1 ...8 9 10 12 13 14 ...17 Mi turno. Es curioso. Yo no estoy nerviosa. Al fin y al cabo, lo tengo todo. Solo puedo esperar cosas buenas, sobre todo ahora, con mi estrella de la suerte. Tomo asiento y la anciana me mira y observa de nuevo mi amuleto, al igual que la rosa que llevo enganchada ahora en mi pelo. Se concentra mucho, como si al hacerlo, entrase en una especie de trance más profundo.
–El Diablo…, la Muerte… y la Rueda de la Fortuna.
La anciana dice esto y se queda en silencio. ¿El Diablo? ¿La Muerte? Estoy temblando. Miro a la anciana impaciente por escuchar lo que me tiene que decir. Ella se mantiene serena. Levanta su rostro hacia el mío.
–Engaños, cambios, pérdidas…
Yo ya no puedo dejar de temblar. La angustia crece en mí a pasos agigantados. Creí que solo iba a contarnos lo bueno. Mi vida es buena, esto no puede ser cierto…
–Y la Rueda de la Fortuna. Si escuchas a la madre y sigues a la luna, el orden, el universo, el cosmos se abrirá a ti y juntos seréis uno fuerte e invencible. Ya fuiste luchadora antes, hace muchos años, en otra tierra…, donde naciste hermosa y fuerte. No te niegues a ti misma, y los demás no podrán negarte. Sigue tu estrella aunque tengas que ir lejos, muy lejos.
¿Qué? ¿Qué está pasando? Me he quedado sin habla. Tengo frío y una sensación curiosa. Vértigo, incluso náuseas. Engaños, pérdida… ¿ese mensaje?
–Esa carta, la Muerte. ¿Va a morir alguien?
–Esta carta supone cambios, no una muerte como tal. Escucha a tu corazón, sigue tu instinto y recuerda, ayuda a la luna y escucha a la madre.
–Gra… gracias. ¿Cuánto le debemos, señora?
–Nada.
–¿Nada?
–Solo intento ayudar a las almas perdidas. Mi recompensa es su felicidad. –me dice cariñosamente.
No entiendo nada. ¿Qué habrá querido decir con eso? Tal y como pronuncia esas palabras, la anciana suspira, dice que está muy cansada y que debemos marcharnos. Así que nos marchamos. Inés, contenta. Carmela, igual que entró, y yo, angustiada.
Juntas nos dirigimos en silencio a la posada y nos tomamos una jarrita de vino con unas tapitas de queso, cada una sumida en los pensamientos provocados por las palabras de la anciana. “Si escuchas a la madre y sigues a la luna, el orden, el universo, el cosmos se abrirá a ti y juntos seréis uno fuerte e invencible”. ¿Qué significa?
Lo que iba a ser una tarde animada con mis amigas, se ha convertido en toda una velada de misteriosos encuentros. El hombre de la rosa, la joven de las flores, la anciana del Oráculo de Delfos, el mensaje de texto advirtiéndome sobre Fernando… De repente, la ansiedad empieza a apoderarse de mí.
–Chicas, yo he de volver al Oráculo de Delfos. Necesito aclarar lo que me ha dicho esa anciana.
–A mí me ha dicho que seré madre –susurra Inés.
–A mí me ha dejado igual –comenta Carmela.
–Yo necesito volver –les repito.
Mis amigas parecen notar mi nerviosismo y asienten. Las tres nos levantamos, y casi en una especie de levitación llegamos al lugar de antes, pero la carpa no está.
Un agente de seguridad de la zona se acerca a nosotras al ver nuestra incertidumbre.
–¿Puedo ayudarlas en algo, señoras?
–El Oráculo de Delfos que estaba aquí. ¿Qué ha pasado?
–¿Cómo? No, deben estar confundidas. Aquí no había nada.
–Pero… estaba aquí. Era una carpa de adivinación –comenta Inés.
–No se ha incorporado ninguna carpa de adivinación al mercado.
–Pero hemos estado aquí hace solo una hora –insisto.
–No lo tomen a mal señoras, pero vienen de la posada, ¿cierto?
–¿Qué insinúa? –pregunta Carmela aumentando el tono de voz ante nuestra cara atónita.
–Tal vez bebieron de más.
–¡Menuda falta de respeto! –grita mi cuñada.
–Mis disculpas, señoras. Pero en serio, pregunten a quien quieran. Ese Oráculo que ustedes dicen, jamás ha estado aquí.
Qué bien me siento en este lugar. Estoy sentada en la pequeña ladera de un río. Tengo los pies descalzos, sumergidos en el agua, y me siento muy relajada.
Comienzo a balancearlos, adelante y atrás, adelante y atrás. Me fijo en mis uñas. ¿Están pintadas de rosa? No recuerdo desde cuándo no me pinto las uñas de los pies y menos de ese color. Me fijo mejor en ellos. Son bonitos y muy pequeños. ¿Me han encogido los pies? ¿Y las piernas? Ello me da risa y esta sale de mi garganta produciéndome cosquillas y sorprendiéndome. Suena rara. Muy rara. Me pongo de pie y me miro el cuerpo. ¡Soy una niña! Visto un mono vaquero. Me asomo con cuidado al río y miro mi reflejo en el agua. ¡Sí, soy una niña! Llevo unas coletas y unos lazos rojos.
En el reflejo otra persona se une a mí. Es un anciano. Me mira y me sonríe con una ternura increíble.
Entonces empieza a hablarme y no entiendo lo que me dice. Debe ser bonito, porque su rostro es muy amable, pero no puedo entenderlo y me desespero un poco. Entonces resbalo con una de las piedras y a pesar de que el anciano intenta cogerme, termino cayendo al agua. Una especie de murmullo suave roza con suavidad mi oído. Lo último que puedo ver antes de que todo se vuelva oscuro es un extraño cartel de madera con unos símbolos muy raros grabados en él. Una mano fuerte me agarra y tira de mí, mientras yo pataleo. De pronto siento mucho miedo.
Y entonces vuelve la luz al despertarme. Otra vez ese sueño. No es la primera vez que me ocurre, pero sí es cierto que ya hacía tiempo que no lo tenía. Supongo que la anciana me dejó ayer algo preocupada. Cada vez que estoy muy nerviosa, o preocupada, el sueño se repite.
Me siento en la cama y veo que Fernando aún duerme. Miro el despertador de la mesita. Son las ocho. ¡Y hoy es sábado! ¡Las niñas no están! Una idea empieza a germinar en mi mente. Creo que voy a despertar a mi marido y preguntarle qué planes tiene para la próxima hora. ¡Qué puñetas! ¡No le preguntaré nada! ¡Me lo voy a comer para desayunar!
Despacio empiezo a tocarle el hombro. Como no se mueve, empiezo a pasar mi mano por su espalda y sigo descendiendo hasta rozar el borde de sus calzoncillos. Este no se escapa. Anoche, cuando llegué a casa, ya dormía. Oh… anoche…
Al llegar a casa y ver a Fernando dormido sentí mucha pena. Llevaba la rosa de tallo largo que aquel extraño me había regalado sujeta entre los dientes. Yo, que no soy de impulsos. Pero al verlo dormido, sentí algo por dentro que se rompía. Tomé la rosa entre mis manos y pensé convertirla en la víctima de mi pesar, pero, algo en mí no me hizo verla como una planta sin más, sino que aquella emoción tan extraña que sentí con aquél hombre… volví a sentirlo. Sin saber ni cómo, ni por qué, termine buscando una bonita botella de cristal tallado que me regaló mi abuela e introduje la rosa en él.
Después, la puse en un lugar bien visible, para que, cuando mi maridito despertase, fuera lo primero que viese.
Pero está como un tronco. Como un tronco pesado. Y yo aquí, con mi mano surcando el borde de sus calzoncillos mientras empiezo a susurrarle en el oído.
–Fernando, hola, despierta –le digo dándole un pequeño bocado en la oreja y acariciando su pelo.
–¿Hay fuego? –me pregunta adormilado.
–En la casa… no.
–Duerme, Helena. Tengo sueño, ayer trabajé mucho.
–Pero estamos solos…
Un ronquido es la respuesta a mi insinuación. Detengo mi mano y siento el corazón frío.
Me levanto de la cama con lágrimas en los ojos. Igual soy yo, llevo unos días tan rara... Trabaja muchísimo, lo dejaré dormir y tomaré una buena ducha. Muy fría. Las duchas frías son estupendas para la circulación y para la lucha contra la maldita ley de la gravedad con incidencia directa en los pechos. Aunque no voy a negar que en este instante, solo puedo pensar en este sentimiento feo y asqueroso, denominado frustración.
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