Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño

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Las golondrinas nunca regresan en otoño: краткое содержание, описание и аннотация

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Las golondrinas nunca regresan en otoño es un recorrido por la vida de su protagonista, Alejandro Cantero , una historia donde se habla de amor, sexo, soledad, celos, malos tratos; en definitiva, sobre las relaciones humanas.A caballo entre el género romántico, en ocasiones erótico, y costumbrista , esta novela juega en numerosos momentos con un lirismo caracterizado por su elegancia. Cabe destacar también la originalidad en su construcción, lo que convierte esta obra en un texto singular e interesante a partes iguales, donde el lector descubrirá diferentes atmósferas y múltiples subtramas , repartidas entre España y Francia.

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Alejandro Cantero le dio una larga calada al cigarro. Luego miró la hora en su reloj de muñeca pero no la vio. Solo vio una fecha, la fecha de un aniversario, uno de esos días que nos cambian la vida para siempre. A menudo intentamos revivir los momentos especiales, esos que nos hicieron tan felices. A veces quisiéramos detener el tiempo, pero el tiempo se nos escapa como agua entre los dedos. Otras veces, sin embargo, es justo lo contrario. En el pasado reciente de Alejandro había un momento que se negaba a marcharse de su vida, uno de esos momentos grabados a fuego con el hierro del dolor. Pero hasta los días más duros nos dejan el resquicio de una sonrisa. Alejandro Cantero guardó las fotos en el bolsillo externo del bolso, cerró la cremallera y luego buscó en el interior. Sacó otra foto, la miró y sonrió a sus hijos, que sonreían felices a la cámara. Era una foto vieja, de cuando ellos aún estaban en edad de esperar impacientes su llegada, de saltar a sus brazos, de no cansarse con los besos, de reclamar sus abrazos; era una foto de una época feliz, de cuando sus hijos no podían esperar para contarle las pequeñas hazañas del día, las penas del día. Era una foto de un tiempo irrecuperable. Besó a sus hijos a través del papel amarillento —realmente sintió que los besaba— y luego dejó la foto sobre la mesa, junto al ordenador portátil.

Un doble clip y una de las carpetas del escritorio se abrió. Alejandro Cantero leyó el último párrafo; luego bebió un trago de Rioja, se puso el cigarro en los labios y le dio una profunda calada. Aquel era el segundo y último pitillo del día. El tiempo de fumar demasiado también había quedado atrás, pero a su hija no le había parecido suficiente.

—Te costaba lo mismo dejarlo del todo —le dijo algo decepcionada.

—No lo entiendes, cariño. Mi lucha no era contra el tabaco, era contra mi necesidad de fumar. Y ahora que he superado la dependencia quiero disfrutar de este pequeño placer, pero solo dos veces al día.

Ella lo miró sin hacer nada por disimular su desacuerdo.

—Volverás a caer, estoy segura. —Él sonrió levemente.

—No, mi vida, eso no pasará.

Pero ella no parecía dispuesta a dejarse convencer.

—No estés tan seguro. La adicción al tabaco es difícil de superar, tú lo sabes. Alejandro miró a su hija a los ojos, antes de reafirmarse en su postura.

—Estoy seguro. ¿Quieres saber por qué?

—¿Por qué? —preguntó ella, decidida a no dejarse convencer por la respuesta de su padre.

—Porque las mejores lecciones son siempre las más duras, mi amor. Y porque la vida me ha obligado a conocer el poder de la voluntad, esa fuerza que nos empuja a levantarnos cuando ya no quedan ni las fuerzas ni las ganas, y a seguir caminando, aunque las lágrimas no nos dejen ver el camino. ¿Lo entiendes ahora?

Se miraron en silencio; ella quiso responder algo, pero no encontró las palabras. Luego abrazó a su padre sin decir nada. Quizá porque en aquel abrazo cabían todas las respuestas, quizá porque sus brazos seguían siendo el mejor refugio para sus miedos.

Otro trago de vino y otra calada al Chester. Alejandro Cantero levantó la vista al frente, hacia la inmensidad del firmamento. Instantes después bajó los ojos a la pantalla al tiempo que recordaba una noche de su pasado reciente, una noche que le había cambiado la vida cuando menos lo esperaba, como nunca hubiera imaginado. Y empezó a teclear, a guardar recuerdos en aquella carpeta que nadie conocía, en aquel archivo de su vida al que nadie tendría acceso nunca, salvo él mismo. Otro trago de vino, otra calada al cigarrillo. Miró la hora. Eran las once y cinco del jueves treinta de agosto de 1990. Se inclinó de nuevo sobre el teclado y, acto seguido, en la pantalla empezaron a surgir líneas, párrafos... Alejandro Cantero sonrió mientras escribía. El último trago, la última calada... Dejó sobre la mesa la copa vacía y exhaló el humo lentamente, hacia arriba, mirando al firmamento a través de la humosa cortina que ascendía ante sus ojos. Una pausa, una mirada a su alrededor... Era una noche cálida y serena, de luna nueva y emociones a flor de piel. Miró hacia abajo, hacia el embalse. Aquellas aguas donde tantas veces se sumergió —donde tantas veces se sumergieron juntos—, parecían dormitar en la tranquilidad de la noche. Algunos de sus recuerdos más hermosos seguían emergiendo de aquellas aguas, flotaban en el río convertido en pantano, el mismo río que se volvía para abrazarse al pueblo, su pueblo: Iznájar.

Lisa Rice pasó junto a su mesa, se miraron, sonrieron... Ella ya sabía de qué iba aquella historia. Lisa era una inglesa de unos cincuenta y cinco años, pelirroja, extrovertida; y hablaba un español fluido, pero con un curioso acento andaluz. Lisa estaba unida sentimentalmente a Desmond Doyle, su socio en el negocio. Desmond era de Bridgetown, Irlanda. Ella parecía una Pipi Lastrum madura; él rondaba los sesenta, era rubio, alto y de ojos azules. Se habían conocido en Andalucía pocos meses después de llegar a España, mucho tiempo después de no estar seguros de si el amor les reservaría una segunda oportunidad. Pero, como decía Lisa, «no importa el cuándo, solo importa el qué». Ella defendía que nunca es tarde para el amor. Y tenía razón: nunca es demasiado tarde para nada. Para Lisa y Desmond, Alejandro, más que un huésped, era su amigo. La suya fue una amistad a primera vista, y auspiciada por aquella casa. Hay amistades que se traban con el tiempo; otras, sin embargo, nacen en la primera conversación, y se arraigan en el primer abrazo. Alejandro, y Lisa y Desmond se habían conocido unos meses antes, cuando los dueños de aquel hotel rural ultimaban los detalles previos a su apertura. Por aquellos días, Alejandro Cantero recorría Andalucía en busca de clientes para sus cerramientos de piscina y Desmond y Lisa estaban buscando un proveedor para la cubierta de la piscina exterior. Para Alejandro Cantero aquella sería la venta más gratificante desde su llegada a España, esta vez con la excusa del trabajo para quedarse en Andalucía, su tierra. Alejandro solía ir con frecuencia al hotel de sus amigos británicos, aunque solo fuera para comer y charlar un rato. Pero esta vez era distinto: estaba alojado, y aún se quedaría unos días más.

Alejandro Cantero dejó de teclear. Después levantó la vista al cielo, hacia una luna apenas perceptible. ¡Cuántas noches había mirado la luna desde aquel mismo lugar! ¡Cuántas veces le había hecho la misma pregunta sin respuesta! Un instante después, sus ojos descendieron por la invisible línea vertical que unía la luna con el arroyo. Muchos años antes, allí donde el arroyo iba a morir al río, un atardecer de verano, Alejandro comprendió que es el amor lo que da sentido a la vida. Solo unos meses después, una tarde de septiembre y en aquel mismo lugar, por un instante, solo por un instante, creyó que su vida ya no tenía sentido.

Tras aquella breve pausa Alejandro Cantero volvió a teclear sin detenerse durante varios minutos. Luego, apenas sus dedos se detuvieron sobre el teclado, Alejandro miró hacia abajo, hacia aquella curva de la carretera donde, un lejano día de primeros de septiembre, se volvió para agitar la mano en señal de adiós. Habían pasado muchos años desde entonces, suficientes para comprender que las despedidas son siempre más difíciles para los padres, aunque entiendan las razones que empujan a los hijos a marcharse. Solo unos segundos más tarde, sus ojos volvieron a la pantalla y sus dedos empezaron a presionar de nuevo las teclas, a inmortalizar recuerdos en aquella carpeta de ordenador donde permanecerían ocultos indefinidamente, sin volver a leerlos —a menos que se hicieran borrosos en su memoria— y sin que nadie supiera nunca de su existencia... o eso pretendía entonces. Alejandro escribía deprisa pero no era suficiente; los recuerdos iban más rápidos en su mente que sus dedos en el teclado. Tras unos minutos sin parar de teclear, se detuvo de nuevo e intentó ordenarlos en su cabeza, y también en sus sentidos. Luego cerró los ojos por un instante y pensó en sus padres, que ya no estaban. A menudo pensaba en ellos; no podía evitarlo, los extrañaba tanto... En aquella casa convertida en hotel, Alejandro Cantero sentía que el tiempo no había pasado, que se mantenía estático, atrapado en los pliegues de la memoria. «Mirar atrás no nos devolverá lo que perdimos, pero a veces nos reconcilia con lo que somos», se dijo, y volvió la vista al teclado.

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