente innecesaria. Los modelos americanos recuerdan el vis medicatrix naturae o el reconocimiento de la fuerza curativa de la naturaleza que invocaban los clásicos, la sabiduría de reconocer la interdependencia con nuestro medio natural para generar y mantener nuestro estado saludable. El contacto con el sol y la vegetación no es solo un escenario o un contexto agradable, sino un vínculo necesario que nos conecta a nuestra propia naturaleza.23
La búsqueda siguió, así como la recopilación de contactos que nos impelían a tener esperanza de encontrar un enfoque que ayudara a mi hija, la escuchara, y sobre todo, la viera como una persona entera, en su integridad.
Mi reconocimiento al trabajo de Stella Maris Maruso24, discípula de la Dra. Elisabeth Kübler-Ross, que ha promovido un increíble programa de recuperación y apoyo para pacientes que desean asumir su propia responsabilidad en su proceso de sanación, siempre a través de movilizar su parte sana y generar salud. El paradigma de la medicina basada en la complejidad y en la psiconeuroinmunoendocrinología —a las que me refiero más adelante— aporta un enfoque complementario —no excluyente a la práctica convencional en medicina— que podría facilitar la comprensión y tratamiento de enfermedades aún poco conocidas, como la llamada anorexia.
Efectivamente, nos integra un cuerpo físico, mental y emocional pero también tenemos una dimensión espiritual. Y nos afecta el medio, lo relacional o nuestras creencias. Y la fuerza de la epigenética y otros factores fundamentales en el debut de una enfermedad aconsejan prudencia y definen márgenes más amplios para contemplar a la persona enferma de forma holística y no fragmentada. Son factores que los tratamientos médicos que mi hija recibía parecían no contemplar. La máxima «la participación de una persona en su recuperación no es algo alternativo ni complementario, es vital» repetida por Stella Maris Maruso, fue la clave de un definitivo cambio de posicionamiento que permitió a mi hija pacificar su enfermedad y empezar a tomar decisiones saludables sobre su propio proceso vital.
En esos años trepidantes, también conocí el trabajo de la psiquiatra Dra. Laura Hill gracias a la recomendación de mi hija, que me animó a escuchar su conferencia TED25, indicándome que comprendería mejor su enfermedad. Tengo el máximo interés en divulgar este contacto, conocer la opinión de otras personas enfermas, así como escuchar las aportaciones de los profesionales que se interesan por tratar adecuadamente la llamada anorexia. La Dra. Hill sigue sus investigaciones en el Center for Balanced Living, en Ohio, y en ese momento trabajaba en una interesante colaboración con la Universidad de San Diego, en California. Contacté directamente con ella para conocer sus trabajos, y nos invitó a participar en un estudio en el que desafortunadamente no pudimos acceder, pues su investigación solicitaba personas en un estado clínico estable y más saludable del que atravesaba mi hija en ese momento. En todo caso, con su apoyo pude contactar con una unidad muy especializada en la ciudad de Nueva York, que estaba elaborando un nuevo protocolo de intervención y con la que también tuve ocasión de informarme.
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