Fernando Enrique Gilabert Bustos - Las novias

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"El amor enceguece los sentidos y atiborra el corazón", revela Aquiles Capetillo, el personaje que ayuda a hilvanar las historias de tres mujeres conectadas por un destino trágico. Antes de que esto ocurra, tendrá que viajar hasta el río Ñuble, donde misteriosas apariciones lo llevarán a adentrarse en el pasado para desentrañar el motivo que aqueja a los espíritus.
¿Qué tienen en común una joven huérfana que viaja de Polonia a Chile antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial, una secretaria deseosa por salir de la rutina y una muchacha que abandona la cárcel tras cumplir dos años de condena? Aunque provienen de mundos distintos, la ciudad de Santiago será el escenario para que vivan experiencias amorosas que les brindarán alegría, pero también angustia y decepción. ¿Será capaz, el lector, de encontrar el camino que les asegure un final feliz?

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¿Y Aquiles? De alguna forma tenía que hablar con él. No, no podía aparecer como Pedro por su casa en una historia en que era obra y potestad mía decidir quiénes podían existir y quiénes no. Mi amigo Aquiles no estaba en mis planes.

Esperé un rato frente al computador sin saber qué hacer. Él no estaba en mis cálculos ni en los personajes que tenía planeado, así que no sabía cómo manejarlo. ¿Y si…? ¡Claro, eso era! De alguna forma, Aquiles interactuaba con los personajes de acuerdo con la manera en que yo iba escribiendo la historia. ¡Sí, al parecer, esa era la clave! Me dirigí hacia la habitación donde don Pepe había alojado a mi amigo. Claro, como soy el autor del libro, entré sin golpear la puerta; después de todo, era bueno ser el escritor.

Entré a la habitación. Sobre la cama, Aquiles dormía con placidez. Golpeé con el dedo la pantalla del computador, tic, tic, tic.

—¡Aquiles, Aquiles, despierta!

Aquiles abrió un ojo. Al darse cuenta de que era yo quien hablaba, se sentó sobre la cama.

—¡Huachín, sé lo que me vas a preguntar.

—Sí, ¿qué estás haciendo aquí? No puedes… no debes estar aquí así, feliz de la vida en una historia que estoy escribiendo. No, no puede ser. Existes en la vida real, los personajes con los que convives son parte de mi imaginación.

—Pero huachín, yo tampoco sé muy bien por qué estoy aquí, estoy tan confundido como tú. Para mí esto es tan real como que conversamos tú y yo ahora. Hace dos días recibí un correo tuyo, decía que viniera a este pueblo y aquí estoy.

—¡No te he escrito un correo! Estoy en mi casa de vacaciones, lo que menos quiero es saber de la oficina.

Alguien golpeó la puerta, distrayendo nuestra conversación.

—¡Don Aquiles, son las diez de la noche, es hora de que emprendamos la marcha!

Don Eudocio estaba detrás de la puerta. Durante algunos instantes, nos quedamos en silencio.

—Vamos —golpeé la pantalla—, contesta de una vez, antes de que sospeche algo.

—¡Voy, don Eudocio! ¡En unos minutos estaré con usted!... ¿Y qué quieres que haga ahora?

—Bueno —respondí sin saber qué decir—, sal, te está esperando.

Aquiles se vistió con una gruesa parka y unos mullidos bototos antes de abrir la puerta y salir.

Al cabo de un rato, don Eudocio, los muchachos y Aquiles montaron sus cabalgaduras para dirigirse al río Ñuble. La noche era oscura, ninguno había visto en el calendario que era Viernes Santo, el día en que sí o sí, las novias estarían esperando a quienes se atrevieran a visitar la ribera.

La noche estaba iluminada por una gran luna llena. Los cuatro jinetes viajaron en silencio. Adelante iban don Eudocio y Aquiles, quien protestaba a regañadientes debido a su aversión a los caballos... Sí, recuerdo muy bien un paseo junto a los clientes de la oficina, Aquiles casi se murió de miedo al montar por obligación un caballo durante un paseo en el Cajón del Maipo. Más atrás estaban los hermanos Cerda: Manolito en silencio, acariciando las crines de su yegua, y cerraba la fila Panchito, masticando un gran trozo de charqui, para según él, apaciguar los nervios.

Al cabo de treinta minutos de viaje en completo silencio, una luz a poco más de media legua les llamó la atención.

—¡Una animita, don Eudocio! —Pancho se persignaba sin parar.

—¡Ah, cabro de moledera! ¿No ves que es una fogata? —A pesar de sus palabras, no estaba muy convencido.

—¿Una fogata? —preguntó Aquiles—. ¿En este lugar y a estas horas?

—Bueno, vamos a ver de qué se trata.

Continuaron cabalgando en silencio hasta el lugar. Al llegar, vieron que junto a una fogata estaba sentada una figura conocida.

—¡Don Pinino! —exclamaron los tres lugareños a coro.

Cobijado por la hoguera se encontraba el personaje más conocido de la región, llamado el Pinino. Tenía cerca de cien años a cuestas, pero la vitalidad de un mocoso de quince; era cuentero y rajadiablos como el que más, amigo de los buenos y los malos, pues hacía pacto con Dios y el diablo. Su fama en la zona se debía a que estaba allí antes de que se fundara el pueblo, nadie sabía desde hacía cuántos años. Tenía el cabello canoso, era de baja estatura y poseía una gran panza, producto de la buena comida preparada por sus exiguas manos de excelente cocinero.

—¿Qué hace usted aquí, iñor? —Don Eudocio, sorprendido, se bajó del caballo.

El Pinino levantó su cantimplora repleta de aguardiente y bebió un trago, tomándose el tiempo necesario para contestar. Aquiles se rascó la cabeza, mientras se acercaba al calor del fuego para calentar la que, a esas alturas, era su helada humanidad.

—Güeno, escuché que el futre este venía a averiguar el misterio de las novias. Y güeno, ¿quién mejor que yo, poh, don Eudocio, pa guiarlo en esta cuestión de la investigación? Las he visto varias veces en estos años, a mí no me vienen ná con cuentos, hasta he hablado con ellas, así que puedo ayudar al caballero.

Aquiles saltó como si tuviera un resorte.

—Bueno, está de más decir dónde. —Se acercó al Pinino—. ¡A ver, huachín! ¿Qué sabe usted de las apariciones? ¿Quiénes son? ¿Por qué aparecen? ¿Qué quieren? Recuerdo que cuando estuve en Paraguay y Perú había…

—Ahhh —interrumpió el Pinino—, déjeme hablar a mí, poh, iñor.

Los hombres se miraron antes de sentarse alrededor de la fogata. Los hermanos Cerda se ubicaron uno muy junto al otro; a su izquierda, don Eudocio y a la derecha, Aquiles.

—Güeno, así está mejor. Como les iba diciendo, estas chiquillas solo quieren encontrar la felicidad para marcharse.

—¿Cómo encontrar la felicidad?

El Pinino bebió un largo sorbo de su cantimplora al oír la pregunta de Aquiles. El resto de los hombres se limitaron a mirarlo con atención.

—Güeno, me dijeron que algún día llegaría el momento en que el tiempo para ellas retrocediera. A partir de ahí, todo sería diferente y entonces podrían marcharse en paz. Claro está, siempre y cuando encontraran la felicidad perdida en ese viaje al pasado.

—¡Pero eso no se puede hacer, huachín!

—En eso está errado, mi caballero. —El Pinino lo miró con seriedad—. Recuerde usté que también se supone que los fantasmas no existen, pero aquí en el campo todo puede suceder.

—¿Qué quiere decir, caballero? —Aquiles se secó la frente.

—A ver, cabrito —miró a Pancho—, déjate de comer y échale más leña al fuego.

Pancho se levantó como una flecha, guardó el pan amasado en el bolsillo y procedió a alimentar con leña la fogata.

—Güeno, una vez, varios años atrás, les pregunté. Una de ellas dijo algo que no entendí en ese momento, pero algunas cosas he aprendido de tanto caminar por la vida, iñor.

—¿Y qué le dijo? —preguntó don Eudocio.

—Güeno, como era recontraenredá la cuestión, la escribí en un papel. Mire, don Eudocio, lo he llevado conmigo desde ese tiempo.

—¿Y por qué no le contó a alguien esto del papel, iñor? —intervino Manolo.

—¿Quién le va a creer a un viejo vagabundo, cabrito? Si no me creyó mi compadre Julián, mi amigo del alma, menos lo haría la gente del pueblo. No, cabrito, mejor que no. Pero como este caballero parece creer en las apariciones, me da confianza contarle. A lo mejor, él puede ayudar a las chiquillas esas.

—Gracias por su confianza, don Pinino.

—¿Y el papel? —preguntó don Eudocio.

—¡Ah, sí! —El Pinino acomodó unas viejas y destartaladas gafas—. Güeno, no soy muy letrao en esta cuestión de la escritura, pero algo así fue lo que escuché: “De la mano de quien crea en nosotras, hemos de volver…”.

—¿Volver?

—Sí, eso, don Eudocio. Y sigue: “… a buscar ese amor perdido donde quedó atrapado nuestro corazón. Solo si lo encontramos, nuestro corazón descansará en paz por el resto de los días. ¿Serás tú el valiente que ha de acompañarnos en esa búsqueda?”.

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