Tampoco sé cómo hubiera sido mi vida sin drogas. Si el alcohol era el alma que ingería para habitar entre mis semejantes, era la marihuana el alma con la que me aislaba. También era una forma más de borrarme. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Hubo un tiempo y un discurso en el que eso se podía defender, en el que molaba esa actitud; o a lo mejor no era un tiempo sino una gente: hubo una vez gente que decía esas cosas. Que, además, decía molar . Reconozco haberlo hecho. Yo era de esa gente. Reconozco que esos tópicos sobre “ser diferente”, “salir de la masa” y “escapar de la rutina” han salido de mi boca. Me retuerzo de vergüenza si intento recordar alguna situación concreta en que lo hice. Y esa vergüenza se vuelve dolor agudo, pistola en la sien, si alguna escena de mí mismo diciendo algo similar a mi padre, rechazando sustituirle al frente de la papelería, rechazando el trabajo seguro, estable, que él me había preparado durante años, aparece en algún rincón benditamente oscuro de mi memoria. Supongo que por eso estoy aquí. Como si lo hubiera estado desde siempre. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto. No sé cómo puede vivir la gente sin ser culpable. No sé si esto tiene que ver con el catolicismo. Es un gran acierto, lo de la culpa, y el catolicismo; cómo no iba a triunfar un relato que dice que todos somos culpables, desde que nacemos, desde antes de nacer, y que somos culpables todo el tiempo, por todo lo que hacemos y por todo lo que no hacemos. Podría estar aquí, esperando para entrar en un absurdo frigorífico, lo mismo que podría estar en un monasterio, haciendo voto de silencio y de pobreza. Antes decía que este sitio me recordaba a un centro de desintoxicación, y por eso me puse a hablar de mis adicciones. Pero la verdad es que esto también podría parecerse a un monasterio, a un seminario: gente que quiere dejar el mundo, que quiere renunciar a todo, para entregarse a una fe, a Dios, al dios del frío. Esto sería una confesión. Este documento, que hace las veces de alma que será archivada esperando la resurrección de la carne, es la confesión diaria y pormenorizada de un seminarista, de aquel que ha visto la luz. Yo era ciego, y ahora veo. Podría estar confesándome eternamente, me faltarían vidas para confesarme. La culpa y la vergüenza, esos son los dos únicos idiomas con que me habla esta voz incesante. Solo paraba con las drogas. No sé por qué hablo en pasado, cuando basta que estire la mano para palpar la bolsa de marihuana que tengo aquí al lado, como una mascota fiel a la que se acaricia buscando consuelo o compañía.
No sé cuántos años tenía cuando empecé, y no importa, porque no se trata de años ni de historias. No hay causalidad con la marihuana, solo hay una nube, humo. Un joven, vale; yo, vale, Gustavo, sí, pongamos quince años o dieciséis años, qué más da. Salía de la casa de mis padres con mi camiseta negra de Iron Maiden o de Slayer y mis vaqueros ajustados y mi pelo largo y mis negras botas Converse pagadas por mi madre con un suspiro de admiración y de incomprensión al ver su precio, y salía con mi cara de asco por la cara de mi madre y por la cara de mi padre, y salía siempre con prisa por estar en esa casa que olía de una forma que yo no sabía todavía que olía porque era mi casa y uno solo descubre cómo huele una casa cuando ya no vive en ella, y salía de ahí, me alejaba de mi madre que no trabajaba, como no lo hacía ninguna de las madres de mis amigos, y se pasaba la mañana comprando y cocinando y limpiando, comprando para mí, cocinando para mí, y limpiando para mí, y siempre con la radio puesta; todo el tiempo sonaba la radio en aquella casa de opacas cortinas pesadas y muebles oscuros y seguramente mucho más caros de lo que yo pudiera imaginar, aunque yo entonces no tenía ni idea de muebles y creía no saber nada de dinero, porque no me importaba ni lo necesitaba. Y salía de aquella casa sin poder siquiera imaginarme cómo era yo visto por mi madre y por mi padre, cómo veían a su hijo que había tenido un año, y que había tenido tres años, y todos los años que tienen los niños cuando son todavía parte de sus padres, antes de ser unos extraños. Salía de aquella casa que se llenaba de suspiros y de miradas en silencio de mi padre a mi madre y de mi padre a mí, y de mi madre a la puerta que se cerraba detrás de mí. Yo salía de allí “egohólico” perdido, lleno de mí y de canciones que no tenían nada que ver con la radio que sonaba en mi casa, ni con los discos de Julio Iglesias en el mueble del salón junto al aparato de música enorme y de una calidad que ahora es impensable y ridícula, para reproducir aquellos discos de Julio Iglesias, de José Luis Perales, de Mocedades , discos que yo escuchaba seguramente cuando tenía cinco años, cuando no había colegio y ayudaba a mi madre a limpiar la casa o a doblar la ropa, cosas de las que no me acordaba cuando salía de mi casa, de las que no tenía que acordarme para nada, porque yo tenía que salir de aquella casa y recorrer las calles de Ávila como si con cada paso de mis Converse estuviera insultando a esa ciudad de mierda, como si cada mirada que algún vecino me dedicaba fuera un insulto que yo recibía agradecido, porque todos eran unos viejos y unos fachas de mierda en esas calles y yo era un genio, eso lo decían todos, “Gustavo es un genio”, y todos los profesores me tenían miedo, y eran una panda de estúpidos que no me llegaban ni a la suela de las Converse y ninguno de ellos había escuchado el último disco de Manowar , y todos vestían pantalones de tela , porque todavía no había llegado la época en España en que los adultos respetables podían llevar vaqueros, y ser adulto significaba llevar camisas bien planchadas y pantalones de tela y horribles zapatos de cuero negro, de polipiel marrón. Aunque todo eso lo pienso ahora, porque antes simplemente no existían, ni creo que me fijara en sus zapatos ni en sus pantalones, ni sabía lo que era la polipiel; porque simplemente no existían, estaban ahí, y eran un decorado inexplicable, que había estado desde siempre, desde que nací; y yo estaba demasiado absorto en mí mismo, en mi melena y mis ajustados vaqueros elásticos, como para ponerme a intentar pensar en el significado de todas esas cosas, en los rostros de todas esas personas cuya única misión en la vida era joderme de una u otra manera. Y entonces yo salía de mi casa y recibía como una caricia de odio todas esas miradas de los viejos de Ávila y cruzaba calles y salía por la Puerta de la Santa y hacía el Paseo Rastro y en el césped al pie de la muralla estaban David y Fernando, y el hermano mayor de Fernando siempre tenía hachís, y Fernando limaba un poco, con mucho cuidado, el talego de su hermano y nosotros nos fumábamos esas virutas miserables con la espalda apoyada en la muralla, mirando el horizonte y preguntándonos al principio de forma obsesiva, “¿te sube?”, “¿notas algo?”, hasta que alguno de nosotros empezaba a reírse como un idiota y ya no podíamos parar de reír y de verdad que, simplemente, no existía Ávila, ni existía España, ni existía nada más que esa risa.
Pero no es de eso de lo que quería hablar. Quiero decir que, si hay que hablar de mi alma, de la relación entre mi alma y la marihuana, o el hachís, el THC, en definitiva, lo importante no eran esas risas. Porque, si hay que hablar de la verdad de la marihuana, hay que hablar del silencio y no de las risas; de la soledad, y no de amigos cuyos rostros ya no soy capaz de recomponer. El ritual era siempre el mismo: yo en una habitación, la marihuana y la música. Y da igual el paso del tiempo, no importa que fuera mi habitación adolescente de Ávila o mi habitación del piso de estudiantes de Malasaña, o el piso de Rosa, o el apartamento que acabo de dejar atrás para siempre; y daba igual que sonara Pearl Jam o Jimmy Hendrix, la Velvet, Bowie, Joy Division o Godspeed you black emperor o Radiohead , daba igual, porque de lo que se trataba era de entrar en ese reino donde la música sonaba en lugares de mí mismo donde no podía sonar sin la ayuda de la marihuana, y era ahí, en ese reino, donde yo, esta voz, por fin desaparecía. Y cuando estaba así, perdido en los surcos abstractos y profundos que la droga abría en aquellos discos, siempre tenía mis visiones artísticas, porque yo era un genio, eso lo decía todo el mundo. Y la mayoría de las veces esas visiones eran grandiosas películas en las que podía resumir el sentido del tiempo y del universo todo; películas que nunca rodaría en las que el mundo en su totalidad y en su particularidad aparecía retratado de una forma magistral y única; y había leído Esculpir en el tiempo de Tarkovski unas doce veces y pensaba que yo era el agnóstico sucesor del ruso y que, antes o después, seguramente después, porque no había prisa, el mundo se daría cuenta de mi inmenso talento; y realmente no había ninguna prisa porque las visiones estaban ahí, yo las tenía, y eso ya me bastaba para sentirme satisfecho: podía vivir horas dentro de esa nube de autocomplacencia en una visión artística completamente vacía e inexistente que solo servía para decirme a mí mismo que era alguien con talento. Porque esa sensación de poseer todo que aparece cuando no tienes que intentar hacer nada, esa pureza en la que, sin crear nada, alcanzabas las inefables cimas de creación increada, eran una droga también y, aunque nunca rechazaba una fiesta ni una reunión social, en las que podía tomar otro tipo de sustancias, en realidad yo estaba siempre deseando llegar a mi casa y encerrarme en ese silencio musical donde flotaban las imágenes que yo pensaba que eran mi arte y que no eran más que un refugio donde me regodeaba en mi talento , donde disfrutaba de esos éxtasis artísticos inanes, estériles, que solían desembocar al final, cuando desaparecía el efecto de la marihuana, en una sensación de vacío inmensa. Y el vacío no era porque hubiera desaparecido el efecto de la droga, ni porque la música de repente empezara a sonar vulgar, plana; era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto.
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