Sobre la mala praxis en los hospitales referida a la medicación, aporto una reciente reflexión de mi hija. Escucharla me revuelve el estómago:
En el desayuno te encuentras el enfermero con un vaso lleno de pastillas. Cuando le preguntas qué es, te dice que si quieres discutir de medicación tienes que hacerlo con el psiquiatra, que él no puede decirte nada. Por su parte, el psiquiatra nunca quiere hablar de medicación y ni siquiera te explica qué te ha prescrito. ¡Ah! Y lo mejor es que no te puedes negar, si te niegas te la inyectan o te atan o lo que sea, pero lo que dice el psiquiatra «va a misa». Yo sé que en algún momento me han dado antipsicóticos y todo, aparte de mil tipos de antidepresivos y ansiolíticos y mierdas. Un tiempo estuve tomando una mierda que se llama Zyprexa en una cantidad muy elevada, que me hacía dormir todo el día. Entonces me obligaban a levantarme, en el Hospital Parc Taulí, y no podía hacer nada porque estaba muy cansada. Y esto continuó cuando estaba ingresada en el centro de ITA, donde había una «terapia» (muy entre comillas) de grupo, y me tenía que poner de pie para sostenerme y aun así me dormía por los efectos de la medicación, que seguro no necesitaba.
Estoy convencida de ciertos efectos secundarios muy nocivos de la medicación psiquiátrica, algunos de los cuales provocan graves daños. Cuando los efectos son patentes, en vez de dejar de intoxicar a quien la recibe, se sigue la dosis y se administra otra droga para que reduzca el efecto secundario de la primera. Efectivamente, en una ocasión mi hija sufrió también esta praxis médica, y transcribo de nuevo sus palabras:
El problema muscular que tuve fue una distonía. Es un efecto secundario de algunas medicaciones —no sé cuál exactamente, porque nadie me informaba de nada, probablemente algún tipo de antidepresivo—. Evidentemente, nadie me avisó de lo que podría ocurrirme. Me empezó cuando tú estabas de visita, yo pensaba que era un tirón. Cuando te fuiste no podía poner el cuello recto y me dolía porque los músculos estaban muy tensionados. El enfermero me preguntó qué hacía con la cabeza así, y le dije que no la podía mover. Me dio una pastilla y mejoré un poco, pero al cabo de unos minutos volví a empeorar y entonces me inyectó algo. Me dijo que era un posible efecto secundario de una medicación. En vez de sacarme la medicación, la continuaron y añadieron otra para prevenir la distonía. (…) En el hospital yo intentaba esconder la medicación y no tomármela, pero me revisaban la boca y a veces era difícil. En casa nunca tomé la medicación prescrita. No creo que la medicación o la falta de medicación hubiera podido cambiar nada.
Sigo con las vicisitudes a lo largo de esos años. El primer ingreso hospitalario de mi hija no trató su enfermedad, se centraba en su índice de masa corporal. Como en los primeros estadíos de la enfermedad no existía infrapeso, semanas más tarde nos entregaron un alta y salimos del hospital con el mismo problema, pero un poco más cronificado. Buscamos enseguida asistencia en un modelo pionero que se declaraba como ITA / Instituto de Trastornos Alimentarios y que forma parte de la red privada de salud de nuestra zona. Con frustración observamos el mismo tratamiento punitivo a unos precios exagerados ofreciendo el mismo modelo terapéutico del sistema público de salud. Seguíamos confiadas en encontrar otros abordajes que escucharan la necesidad de mi hija. Aun así no fue fácil. Conocimos otras clínicas de día y también terapeutas empáticos y profesionales, pero sin acceso a centros de salud cuando el peso se tornaba realmente comprometido y no permitía seguir una vida normal con tratamiento ambulatorio. Todo lo instituido estaba enfocado a «luchar contra la enfermedad».
Después de reiterados reingresos hospitalarios accedimos a otros enfoques terapéuticos, cada vez más en la línea holística que buscábamos. Mi pregunta sin respuesta es cómo se hubiera beneficiado mi hija si hubiéramos accedido a ellos desde el primer momento: un condicional imposible, que solo me anima compartirlo por si alimenta el cuestionamiento de algún profesional y amplía la esperanza de alguna familia en un tránsito similar. Apuesto a que un ejercicio de reflexión y replanteamiento terapéutico podría replicar en modelos más útiles de tratamiento. Y un ejercicio de eficiencia conseguir no incrementar gastos. Abogo a que todas las personas tengan acceso a los tratamientos que necesitan, se trataría de redefinir las prioridades del sistema: promover salud mental versus contener la enfermedad psiquiátrica.
Un modelo de gran impacto positivo en mi hija fue una clínica alemana que se dirigía a enfermedades psicosomáticas en adolescentes. Los pacientes podían salir al aire libre —de hecho era un paseo habitual cotidiano antes de desayunar y después de la temprana cena— o sentarse simplemente a reposar en un banco exterior y descansar bajo los árboles, realizar actividades artísticas para expresar lo que no podían argumentar, participar en psicodramas junto con sus familiares para poder estudiar lo vincular, trabajar creativamente a través del juego simbólico para dramatizar sus procesos y acceder a una más clara comprensión de los mismos o retarse a través de actividades en los espacios públicos —incluso escalar un rocódromo para retar el miedo o promover el dejarse ayudar— . Todo ello vestidos de forma cómoda y digna, no enfundados en batas o ropas raídas que comprometen la autoestima de cualquiera19. Las personas ingresadas, todas menores de edad, tenían cuidado de su espacio y de su propia ropa, accediendo a la zona de lavadoras. Mi hija era escuchada a diario por su médico y era atendida por terapeutas pedagogos —no psicólogos— que se implicaban en su plan personalizado y acompañaban su proceso. En este hospital la medicación era propuesta, informada y solo administrada con el conocimiento y la aceptación de la persona enferma. Según un reciente relato de mi hija: «En Alemania era mucho mejor con la medicación. Me explicaban todo y para qué servía. Y si me negaba, no me forzaban». Los pacientes interactuaban sin estar encarcelados y cuando eran dados de alta el recuerdo de su logro quedaba registrado como un testimonio de recuperación20, que se incorporaba físicamente en el camino de entrada como bienvenida a otros sufrientes. Este hospital forma parte de la red de salud alemana y ofrece un servicio optativo para los contribuyentes, por lo que una atención psiquiátrica de calidad al servicio de las personas no supone ningún privilegio sino es una alternativa general. Ni siquiera es más cara como demuestra que el modelo propuesto es optativo para los niños y adolescentes alemanes21, aunque es cierto que agota los ahorros de quienes no formamos parte de la seguridad social germana. Si en ese país es posible, existe la posibilidad de imitar sus buenas prácticas y expandir un nuevo modelo en intervención psiquiátrica que emule las intervenciones terapéuticas que ya se han validado como oportunas.
La cuestión es que en este hospital alemán mi hija reaccionó. Por primera vez, me dijo, se sintió escuchada, se sintió persona respetada en su sufrimiento y en su proceso de enfermedad. Es cierto que después de este ingreso hubo otros, pero nunca más mi hija volvió a ser objeto y adoptó otra actitud más activa. Pudo tener el espacio para ir aprendiendo a tomar consciencia de su patología y de que debía transitar un largo y doloroso camino si deseaba curarse.
Mi Diario
Saliendo de un hospital en Alemania
Hoy es once de octubre del dos mil trece. Hoy le dan una nueva alta hospitalaria a mi hija. La primera alta alemana, después de tres meses intensivos. Tres meses de paseos, de prohibiciones, de retos, de incógnitas, de intervenciones, de meetings y de amables capuccinos en el sofá destinado a la familia. Un espacio de colores, un edificio singular en un pueblo de cuento donde nada vibra más allá del silencio y las campanas de la iglesia. Niños y jóvenes entrando y saliendo de la clínica, tratamientos breves e intensos, paso a proyectos de intervención posthospital, dinamismo y operativa para reinsertar a estos jóvenes en la normalidad de una vida que insisten en no saber navegar.
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