Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño

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Las golondrinas nunca regresan en otoño: краткое содержание, описание и аннотация

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Las golondrinas nunca regresan en otoño es un recorrido por la vida de su protagonista, Alejandro Cantero , una historia donde se habla de amor, sexo, soledad, celos, malos tratos; en definitiva, sobre las relaciones humanas.A caballo entre el género romántico, en ocasiones erótico, y costumbrista , esta novela juega en numerosos momentos con un lirismo caracterizado por su elegancia. Cabe destacar también la originalidad en su construcción, lo que convierte esta obra en un texto singular e interesante a partes iguales, donde el lector descubrirá diferentes atmósferas y múltiples subtramas , repartidas entre España y Francia.

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Alejandro Cantero se levantó de la silla, cogió sus cosas y se dirigió hacia la mesa situada justo al otro extremo de la terraza. Aquella noche, como de costumbre, había sido el último en bajar al restaurante y, como cada noche, le tocó cenar en la mesa del rincón, la más alejada de su sitio favorito. Pero Alejandro esperaría la hora de acostarse sentado a la mesa con las mejores vistas de aquella terraza, muchos años antes el empedrado patio de una casa de labranza. Al huésped de la habitación con vistas al amanecer le gustaba sentarse en aquel extremo de la terraza, un mirador con vistas a sus primeros recuerdos y a una infancia que, desde allí, no parecía tan lejana.

Alejandro Cantero rondaba los cincuenta, era alto —superaba con creces el metro ochenta—, delgado y moreno, aunque desde hacía un lustro su sien vestía el color plateado de las canas, cada vez más abundantes en detrimento de los pocos cabellos que aún conservaban su color original. Su rasgo más definitorio, sin embargo, eran sus profundos ojos verdes y su mirada penetrante, una de esas miradas que traspasan la barrera invisible y protectora que custodia nuestro interior, descubriendo en ocasiones mucho más de lo que queremos mostrar a quien nos mira, sobre todo si aún no hemos decidido entregarle la llave de nuestras interioridades. En el rostro de Alejandro Cantero se marcaban unas incipientes arrugas que le aparecían cuando sonreía y, desde hacía meses, volvía a sonreír con mucha frecuencia. Pero él no veía arrugas en aquel rostro que le miraba desde el espejo. De sobra sabía que aquellos pliegues en su piel, que se habían ido haciendo más visibles con el paso de los años y se acentuaban en cada una de sus sonrisas, no eran sino las huellas de todas las vivencias que le habían hecho reír y llorar, la estela que dejaron a su paso el amor y el desamor, la alegría de encontrar y el dolor de perder, el desengaño y la ilusión. Alejandro tenía razón, no eran arrugas, eran las huellas del vivir, los surcos abiertos por el tiempo y todas las emociones que habían sacudido su vida, sobre todo durante el último año.

Aquella noche, Alejandro Cantero vestía un polo Lacoste de color rojo, pantalones vaqueros Lewis azul claro, cinturón marrón, zapatos Fluchos marrones —sin calcetines— y reloj Sandoz de pulsera de cuero, también marrón. Apenas hacía una hora y media que había vuelto del trabajo. Después de conducir varios cientos de kilómetros, visitar a algunos clientes potenciales y reunirse con un par de distribuidores, sus energías parecían haberse agotado. Pero le bastaba con desconectar del trabajo y cinco minutos bajo una ducha de agua tibia, para sentirse pletórico de nuevo. Quizás era por aquella gratificante tarea que le esperaba tras la cena; quizá por la llamada telefónica que haría justo antes de meterse en la cama. Cada noche bajaba a la terraza del restaurante con la esperanza infundada de encontrar libre su mesa favorita. Siempre acababa cenando en la mesa del rincón, justo en el lugar más alejado del mirador. Pero Alejandro contaba con una cómplice en el restaurante, alguien que le avisaría antes de que su mesa preferida se quedara libre. Él le había pedido el favor; ella conocía la fuerza inspiradora que aquellas vistas ejercían sobre él.

Aquel era uno de esos “hoteles con encanto”. Tenía la ventaja de un enclave privilegiado, aportaba al hospedado la tranquilidad del mundo rural, y el paisaje invitaba a desconectar y relajarse. Además, hospedarse precisamente allí le ahorraba muchos kilómetros a la semana. Por aquellas fechas, sin embargo, no era eso lo que más valoraba Alejandro Cantero. Ni tampoco su amistad con los dueños del hotel, auspiciada en parte por su relación con aquel lugar. No. Todo eso sumaba, pero la verdadera razón para alojarse allí aquellos días era otra bien distinta: no quería estar solo, volver a estar solo. Porque Alejandro necesitaba con frecuencia la soledad buscada, reencontrarse consigo mismo en la tranquilidad del silencio pero, desde hacía un año —justo aquellos días se cumplía el primer año—, la soledad impuesta se le hacía insoportable. Y allí se sentía acompañado. Mas, si lo necesitaba, también podía estar solo, pasear su soledad buscada por los mismos caminos polvorientos donde, varias décadas antes, sus pisadas hicieron camino y podía sentarse sobre una piedra mientras la brisa del atardecer le traía aromas de olivar, contemplar en silencio la loma de los almendros donde se perdían las vistas y retroceder a un tiempo donde todo era posible; al menos hasta que una mañana de septiembre aquel niño, que había aprendido a levantarse solo y corría a la calle cada amanecer para contemplar las golondrinas, paladeó por primera vez el amargo sabor del desengaño. Aquel hotel rural tenía otros muchos atractivos: una piscina exterior cubierta y climatizada, un SPA incrustado en la misma estructura del vaso natatorio y una zona interior con sauna, baño turco, termas romanas... Alejandro Cantero no se marcharía sin disfrutar de todos aquellos servicios que aportaban relax y bienestar a los huéspedes del hotel. No obstante, la mayor parte su tiempo libre —que no era mucho— lo dedicaría a dar largos paseos por los alrededores.

Aquella noche de finales de agosto Lisa Rice acababa de hacerle un gesto que él esperaba desde hacía rato. Ya podía sentarse en su lugar predilecto de la terraza y entregarse a la enriquecedora tarea que lo mantendría ocupado hasta la hora de hacer la llamada, una tarea iniciada a más de mil kilómetros de allí hacía ya ocho largos meses. Alejandro cogió su ordenador portátil, el pequeño bolso de piel marrón y su copa de vino, aún medio llena. Instantes después estaba sentado de espaldas al restaurante, frente al paisaje que le enseñó a apreciar los colores intensos de la primavera, el ocre estival, el verde emergente tras las primeras lluvias de otoño y, excepcionalmente, el níveo de los copos que lo pintaban todo de un color uniforme: el blanco. Alejandro recordaba con frecuencia el día de la gran nevada; desde aquel día, la nieve siempre le hacía experimentar una repentina sensación de felicidad. Quizá porque estaba asociada a su infancia, una época de escasez y felicidad parejas; quizá porque aquella primera nevada de su corta vida resultó ser la excusa perfecta para jugar en familia, para combatir el frío acurrucándose todos juntos —así compensaban la escasez de ropas de abrigo— y, sobre todo, para darse ese calor que ninguna chimenea puede ofrecer, el calor humano.

Alejandro Cantero encendió su ordenador portátil, un IBM PC Convertible comprado hacía algo más de ocho meses. Luego sacó un paquete de Chesterfield y un mechero del pequeño bolso marrón, se puso un pitillo en la boca y lo prendió. Instantes después, cuando fue a devolver el encendedor al bolso, sus dedos encontraron lo que no buscaban... O quizá sí. Eran unas fotos tomadas semanas antes. Alejandro dejó el cigarrillo en el cenicero y empezó a pasarlas despacio, a recrearse mirándolas, a disfrutar del paisaje atrapado en cada instantánea, a mirar su vida a través de aquellas fotos. Las había tomado en el Cabo de Gata (Almería) un día de primeros de verano, mientras recorría la costa almeriense en un viaje de trabajo. Cuando tuvo aquellas fotos en su mano por primera vez las miró una tras otra sin apenas detenerse, como si de una sucesión de diapositivas se tratara. Y mirándolas tuvo la sensación de que le estaban contando una historia, su propia historia. Había fotos donde podía verse el mar calmo y azul, y fotos con olas que chocaban violentamente contra las rocas. «Así es la vida», pensó. Unas veces, serena como aquel mar que relajaba la vista, impregnada de la paz que inspiraba aquella imagen; otras, sin embargo, la vida se torna agitada, tempestuosa, capaz de desgarrarnos el alma como aquellas olas erosionaban la piedra. Miró la última foto. En el centro de la misma, apenas una decena de metros cuadrados de arena justo al pié del acantilado, una playa mínima que aparecía y desaparecía con la marea, una minúscula playa momentáneamente descubierta ante el objetivo de su cámara, desnuda ante sus ojos tras el reciente retroceso del oleaje. «Sí, ya lo sé. Ya sé que tras la tempestad, siempre viene la calma», se dijo. Nunca un refrán fue más cierto. Porque la vida puede ser cruel, mas siempre nos guarda una segunda oportunidad. Pero esa oportunidad suele esperarnos al otro lado de las barreras que la misma vida nos pone, más allá de los muros que nosotros levantamos con nuestros miedos, más allá del miedo al fracaso, al ridículo, más allá del miedo a tener miedo.

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