—¿Y cuándo…?
El taconeo de unos zuecos lejanos, el sonido cada vez más próximo, llegó como respuesta. Era el celador, el calvario comenzaba ya.
Salí en silencio de la habitación y, recorriendo casi todo el pasillo, llegué a la habitación de mi hermano, la 234.
—¿Cómo lo llevas? —le dije con mi mejor sonrisa.
—Bueno, solo regular— me contestó Jorge.
—¿Y eso? ¿Ha sido dura la rehabilitación?
—Joder, Luís, hoy Santi está de descanso, y aunque Pep es un buen profesional, no tiene el mismo tacto, ni me trata con el mismo mimo, ya sabes.
—Ya sabes, es la última fase, y desde el principio sabemos que sería la más dura, por ser la etapa final y por estar cansados. Llevamos aquí muchos meses, lo sé, pero piensa cómo entraste y cómo estás ahora mismo. Sabes que no se daba un duro por ti después de que te cayeras en la obra, y ahora mismo ya te mueves con toda libertad con las muletas. En el gimnasio ya eres capaz de tener cierta independencia y, cuando tus piernas cojan fuerzas, empezaremos a prescindir de ellas. Cambiando de tema, hoy me he atrevido y he pasado a ver al enfermo de 212.
—¿Ese que me dijiste que anda en coma?
—Sí, el mismo. Se llama Raúl, y estando en la habitación ha llegado Rosa.
—O sea, que la sargento te ha pillado in fraganti.
—No la llames así, sabes lo bien que se porta contigo, y conmigo no digamos. Si llega a enterarse, nuestra estancia aquí no sería ni la mitad de cómoda de lo que es.
—No te preocupes, no se me va a escapar delante de ella.
—Es un accidente de tráfico.
—Vaya novedad, todos los que estamos aquí, es por un accidente… y de tráfico la gran mayoría. El hospital está especializado en eso.
—Rosa me dijo que no está en coma, que está sedado.
—¿Sedado?
—Sí, parece ser que le esperan pruebas duras y antes de trasladarlo optaron por dormirle y, si todo va bien, se despertará, cuando el suplicio haya pasado.
—¿Y cuándo empezarán a torturarlo?, porque esto es una tortura, es padecer el infierno en la tierra, y todo para no se sabe muy bien qué. Hay días que sueño con el futuro, con volver a ser el de antes, pero otros… Otros caigo en la cuenta de que ese futuro no será nunca como el de antes y me hace volver a pensar si todo esto merece la pena. Hay días en que desearía que todo se acabara, que nada merece tanto esfuerzo, que la vida no es ningún camino de rosas que merezca tanto dolor y tanta penuria, para un futuro tan incierto.
—Pero somos conscientes de lo mucho que avanzas y ambos conocemos casos, desde que estamos aquí, de otros enfermos que han salido de aquí y su vida tiene un nivel de calidad similar al que tenía antes de la tragedia.
—Luís, ¿cuánto tiempo llevamos aquí?
—Sabes que llevamos 7 meses y 22 días.
—¿Cuántos pacientes tienes en mente, de los que hemos tratado más a fondo?
—No sé, quince, veinte.
—Y dime, ¿cuántos han salido llevando un nivel de vida similar a su vida anterior?
—Bueno, acuérdate de Andrés, el chico de Albacete, o de Basilio, el hombre de Cáceres, que se cayó desde la tercera planta de la obra, o de…
—O de quién. Sabes que, por mucho que trates de recordar, no hay muchos más, los demás seguimos estando aquí, jodidos y amargados, o se han marchado a casa desesperanzados, cansados de tanto pelear para nada.
—Ya veo que hoy no es tu día Jorge, lo ves hoy todo de una manera poco realista.
—Tal vez tengas razón, hoy no es mi día y estoy cansado y machacado.
—¿Quieres que te lea un poco la novela?
—No, pon la tele. Al menos me distraeré un rato, y con un poco de suerte, con el soniquete de fondo, me hecho un sueñecito.
Me acomodé en mi sillón, mirando la calle. Veía a la gente dirigirse hacia el parking del hospital y al fondo, el río. Volví la cara para mirar a Jorge y, tal como sospechaba, descansaba. Estaba con los ojos cerrados y parecía haber pillado ese sueño que tanto le gusta antes de comer. Seguramente al despertar, con el olor a comida que de golpe llena toda la planta, se comería el mundo y le cambiaría el ánimo.
Yo cierro los ojos, y vuelvo a la habitación 212. Se llama Raúl, y está prácticamente todo el día solo. Todo el día, salvo un par de horas por la tarde que viene un hombre de visita.
Entonces miro a Jorge y, sin levantar la voz, le digo.
—¡Eres un afortunado! Tú al menos me tienes a mí, que te cuido, te mimo y velo tu sueño.
Él está solo, no debe de tener a nadie, y lo siento tan desprotegido, tan indefenso, que me dan ganas de abrazarlo.
Mi nombre es Luís, me colé en esta historia de rondón, y por esas carambolas de la vida, terminé siendo uno de los protagonistas.
Soy un chico de provincias, y en mis 27 años de existencia apenas he salido del pueblo, un pequeño pueblo costero de Murcia.
Allí estudié hasta los catorce años y después he ido trabajando en lo que he podido. En principio, en los veranos aprovechando el tirón turístico, y después, buscando una mayor estabilidad, pero casi siempre en el sector turístico. Hace algunos meses pasé una mala racha y al final me fui a trabajar a la construcción con mi hermano Jorge.
Jorge es mi hermano mayor, tiene casi tres años más que yo, y para mí es lo único que tengo en la vida. Vivimos con mi padre, y cómo será nuestra relación con él que ni mencionar su nombre merece.
Jorge siempre ha sido mi protector, mi defensor, y muchas veces, por defenderme y sacar la cara por mí, se ha llevado las brocas y los palos que me tocaban.
Nuestra madre murió cuando apenas tenía diez años. Un maldito cáncer la alejó de nosotros. Bueno, la fatídica enfermedad y la mala vida que el malnacido de nuestro padre le daba.
Desde aquel momento, nuestra casa fue a la deriva durante meses. La falta de comida, de limpieza, de orden nos abarcó por completo.
El caos reinaba en nuestro hogar pero Jorge fue capaz de establecer un plan de acción y fue corrigiendo esta situación tan caótica.
Empezó a trabajar los fines de semana como reponedor en un supermercado de la zona, y así, con el poco dinero que cobraba, estableció un mínimo orden, organizó la casa y las comidas.
Eso nos dio una cierta estabilidad, pero los maltratos psíquicos y físicos no cesaron por ello. Afortunadamente, la casa era de la familia de mi madre, y tan pronto Jorge pudo, controló los gastos de la casa y desde entonces lo llevamos todo al día.
Aunque seamos tres, a la hora de organizar las cosas solo somos dos. Mi padre, con el tiempo, se fue distanciando y desapareciendo por temporadas, para volver cuando menos lo esperábamos en unas condiciones nada optimas, ni de salud ni por supuesto de higiene.
Cuando terminé el colegio, empecé a ocuparme en pequeñas cosas. Fui cajero en el mismo supermercado donde mi hermano trabajaba de reponedor, y esto nos permitió empezar a controlar nuestras vidas y permitirnos ciertos caprichos en la casa.
Con el tiempo, nos dimos cuenta del error, y esto nos llevó a la ruptura total con mi padre, a pesar de seguir viviendo bajo el mismo techo, salvo en sus escapadas.
Mi padre nunca ha tenido un trabajo fijo. Su sueldo siempre ha sido inestable y, de no ser por mi madre y el sueldecito que se sacaba matándose a trabajar limpiando casas de otros, hubiéramos carecido de lo más imprescindible.
En este momento nos encontramos solos los dos. Mi padre, a pesar de los meses que llevamos en el hospital, no ha dado señales de vida y, por instrucciones de Jorge, he cambiado las cerraduras de nuestra casa para que no vuelva a entrar allí mientras no estamos.
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