Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño

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Las golondrinas nunca regresan en otoño: краткое содержание, описание и аннотация

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Las golondrinas nunca regresan en otoño es un recorrido por la vida de su protagonista, Alejandro Cantero , una historia donde se habla de amor, sexo, soledad, celos, malos tratos; en definitiva, sobre las relaciones humanas.A caballo entre el género romántico, en ocasiones erótico, y costumbrista , esta novela juega en numerosos momentos con un lirismo caracterizado por su elegancia. Cabe destacar también la originalidad en su construcción, lo que convierte esta obra en un texto singular e interesante a partes iguales, donde el lector descubrirá diferentes atmósferas y múltiples subtramas , repartidas entre España y Francia.

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—Ya no hay vuelta atrás, ¿verdad? —dijo ella mirándolo a los ojos.

—No. Pero es lo que queríamos... —le contestó con una sonrisa.

—Sí. Nada deseo más. Pero me da un poco de miedo —dijo apoyando su cabeza en el hombro de él.

—Todo saldrá bien, mi amor. Ya lo verás.

Ella levantó la vista hasta encontrarse de nuevo con los ojos de él.

—¿Crees que me aceptarán?

Él apretó su mano entre las suyas.

—No lo dudes. Te querrán como a una madre —dijo, y luego la besó en el pelo.

—Eso es lo que me da miedo. Yo nunca seré su madre.

~~~~~~

El Boeing 747 despegó en dirección noroeste, e inició el ascenso hacia el cielo claro del interior, alejándose momentáneamente de la costa. Mientras tanto, el hombre y la mujer que iban sentados tras el ala izquierda, sin soltarse de la mano, agarrados a aquella segunda oportunidad que les había reservado el destino, juntaron sus caras mientras miraban a través de la ventanilla. Al otro lado del cristal, un cielo azul, infinito; ante ellos, un futuro prometedor y compartido. Segundos después, mientras la aeronave viraba en dirección este, sus ojos soñolientos pero incapaces de esconder la ilusión que les embargaba, se detuvieron en el ala del avión que se elevaba desafiando al firmamento con su borde marginal. Eran una pareja de mediana edad. Ambos estaban en esa etapa de la vida en la cual la juventud y la experiencia aún no se han separado del todo: él todavía estaba por cumplir los cincuenta, aunque su sien plateada le hacía aparentar alguno más; ella no aparentaba más de cuarenta, pero estaba próxima a cumplir los cuarenta y seis.

Aquel 26 de septiembre de 1990 sería un día inolvidable para ambos. El vuelo con destino a París acababa de despegar del aeropuerto de Málaga con veintitrés minutos de retraso sobre el horario previsto; el sol asomaba por el horizonte, la temperatura rondaba los 20 ºC y una suave brisa refrescaba las primeras horas de aquella jornada que se anunciaba calurosa a pesar de la reciente llegada del otoño. Poco después, mientras surcaban el cielo a bordo de aquel avión, la claridad de la mañana y la ausencia de nubosidad les permitirían contemplar los pueblos de la Axarquía de Málaga primero y del sur de Granada después, haciéndose cada vez más pequeños al tiempo que la aeronave se alejaba de la superficie terrestre, volando en dirección a las capas altas de la troposfera. Luego, el avión viró ligeramente poniendo rumbo hacia las costas del levante almeriense; unos minutos más tarde estaban volando sobre el Golfo de Almería, el Cabo de Gata y las playas de Mojácar, Garrucha, Vera, Palomares... «Mira», dijo él señalando hacia tierra firme. Muchos metros más abajo el mar besaba la playa, su amante inseparable. Ella se giró hacia la ventanilla y ambos contemplaron el Mediterráneo fundiéndose con la arena, como si fueran uno solo: él, mojándola con besos impúdicos; ella, cálida y receptiva como la piel de los amantes. Se miraron en silencio. Luego ella acercó sus labios y él depositó un suave beso en su piel rosada y húmeda. Era un miércoles de finales de septiembre, el primer septiembre juntos desde que, una tarde lejana en el tiempo pero cercana en la memoria de sus emociones, se separaron solo para unos meses..., o eso creían entonces.

La aeronave bordeaba el litoral del levante andaluz en dirección a la costa murciana. Poco después, muchos metros por debajo de su panza, la línea de arena que separaba el mar de la tierra firme empezó a desdibujarse a medida que el avión ascendía. Mientras tanto, aquel hombre y aquella mujer, con las manos cogidas y sus caras pegadas a la ventanilla, seguían mirando hacia abajo, contemplando el fino trazo arenoso que, poco a poco, se iba difuminando ante sus ojos. Minutos más tarde, cuando la costa quedó demasiado abajo para distinguir la arena del mar, ella apoyó su cabeza en el hombro de él y, a continuación, entornó los ojos. Él la miró con ternura. Luego, sin soltarle la mano, fijó la vista justo debajo del ala que les precedía a escasos metros. Sus ojos, cansados por el desvelo de la noche anterior, le reclamaban con insistencia la necesaria oscuridad tras sus párpados protectores; pero la agresión de los molestos rayos solares no le impediría seguir mirando un rato más a través del cristal, contemplando aquel espacio infinito que se extendía ante ellos.

Mientras contemplaba el cielo azul, a su mente acudieron los recuerdos de un día lejano, sentado como entonces junto a la ventanilla de otro avión. Y recordó la sensación de volar por primera vez, las nubes bajo sus pies, y aquel aterrizaje en el mismo aeropuerto de donde acababan de despegar poco antes. Todo parecía igual que entonces. Pero era solo en el exterior; dentro del avión algo había cambiado, alguien hacía que todo fuera diferente. Y estaba sentada a su lado, adormecida, sin soltar su mano. Sonrió. Luego giró la cabeza levemente y la besó en el pelo; instantes después entornó los ojos y se dejó envolver por la bruma de un sueño ligero.

El avión ascendió hasta alcanzar la altura de crucero. A 29.000 pies de altitud, un hombre y una mujer dormían apoyados el uno en el otro, soñando quizá con un futuro que ya no esperaban compartir, ajenos a la tragedia que se cernía sobre sus vidas. Una pequeña turbulencia sacudió ligeramente la aeronave. Ella murmuró algo entre sueños y, a continuación, se acomodó en el hombro de su acompañante; él abrió los ojos, se los frotó con el dorso de la mano, y luego miró su reloj. Las manecillas habían avanzado cincuenta minutos desde que despegaron de tierra firme. Unos instantes después volvió la vista hacia el exterior. Justo delante, el cielo azul e inmenso; miles de metros más abajo, una gran ciudad: Barcelona. Minutos más tarde, unas nubes aparecieron en la distancia. El hombre sentado junto a la ventanilla, a escasos metros del ala izquierda del avión, se giró hacia su acompañante, apartó el mechón de pelo que cubría parcialmente su rostro y acarició sus mejillas con delicadeza. Ella abrió los ojos despacio, despertándose poco a poco del sueño reparador... Quizá temiendo despertarse del sueño.

—Mira... —dijo él señalando hacia la ventanilla.

Ella observó las nubes blancas y ligeras que envolvían la aeronave, y luego escapaban en porciones kilométricas.

—¿Qué nubes son esas?

—Cirros. Estamos atravesando un mar de cirros.

—¿Sabes que me parecen?

Él la miró con curiosidad.

—No. Pero me gustaría saberlo.

—Un mar de algodón. Tengo la sensación de estar atravesando un mar de algodón. Pero yo sé que los mares de algodón no existen.

Se miraron en silencio durante unos segundos. Ella, quizá pensando en el siguiente viaje, en aquel viaje que deseaba y temía a partes iguales; él, quizás evocando su primer vuelo, recordando el momento en que cerró los ojos mientras el avión descendía hacia la pista de aterrizaje, justo en el momento de experimentar por primera vez aquella repentina sensación de ingravidez en el estómago. En aquella ocasión extrañó la mano de su amada entre las suyas, pero esta vez era distinto, todo era distinto. Le acarició la barbilla invitándola a levantar la cara hacia él, y luego la besó tiernamente en los labios.

—Solo es verdad aquello que creemos.

—¿Y si creemos en mares de algodón? —preguntó ella.

—Pues entonces es que existen los mares de algodón.

Ella sonrió, le devolvió el beso, y a continuación se recostó en su pecho. Ambos se adormecieron de nuevo, abrazados, envueltos en los recuerdos recientes, mirando al futuro. Él se durmió pensando en todo lo que harían juntos en París; ella también, pero sabiendo que después les esperaba Burdeos.

Cuando despertaron estaban sobrevolando Mónaco. Las nubes altas habían desaparecido pero, algunos kilómetros más abajo, los cúmulos blancos les mostraban un cielo que parecía salpicado de motas de algodón. El avión viró ligeramente a la izquierda poniendo rumbo hacia su destino; ellos sintieron que el futuro les pertenecía. Se miraron en silencio, dibujada en los ojos la emoción del momento. Y mientras el pasado se quedaba cada vez más atrás, ellos se fueron acercando a París. Y sintieron que nada importaba ya, solo ellos dos, solo el ahora. Porque todo lo vivido hasta entonces era apenas un leve surco en la inmensidad de la llanura de la memoria, una gota de agua en el mar inmenso de los recuerdos, un punto casi imperceptible en el espacio infinito de todas las sensaciones experimentadas hasta aquel instante. Ya no importaba el desengaño que supuso despertar de la inocencia, la decepción de abrir los ojos a un mundo, el adulto, salpicado de intereses y mentiras; de nada servía ya volver la mirada hacia los días apasionados de su juventud, hacia aquel verano grabado a fuego en el alma y en la piel pero que murió en el ayer para vivir solo en el recuerdo. Era el momento de vivir el ahora, intensamente, sabiendo que cada instante es irrepetible, que no volverá, y que lo habremos perdido para siempre si lo dejamos escapar sin haberlo vivido en plenitud. Atrás quedaban los días de besos y risas, las lágrimas derramadas, los momentos gozados plenamente, el dolor por la pérdida de otros amores, las cartas de amor sin respuesta y las que nunca se enviaron porque no eran cartas. Lejos quedaban la espera infructuosa, aquel inesperado telegrama y el viaje hacia un reencuentro que se convertiría en despedida, aunque nunca llegaran a despedirse. Muy lejos quedaban ya la búsqueda desesperada del olor de la piel añorada en una piel extraña, la resignación de entregarse a quien no se ama, el viaje más largo aunque solo durara un día, la despedida de los rincones de la infancia, la rabia de descubrir una mentira largamente ocultada y la decisión de empezar de cero, lejos, lo más lejos posible. Atrás, mas no tan lejos en el tiempo, quedaba el regreso a la patria chica, aunque él sabía que estaba huyendo de nuevo, y las ganas de volver a empezar, aunque ella se habría conformado con que cesaran las amenazas de muerte. Y lejos, muy lejos, allí donde empezaban sus recuerdos, quedaba el primer desengaño de su entonces corta vida: las golondrinas nunca regresan en otoño.

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