Fernando Enrique Gilabert Bustos - Las novias

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"El amor enceguece los sentidos y atiborra el corazón", revela Aquiles Capetillo, el personaje que ayuda a hilvanar las historias de tres mujeres conectadas por un destino trágico. Antes de que esto ocurra, tendrá que viajar hasta el río Ñuble, donde misteriosas apariciones lo llevarán a adentrarse en el pasado para desentrañar el motivo que aqueja a los espíritus.
¿Qué tienen en común una joven huérfana que viaja de Polonia a Chile antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial, una secretaria deseosa por salir de la rutina y una muchacha que abandona la cárcel tras cumplir dos años de condena? Aunque provienen de mundos distintos, la ciudad de Santiago será el escenario para que vivan experiencias amorosas que les brindarán alegría, pero también angustia y decepción. ¿Será capaz, el lector, de encontrar el camino que les asegure un final feliz?

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Don Pepe se quedó en silencio por unos instantes, mientras le miraban con los ojos y la boca abiertos.

—¿Y qué les voy a decir? Ni yo mismo sé muy bien qué son las apariciones. Los abuelos cuentan que eran tres mujeres relindas que murieron de amor por culpa de tres malvados que las enamoraron y nunca volvieron por ellas. Nada más sé yo.

—¿Y eran parientes ellas? —preguntó don Eudocio.

—No —respondió de forma ceremoniosa don Pepe—, llegaron de forma separá pa este lugar, de vacaciones según dicen, pa un verano. Doña Juana, la cocinera, es media bruja y dice que cada una venía escapando de la pena de amor que la atormentaba. Por lo que cuentan, las pobres se ahogaron intentando atravesar el río en una balsa para ir a su alojamiento. Claro que eso fue muchos años atrás, estos cabros de moledera ni siquiera habían nacido.

—¿Y por qué aparecen? ¿Qué quieren?

—La verdad, naiden ha sido tan valiente para preguntarles. Solo aparecen en las noches de luna llena como la anterior; en algunos casos, los viernes al atardecer como hoy.

—Lo que es yo —dijo Pancho, el más ladino de los hermanos Cerda—, nunca más paso por ahí, aunque los caballos se recuezan de sed.

—¡Ni yo, hermano! —exclamó Manolo—. Ni yo, si casi me hice en los pantalones.

—Ya, cabro —rio don Eudocio—. No es para tanto, un pedazo no te sacarán las chiquillas, por muy animitas que sean, ¿verdad, don Pepe?

—Verdad, iñor. ¡Salud!, esta la invito yo.

Un rato después, los hermanos Cerda (Pancho, el menor, un muchacho gordo y rozagante, y Manolito, el mayor, flaco como el alambre) salieron de la posada acompañados de don Eudocio rumbo al fundo de don Patricio, su padre. Eran cerca de las diez de la noche y la jornada había sido dura para los tres. El fundo El Verita demandaba mucho trabajo, poseía varias hectáreas que debían cubrir a diario arriando el ganado, arreglando las cercas y verificando que todo marchara bien aquí y allá.

Don Eudocio, el administrador y amigo de la infancia del padre de los hermanos, cabalgaba en silencio detrás de los dos muchachos, mientras ellos parloteaban y reían para hacer más corto el viaje. En la cabeza de don Eudocio una idea daba vueltas: “¿Será verdad lo que contó don Pepe? ¿El Manolito tuvo una alucinación?”. De pronto, se detuvo.

—¿Saben, cabros? Tengo un amigo en Santiago que es entendido en estas cosas de los fantasmas y las apariciones, me gustaría llamarlo para que venga… Como entendido en esto, a lo mejor nos puede explicar qué viste, Manolito.

—¿Y usté cree que venga pa acá su amigo, don Eudocio? —Pancho detuvo el caballo.

—Bueno, él pertenece a un grupo que estudia esas cuestiones, no me cuesta nada mandarle un telegrama la próxima vez que vaya al pueblo.

—Sí, don Eudocio —respondió Manolo—, no estaré tranquilo hasta que venga su amigo. Por si acaso, no pasaré más por ese lugar alejado de la mano de Dios.

Durante dos semanas en el fundo apenas se tocó el tema. Los muchachos tenían prohibido de manera expresa acercarse después de la puesta de sol a las orillas del río Ñuble, en especial los viernes. Manolo le había pedido a su hermano y a don Eudocio no mencionar el tema delante de su padre; en realidad, nadie sabía a ciencia cierta por qué, o bien todos lo sabían de alguna manera y ninguno lo comentaba a viva voz.

La aparición de las novias durante las noches de luna llena había sido un secreto a voces en la región. Durante años, la mayoría de los hombres del pueblo habían sido testigos de la extraña aparición. Por generaciones, fuera verdad o mentira, verdad o parte de los acostumbrados cuentos tradicionales del campo chileno, algo había sucedido en aquel lugar.

En eso pensaba don Eudocio mientras se dirigía al pueblo, enviado a comprar algunos metros de alambre de púas para reparar una cerca rota. Una vez llegado, y luego de refrescar la garganta en la taberna de don Pepe, se dirigió a la oficina del telégrafo y envió un mensaje a su amigo en la capital.

El telegrama fue escueto:

Estimado amigo, creo que aquí hay un caso de esos que a ti y a tus compañeros les gustaría investigar. Espero respuesta urgente.

—Alejandro —dijo después de pagar el mensaje—, al final del día volveré por si hay una respuesta.

—No se preocupe, estaré atento.

Después de hacer las compras encargadas por su patrón, don Eudocio se dirigió a la oficina del telégrafo, donde lo esperaba el dependiente.

—Don Eudocio, qué bueno que llegó, me estaba aprontando para ir a buscarlo por ahí antes de irme a mi casa. Le han llegado tres mensajes de la capital en repuesta al suyo y parece que es urgente, vea.

Don Eudocio tomó los papeles que le entregaba Alejandro y leyó con atención:

Amigo Eudocio, me interesa sobremanera lo que dices, pero en estos momentos estoy metido de cabeza en una investigación; sin embargo, un muy buen amigo mío va saliendo hacia allá, le di instrucciones de que se hospedara en el pueblo y preguntara por ti. Creo que llegará a más tardar en dos días. Saludos, amigo mío.

—Dos días —musitó don Eudocio, mientras doblaba con cuidado el papel y pagaba al telegrafista.

“Bien, dejaré instrucciones en la posada para que me avisen apenas llegue”. Después de hablar con don Pepe y de refrescar la garganta, don Eudocio regresó al fundo. Estaba ansioso por contarles la buena nueva a los muchachos. “Al fin alguien entendido en esos cuentos —como él los llamaba— aclarará lo que sucede en el pueblo”.

El martes temprano, tras obtener el permiso de don Patricio, los tres enfilaron hacia el pueblo, pues a lo largo del día llegaría el enviado de su amigo. Don Eudocio estaba más nervioso que los muchachos, aunque lo disimulaba.

Al pasar por el telégrafo, el encargado salió presuroso de la oficina.

—¡Don Eudocio, don Eudocio! Tengo un telegrama para usted, llegó ayer en la mañana.

Manolito detuvo la carreta y don Eudocio se bajó presuroso, mientras Alejandro llegaba jadeando y agitando un papel. En el trayecto, se dio un fuerte cabezazo en el lomo de uno de los caballos; un segundo después, se acomodaba las gafas.

—¡Vamos, muchacho! —exclamó don Eudocio—. ¿Qué dice el telegrama?

El joven terminó de acomodarse y leyó con voz pausada:

Don Eudocio, por favor espéreme cerca de la una de la tarde, llegaré a la posada a almorzar. Allí estaré a su entera disposición después de comerme un plato gigantesco de interiores de chancho, mi gran debilidad, acompañado con uno de esos mostos que hacen famosa a la región. Atentamente, AC.

—¡Vaya! Si ese señor no descubre algo, lo cierto es que me va a dejar en la ruina... ¿Qué hora es, Pancho?

—Van a ser las doce.

—Bien, el caballero enviado por mi amigo llegará como a la una, vamos a esperarlo a la posada.

Poco tiempo después, los tres estaban sentados a una mesa saboreando un buen trago para matar el calor. Don Eudocio miró la hora, el reloj marcaba un poco más de la una de la tarde, el enviado de Santiago estaba por arribar si el tren había respetado su itinerario.

La posada estaba llena, la noticia se había esparcido por los rincones y los presentes miraban en silencio hacia la mesa de los recién llegados.

“Vaya —pensó don Eudocio—, en un pueblo chico, un secreto cabe en un dedal. Seguro ese Alejandro boca de tarro no pudo mantenerse callado. En cuanto lo pesque le voy a dar una lección que no olvidará el resto de su vida”. Con nerviosismo, volvió a mirar su reloj.

—¿Usted cree que su amigo va a venir? —Pancho engullía un par de prietas con ají embutidas en un pedazo de pan amasado.

—Sí, poh, don Eudocio —dijo Manolito—, me estoy poniendo nervioso con tanto mirón. Seguro que todos están en la misma que nosotros, pero mire, ninguno se atreve a decir algo.

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