Don Eudocio guardó silencio y bebió su cerveza.
Luego de varios minutos que parecieron eternos, la puerta se abrió y una voz proveniente de la calle hizo que levantaran la vista y miraran hacia la entrada con sobresalto. Un afuerino, envuelto de pies a cabeza en una capa negra, tan negra como el gran sombrero que le cubría el rostro, apareció en el marco de la puerta vociferando:
—¡¡De pie!!
Los presentes se quedaron en silencio con la boca abierta y sin pronunciar palabra, ni siquiera don Pepe o don Eudocio. El extraño entró a la posada y se sacó el sombrero con una sonrisa.
—¡Ahh, ya pachó, ya pachó! ¿Quién de ustedes es don Eudocio?
“…¿Qué? No, no lo puedo creer… No, no puede estar sucediendo…”. El extraño personaje que había traspasado la puerta ¡era Aquiles Capetillo!
“No, no puede estar sucediéndome esto. Estoy trabajando en una novela, debo tener visiones producto del agotamiento después de varias horas escribiendo. La primera vez, algunos días atrás, a lo mejor fue producto de la botella de mango colada que estaba bebiendo, pero ¿ahora?”. Tomé un trago más y continué escribiendo.
Don Eudocio se levantó y se dirigió al recién llegado para invitarlo a la mesa.
—Venga, mi amigo, soy la persona que lo está esperando. Venga, siéntese con nosotros… ¡Don Pepe, tráiganos ese pastel de choclo especialidad de la casa, nuestro invitado debe venir muerto de hambre!
El afuerino notó que los presentes lo miraban en silencio, así que se dirigió a don Pepe en voz alta:
—Amigos, mi nombre es Aquiles Capetillo. Caballero, sirva a mi nombre una copa de vino a los amigos presentes, por favor, un buen vino alegra la vida.
Los parroquianos se pusieron de pie, el hielo se había roto. Un segundo después, se acercaron para saludar al recién llegado.
Dejé de escribir durante algunos instantes. Lo que estaba viendo, o lo que estaba escribiendo, escapaba a mi propia imaginación. Debía aclarar lo que sucedía, sí, hablaría con Aquiles; sin embargo, en ese momento se hallaba rodeado de personas, ficticias al fin y al cabo, pero con las cuales no podía conversar.
Don Pepe ordenó a los mozos que sirvieran el vino y se acercó pronto a la mesa con una gran bandeja llena de humeantes pailas de greda. Pancho se relamió ante la visión de la comida.
—Hmmm, tanta espera me estaba dando hambre. Una horita más, don Aquiles, y no habría resistido.
—¡Salud por eso! —El santiaguino bebió hasta el fondo el vaso de vino tinto que tenía a su lado.
Un rato después y pasada la novedad, los parroquianos conversaban de forma discreta, preocupados por sus propios asuntos. Mientras tanto, don Eudocio y los hermanos Cerda esperaban con paciencia a que el visitante terminara su tercer pastel de choclo y su quinto vaso de vino.
—¡Ahhh…! —exclamó Aquiles Capetillo—. ¡Exquisito, delicioso, un manjar!
—Salud, salud. —Don Eudocio chocó el vaso con el de su invitado.
Aquiles Capetillo bebió con lentitud, luego miró a sus anfitriones antes de hablar con voz ceremoniosa:
—¿Y bien? Nuestro mutuo amigo, don Eudocio, me dijo que usted estaba bastante preocupado por algunas cosas raras que suceden en este lugar. Apariciones, ¿verdad?
Pancho se puso nervioso y engulló de un solo mordisco medio pan amasado con el pebre que quedaba en el plato; por su parte, Manolo se puso tan pálido como aquella noche en que vio a las novias.
—Bueno —dijo don Eudocio—, aquí en el campo, como usted sabe, existen leyendas y cuentos sobre apariciones de ánimas, almas en pena, apariciones del Mandinga…
—¡… y de tesoros enterrados! —interrumpió Aquiles.
—Así es. Al parecer, algo de eso está pasando por aquí…
—Sí, don Aquiles —el nerviosismo de Manolo era evidente—, ¡las vi con mis propios ojos!
—¿Viste a quién?
—A-a-a…
—¡Vamos, chiquillo de moledera! —dijo don Eudocio—. ¡Respóndele al caballero!
Manolo se persignó y cerró los ojos antes de hablar.
—Vi a las novias, oiga, don caballero.
—¿Y quiénes son ellas? —Aquiles dirigió la mirada hacia don Eudocio.
—Eso es lo que queremos saber, mi caballero. La gente dice que son tres mujeres que murieron en el río Ñuble con una pena de amor en sus corazones; por eso aparecen en las noches de viernes.
—¿Y usted sabe de esas cosas de los fantasmas? —preguntó Pancho.
—¡Uf! —Aquiles lo miró a los ojos—. Estuve a cargo de innumerables investigaciones sobre aparecidos en Perú y Bolivia. Hasta en Paraguay investigué.
Cuántas veces había escuchado acerca de sus viajes en la agencia de publicidad donde trabajábamos. Sin embargo, estaban relacionados con nuestra labor, pero ahora Aquiles estaba delante de mis ojos, contándole a mis personajes sobre esos mismos viajes, aunque relacionándolos con fantasmas.
Los muchachos se quedaron con la boca abierta, pero don Eudocio conservó la compostura.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Lo primero es dejar pedida una buena parrillada para la noche.
Don Eudocio se rascó la cabeza. Sí, tal como había anticipado, su invitado lo dejaría en la ruina.
—¿Qué día es hoy, don Eudocio?
—¿Hoy? Viernes, ¿por qué?
—¿Por qué cree que llegué hoy, amigo Eudocio? Según lo que estuve investigando en Santiago, hoy es el día en que las novias visitan la ribera del río… ¿Cuándo las viste, muchacho?
—Bueno —respondió Manolo—, el viernes, don Aquiles. Sí, recuerdo que don Pepe lo dijo cuando le contamos, ellas siempre aparecen los viernes.
—Pues bien, don Eudocio. —Aquiles se levantó de la mesa—. Después de acomodar mis cosas en la habitación y de dormir una reponedora siesta, pretendo que me acompañen al lugar donde han visto a las chiquillas. Si han de aparecer, pretendo estar allí y conversar con ellas.
—¿No-no-nosotros? —balbuceó Pancho entre dientes—. ¿A-acompañar a su merced pa allá? ¿Pa’l río?
—No tendrán miedo a los fantasmas unos muchachos grandes y peludos como ustedes, ¿o me equivoco, don Eudocio?
—Ah, iñor. De estos cabros de moledera me encargo yo, don Aquiles. Mire que venir a aconchárseles el meao ahora.
Los hermanos se miraron antes de persignarse al mismo tiempo, mientras Aquiles le guiñaba un ojo a don Eudocio. Luego, se dirigió a su habitación a dormir la esperada siesta.
Los muchachos se quedaron en silencio mirando a don Eudocio, sabían que les esperaba un reto grande. Él los observó a su vez durante varios minutos, sin decir agua va, hasta que finalmente soltó el doblao.
—Miren, cabros de porquería, mucho me costó convencer a su papá de que era mejor para el pueblo que alguien entendio en la cuestión de las apariciones viniera a investigar qué está pasando. Su papá es el propietario del fundo más grande por acá, es muy importante para él que sus hijos ayuden a descubrir el misterio. No voy a ser yo quien le diga que sus hijos, el orgullo de su sangre, no quisieron ir porque se cagaron de miedo en los pantalones. ¿Está claro?
Los muchachos guardaron silencio unos instantes hasta que Manolo, con una sonrisa, levantó su vaso mirando a su hermano menor, mientras lo pateaba por debajo de la mesa.
—No, don Eudocio, nosotros vamos hacia donde usted nos diga, ¿cierto, Panchito?
—Sí, cierto, hermano. —Pancho se atragantó con la última prieta del plato.
—Muy bien. Eso es lo que quería oír de ustedes, mis muchachos queridos. Ahora es preferible que le pidamos una habitación a don Pepe. La noche será muy larga y es mejor que estemos bien despiertos para acompañar al caballero.
Un rato después, los tres se acomodaban en una habitación para dormir la siesta, los hermanos en una litera y don Eudocio en una mullida cama junto a los muchachos.
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