Fernando Enrique Gilabert Bustos - Las novias

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"El amor enceguece los sentidos y atiborra el corazón", revela Aquiles Capetillo, el personaje que ayuda a hilvanar las historias de tres mujeres conectadas por un destino trágico. Antes de que esto ocurra, tendrá que viajar hasta el río Ñuble, donde misteriosas apariciones lo llevarán a adentrarse en el pasado para desentrañar el motivo que aqueja a los espíritus.
¿Qué tienen en común una joven huérfana que viaja de Polonia a Chile antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial, una secretaria deseosa por salir de la rutina y una muchacha que abandona la cárcel tras cumplir dos años de condena? Aunque provienen de mundos distintos, la ciudad de Santiago será el escenario para que vivan experiencias amorosas que les brindarán alegría, pero también angustia y decepción. ¿Será capaz, el lector, de encontrar el camino que les asegure un final feliz?

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Se miraron en silencio, mientras el Pinino guardaba con cuidado sus destartaladas gafas en el no menos destartalado estuche.

—¿Qué quiere decir eso, don Aquiles? —Manolo se rascó la cabeza.

—Hmm…, es bastante interesante lo que nos ha leído el caballero —respondió el supuesto experto en fantasmas—, nos da una pista de cómo ayudarlas. Están buscando o esperando, sería mejor decir, a que alguien valiente se atreva a tomarlas de la mano y…

—¡Ahhh! —interrumpió Manolo—. Recuerdo que me vieron y estiraban sus brazos, como llamándome. Claro, ahí me arranqué. ¿Usté cree que me estaban llamando para que las ayudara?

—Tal vez, muchacho, tal vez… ¿Y usted qué cree, don Pinino? —preguntó Aquiles.

—Güeno, he leído hartas veces el papelito. Pienso que están esperando, como dice usté, a un valiente que las lleve quizás pah onde a encontrar la felicidad de sus almas. Pero aquí, iñor, ni en otro lugar del mundo, creo yo que haiga un futre tan valiente para tomarlas de la mano.

—Bueno —don Eudocio miró su reloj—, en treinta minutos será medianoche. Si queremos encontrar a las novias, será mejor que nos apuremos.

Muy pronto estaban preparados para partir, incluido el Pinino, quizás el único entusiasta, además de Aquiles, sobre lo que les deparaba al final del viaje.

Debo admitir que yo estaba asustado sin saber por qué. De una forma extraña, la historia tomaba vida propia y escapaba de mi imaginación, partiendo por la inexplicable aparición de Aquiles en medio del relato.

Los cinco personajes comenzaron el viaje bajo la escasa luz de las estrellas. La noche era oscura, quizás demasiado para Panchito y Manolito, quienes no dejaban de orar en voz baja, tal como les había enseñado su abuela Clarisa, en su niñez, para espantar los temores de la noche.

Casi media hora después, el sonido del Ñuble les erizó el cabello de la nuca. El camino había llegado a su fin, una gruesa e inesperada niebla les daba la bienvenida. Bajando una pequeña loma a pocos metros de distancia, estaba la ribera.

—Creo que es mejor que desmontemos y hagamos el resto del camino a pie —dijo don Eudocio—. Manolito, tú y el Pancho dejen los caballos muy bien amarrados en esas ramas grandes.

—Sí. —Aquiles los miró con seriedad—. No sea que los fantasmas se coman a los caballos y nos quedemos a pie sin poder escapar.

Los hombres lo miraron con la boca abierta.

—¡Ahh! Ya pachó, ya pachó, era una broma para relajar el ambiente.

—Güena con el futre pa güeveta. —El Pinino rio con nerviosismo—. Hasta a mí me asustó, iñor.

Luego de amarrar las cabalgaduras, comenzaron a bajar hacia la orilla del río. Un aire extrañamente más frío que el reinante unos minutos atrás parecía dar la bienvenida a los recién llegados, acariciando con sus gélidos tentáculos los rostros de los asustados hombres. De pronto, Pancho dio un salto.

—¡Virgencita! ¡Mi-mi-miren allí! —Apuntó con el dedo hacia unas tupidas ramas en la otra orilla.

Los asustados hombres dirigieron la mirada hacia el lugar. Frente a sus ojos, en la ribera contraria, las figuras de tres mujeres, iluminadas por la luz de una casi ausente luna, los miraban en silencio, como si aguardaran una cita concertada. Los recién llegados se acercaron en silencio a la orilla del río, las palabras estaban de más en ese momento; aunque hubieran querido pronunciar alguna, ninguno se habría atrevido a hablar.

De forma inconsciente, se agruparon. La niebla comenzó a envolver el lugar, mientras los tetéus emprendían el vuelo sobre la escena cantando una fúnebre letanía. Aquiles se acercó a las siluetas que lo miraban sonriendo, al tiempo que extendían sus delgados y delicados brazos hacia él, invitándolo a meterse en las oscuras aguas del Ñuble. Las miró en silencio, su rostro se humedecía de sudor y brillaba con los escasos rayos de la luna.

—¡No! No vine a bañarme, la noche está muy fría y no traje mi toalla; además, me está esperando una parrillada en la posada.

Me quedé con la boca abierta, yo no habría sido capaz de contestar algo así a tres, digamos, apariciones, en el mejor de mis libros.

El Pinino buscó con nerviosismo la cantimplora atada a su cintura y bebió un trago de aguardiente mirando a don Eudocio.

—Aunque el colesterol me suba hasta las nubes, creo que esto requiere un trago urgente.

—Sí. —Don Eudocio estaba tan asustado como él.

Aquiles, un par de metros más adelante, se sentó sobre una roca y miró fijamente hacia la ribera de enfrente. Las tres mujeres se acercaron a la orilla, flotaron sobre las oscuras aguas como si fueran delicados pétalos hasta llegar a donde el hombre se hallaba sentado. Sus rostros eran tan blancos como el papel, sus delicados cuerpos resplandecían en la oscuridad de la noche con una extraña y tenue luz fluorescente, convirtiéndolas, en la mente de quienes estaban allí, en presencias similares a las hadas sacadas de los cuentos infantiles.

Lejos de infundir el temor que habíamos experimentado al comienzo, mirar más de cerca esos rostros llenos de una mágica belleza calmó el corazón de los presentes y, de alguna manera, también el mío. Un extraño sentimiento embargó de pronto mi ser, mientras las tres mujeres se acercaban.

Golpeé de forma nerviosa la pantalla del computador.

—¡Aquiles, Aquiles! ¿Me escuchas? Sé prudente con lo que harás, por favor, no es momento de hacer una de tus acostumbradas bromas.

Aquiles se cubrió con disimulo la boca con la mano derecha, antes de responder en voz baja:

—No te preocupes, huachín, no tengo la menor intención de meter la pata. Quiero saber tanto como tú, qué está pasando.

La tristeza que transmitían los ojos de aquellas extrañas mujeres partía el corazón de quienes tuvieran la valentía de mirarlas. Aquiles sacó un arrugado pañuelo de su bolsillo y se secó la frente, mientras ellas se sentaban en el húmedo pasto frente a la piedra. Don Eudocio buscó en su bolsillo y, tras sacar un rosario, lo apretó con fuerza, observando a los muchachos; ellos oraban desde hacía mucho rato, abrazados a los pies de don Eudocio y sin perder de vista lo que alcanzaban a distinguir entre la niebla.

Aquiles aguardó en silencio durante algunos instantes, su experiencia le decía que debía esperar. De pronto, una de las muchachas habló, mientras las otras posaban sus ojos sobre ella:

—Afuerino, veo que no nos temes como los hombres de este lugar. Por tus ropas intuyo que no eres de aquí. ¿Qué quieres de nosotras?

Aquiles se puso de pie y caminó alrededor de las muchachas.

—Sí, no soy de acá. He venido llamado por esta buena gente para saber de ustedes, a lo mejor puedo ayudarlas de alguna manera, si es que me lo permiten.

—¿Y cómo puedes ayudarnos? Nuestro tiempo en esta vida pasó.

Aquiles giró la cabeza para mirar a sus amigos. El Pinino buscó con nerviosismo entre sus ropas, extrajo de su bolsillo el papel que había leído en el campamento y lo levantó.

—Acuérdese de esto, iñor.

Aquiles levantó su dedo pulgar y se acercó a las mujeres.

—Sé que ustedes necesitan de alguien que las acompañe a una parte de su pasado, ¿cierto?

Ellas se miraron sin decir palabra. Luego, la mujer que estaba sentada más atrás se incorporó para acercarse a Aquiles sin dejar de mirarlo a los ojos; su expresión era de súplica.

—¿Eres tú aquel que hemos esperado durante tantos años? Nadie se ha atrevido siquiera a mirarnos más que unos segundos, antes de escapar despavorido sin dirigirnos la palabra. Antes que tú, afuerino, ese hombre que te acompaña ha sido el único que compartió algunas frases con nosotras. Sin embargo, su valentía no fue tan fuerte para esperar que le contáramos nuestra triste historia.

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