Edith Stewart - El rescate de un rey

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Inglaterra, siglo XII. La bella Lady Aelis ha sido prometida por su padre a Sir Brian de Monfort. Sin demora debe viajar a Inglaterra cuyo rey Ricardo se encuentra retenido en Alemania. Hereward, hijo del noble sajón Eadric, está más que dispuesto conseguir la cantidad de oro necesaria para pagar el rescate del rey Ricardo, retenido en Alemania. Espera sin duda, que el prometido de Lady Aelis aporte la gran parte de la suma, pera ello no dudará en secuestrar a la joven dama. ¿Qué ocurrirá cuando el barón se niegue a pagar el rescate de su prometida? ¿Y cuando Lady Aelis se se cuenta de que el sajón que la ha secuestrado no es como ella esperaba? Sumérgete de la mano de Edith Stewart en la lucha de sajones y normandos.
Una historia de amor que florece entre dos personas que poco o nada tienen en común.

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Aelis transformó su gesto poco a poco pasando de la tensión y el enojo, a una expresión más dulce y relajada. Su madre no tenía la culpa de su situación. No era lógico ni acertado que pagara su frustración con ella, puesto que en su día vivió esa misma situación.

—Tu padre ha pasado por delante mía sin decir una sola palabra. Deberías haber visto su gesto sombrío. ¿Qué ha sucedido? —La voz dulce de su madre provocó un leve suspiro en Aelis mientras contemplaba los ojos azul cielo de su madre.

—No me hace ninguna gracia marcharme a Inglaterra para contraer matrimonio con un hombre a quien no he visto en mi vida. Eso le he dicho.

—Te entiendo pero…

—Sí, sí. Sé lo que vas a decirme, madre. Y por eso prefiero que no lo hagas, porque sin duda que me pondrá peor.

—Tu padre no ha podido rechazar la oferta de matrimonio por ti. Considera que ya tienes edad para casarte y que es la mejor opción que se te ha presentado en los últimos meses.

—Da la impresión de que me está ofreciendo al mejor postor como si de una yegua se tratara —Aelis sonrió irónica, pero enrabietada y dolida por este hecho—. Y encima he de ir a Inglaterra. Una tierra llena de rudos y salvajes sajones —protestó con un deje de desconfianza hacia estos.

—Por eso no tienes que preocuparte. Han pasado muchos años desde que los normandos llegaron a Inglaterra. La convivencia pacífica entre ambas comunidades se ha logrado. Hay lugares en los que sajones y normandos viven en paz. Además, tú estarás en la corte del príncipe Juan, junto a tu esposo y tus sirvientes. No tienes que relacionarte con ellos, si no quieres.

—Eso mismo acababa de decirme mi padre. Pero…

Aelis no parecía muy convencida con las explicaciones. O al menos eso le hizo ver. Ella haría y diría cualquier cosa con tal de no marchar a Inglaterra. Y pondría como impedimento la cuestión más absurda que se le ocurriera, como la de los sajones. Ya sabía que desde hacía años las dos comunidades convivían en relativa calma salvo por algunas diferencias.

—Ahora lo ves como algo inapropiado para ti, pero en cuanto te establezcas en Inglaterra, lo verás con otros ojos.

Aelis permaneció pensativa con la mirada fija en el vacío mientras su mente trabajaba a contrarreloj para idear un plan de fuga.

—¿Cuándo se supone que será la boda?

—Dentro de un mes. Es el tiempo necesario para que llegues a Inglaterra, conozcas a tu futuro esposo y te adaptes a tu nuevo hogar. No antes, según convino tu padre con Brian de Monfort.

—Un mes —repitió Aelis en un susurro volviéndose hacia la ventana de la habitación.

En un mes podrían ocurrir infinidad de cosas. Podrían darse inverosímiles situaciones, incluso que el tal Brian de Monfort cambiara de opinión al respecto de sus esponsales. O que cayera herido en un lance. Aelis ni siquiera escuchó las últimas palabras de su madre cuando esta se despidió y cerró la puerta de la alcoba dejándola sola. Ella seguía pensando en que un mes era un plazo de tiempo para evitar la boda. Su propia boda con aquel normando. Y para ello, estaba dispuesta incluso a aliarse con los sajones.

Inglaterra.

El caballo galopaba como si el mismísimo diablo lo persiguiera. Sus cascos levantaban la tierra del camino dejando una densa polvareda tras él. Sus crines ondeaban al viento como si fueran látigos y la espuma se acumulaba en las comisuras de su boca. El esfuerzo al que la bestia se veía sometida era considerable, pero el jinete no parecía importarle. Era el portador de inquietantes noticias, que debían ser conocidas cuanto antes en el seno de la nobleza sajona.

El camino hacia la fortaleza de Torquilstone, uno de los últimos castillos que los sajones retenían en su poder, se estaba haciendo largo y dificultoso. Pero por fin, sus almenas y sus elevadas torres de vigilancia se divisaban no tan lejos. Sobre una de ellas ondeaba el pendón con el escudo de armas de la casa de Eadric. Uno de los miembros de la nobleza sajona que todavía conservaba su casa y sus privilegios. Y también era uno de los más fieles instigadores a la lucha contra los normandos en aquellas tierras. Que las disputas entre ambos pueblos se hubieran visto reducidas con la llegada al trono de Ricardo de Anjou o Plantagenet, no significó que el odio y el recelo hubieran desaparecido. Y de hecho, cuando el rey se marchó a la Tercera Cruzada a Tierra Santa dejando a su hermano Juan como regente, las hostilidades y las rivalidades habían vuelto a aflorar. No de una manera persistente pero si bastante marcada dada la inclinación de Juan a favorecer a los señores normandos.

El caballo emitió un relincho de protesta cuando su dueño tiró de las riendas de una manera brusca para refrenar su carrera frente a la entrada a la fortaleza.

—¡Alto! ¡Deteneos! ¿Quién va?

El jinete se vio apuntado desde las almenas por diversas saetas, que podrían ser disparadas en cualquier momento a una orden del oficial de guardia.

—Traigo noticias del rey Ricardo para vuestro señor Eadric. Necesito verlo con urgencia.

El jinete agitó su mano en alto en la que llevaba un documento enrollado.

—Está bien. Pero sabed que si se tratara de una trampa mis hombres no vacilarían en acabar con vos.

—No es ninguna treta. Soy sajón y vengo buscando a Eadric —reiteró el jinete nervioso por poder llegar hasta este y entregar el mensaje que portaba.

—Abrid la puerta.

El crujido de los goznes y el rastrillo al elevarse impacientaron al caballo, que se mostró inquieto en todo momento. Un grupo de hombres armados con picas salieron a recibir al jinete al que acompañaron hasta el interior mientras las puertas de Torquilstone volvían a cerrarse.

El emisario desmontó de un salto dejando su montura al cuidado de otro de los hombres de la guardia. El oficial que se había dirigido a él desde la almena contempló al jinete no sin cierto recelo pese a que hasta ahora no había sucedido nada anormal.

—Está bien. Seguidme.

El recién llegado fue conducido hasta un amplio patio de armas donde diversos hombres se entrenaban; otros comerciaban y los más aburridos se dedicaban a contemplar a los demás.

Eadric permanecía reunido en su amplio salón departiendo con varios miembros de la poca nobleza sajona que los normandos no había arrancado como la mala hierba. La poca que todavía podría florecer y conocer mejores tiempos.

—El príncipe Juan se obstina en subir los impuestos —decía uno de ellos apretando los dientes y golpeando sobre la mesa.

—Sí, pero ¿qué podemos hacer? Apenas si queda dinero entre los sajones para pagarlos —protestó un segundo cuando la puerta se abrió de repente dejando paso al guardia y al misterioso jinete.

—¿Qué sucede? —bramó Eadric con una mirada furibunda a ambos visitantes. Eadric cuyo pelo y barba habían encanecido por el paso del tiempo y los severos rigores de aquella época que le había tocado vivir. Pero todavía conservaba el genio y la raza de la estirpe sajona y no vacilaba en ser el primero en coger una espada para acaudillar a los sajones contra los normandos.

—Este hombre dice poseer noticias del rey Ricardo.

Pronunciar aquel nombre en Inglaterra podía suponer dos cosas: ser acusado de traidor por los normandos, apoyados por el hermano de este, Juan. O bien una tibia esperanza en estos, que no veían el momento de que el legítimo rey regresara a su tierra y todos sus males cesaran de una vez.

—Está bien. Que se acerque.

Eadric se incorporó de su escaño mirando al mensajero con los ojos entrecerrados temiendo lo peor. No terminaba de creerse las historias que circulaban de boca en boca de los comerciantes que llegaban hasta aquellos lugares. Aseguraban que Ricardo estaba en camino y que pronto aparecería para recuperar el trono de Inglaterra. Otros decían que había perecido en el asedio a San Juan de Acre.

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