Diego Sánchez Aguilar - Factbook. El libro de los hechos

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En un país instalado en una eterna crisis económica con la que se quiere justificar todo tipo de sacrificios, la corrupción y la impunidad dominan la vida política, y la resignación y el miedo se han apoderado de la gente. Cuando el cuerpo del Presidente de la CEOE aparece ahorcado en un toro de Osborne, Rosa se debate entre el instintivo horror por la violencia y el deseo de que ese asesinato se convierta en el detonante de la revolución. Este es el punto de partida de
Factbook. El libro de los hechos y también uno de los muchos dilemas éticos que se suceden en la novela, invitando al lector a replantearse sus convicciones y a preguntarse qué ha hecho, qué podía haber hecho y qué está haciendo. En este mundo distópico conviven una clínica ilegal de criogénesis en La Manga del Mar Menor, una clandestina red social (
Factbook) cuyos miembros incitan a la rebelión a través de la objetividad de los hechos y los datos, grupos terroristas con nombres de banda de rock, agentes que vigilan y controlan las redes sociales en busca de conspiraciones y enemigos del sistema… A pesar de su apariencia fantástica,
Factbook es, sobre todo, un lúcido análisis, nada complaciente ni nostálgico, de los últimos treinta años de la sociedad española y de toda una generación: aquella que vivió el 15M como un punto de inflexión que parecía abrir una puerta hacia algo que no se sabía bien qué era.

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–Ya. Jaja. Ya veo. No me entiende. Lo sé. Es raro. Yo tampoco estoy seguro de entenderlo. Pero tenía miedo, en serio. Me acostaba y veía sus caras, delante del ordenador. No. Lo que me daba miedo era que me acostaba y no veía sus caras. Estaban vacíos. Y estaban llenos. Habían encontrado un dios, una especie de dios hueco y poderosísimo. Me acostaba e intentaba dormirme, pero estaba lleno de datos, de nombres, de todo lo que había leído. Intentaba dormirme, pero me sorprendía a mí mismo escribiendo estados mentales de Factbook. Llegó un punto en el que yo mismo me consideré un potencial terrorista.

–Sí, no es tan raro. Yo creo que, cuando hable con los demás, muchos le dirán lo mismo. Después de tantas horas, no es difícil acabar asumiendo su discurso. Hay que ser fuerte, hay que tener las cosas muy claras y saber de qué lado se está, saber quién eres y lo que quieres. Pero a veces acabas entendiéndolos, a los otros. Creo que es inevitable.

–No sé, tal vez es mejor que no ponga eso.

–No. En serio. Definitivamente. No lo ponga.

7

En el telediario de la noche hay una imagen de las Torres. Al principio no me doy cuenta de que son las Torres. Es una explanada de cemento, son unas puertas de vidrio que reflejan luces azules de coches patrulla. Son policías de uniforme y armas demasiado visibles y grandes como para ser usadas. Son armas para ser vistas, que parecen reclamadas por la arquitectura y por las cámaras.

Es una escena muda, que miro desde la mesa donde trabajo. Desde la noticia del primer ahorcado, tengo siempre la tele puesta, sin volumen. Vivo levantando la cabeza a cada rato con la esperanza de volver a ver un toro de Osborne, la noticia de otro ahorcado. Corrijo un trabajo, levanto la cabeza, veo a un futbolista o a un político moviendo los labios ante un micrófono y vuelvo la vista a los papeles, a la decepción y la derrota. Pero hoy, esa imagen de policías armados frente a las Torres enciende algo parecido a la esperanza.

El apartamento tiene un dormitorio, un baño, un salón y una cocina. Es un noveno. Cuando me mudé aquí, esa altura me hacía sentirme extraña. Me asomaba a la ventana y me dejaba anular por esa perspectiva cenital, inhumana, tan distinta de la mi antiguo balcón, minúsculo, de Malasaña; era un segundo piso, era una altura de vecinos, de tírame las llaves , de reconocer a la gente que pasaba por debajo.

Me mudé sola, aquí, antes de que viniera Gustavo. Me quedaba por las noches en la ventana del salón desde la que se veían las obras de las Torres: las enormes grúas como animales prehistóricos envueltos en niebla, en luces amarillas proyectadas por focos descomunales, bélicos, antiaéreos.

La silueta de las torres en construcción era una indeterminación entre un proyecto y una ruina. Parecía que hubieran estado allí desde hace milenios, que fueran los restos de una civilización extinta y llena de misterios e injusticias, de esclavitud y sacrificios. Las recuerdo casi siempre borradas por la niebla, con una nube permanentemente abrazada a sus cimas, convirtiéndolas en un relato sin progreso, como si la verticalidad detenida equivaliera a una horizontalidad sin límites, sin marcas, un desierto poblado de espejismos.

Al principio, cuando Gustavo se mudó a este apartamento, nos defendíamos de la extrañeza de estar viviendo juntos a través de la ironía. Éramos conscientes de todo lo que hacíamos, de la manera en que cada uno de nuestros actos era parte de un modo de vida en el que no queríamos entrar sin dejar una muestra de distancia. Hacíamos la cena y comentábamos el hecho social de ser una pareja adulta “normal” preparando la cena. Nos veíamos encajar en el sistema, y el truco de vernos desde fuera, y de hacer bromas al respecto, nos aliviaba de algo que seguía estando en el silencio, en el ruido del microondas al girar. Cuando decíamos “normal” nos referíamos a los matrimonios heterosexuales, a las familias como las que salen en la televisión.

Jugábamos a no considerarnos una pareja, a parodiar la vida de pareja. Había algo triste en ese juego que Gustavo prolongaba demasiado, siempre un poco más de lo que admitía la broma, como cuando se explica un chiste varias veces y mantienes la sonrisa por compromiso, para no estropear la risa de los demás.

Zapatero estaba entonces siempre en la televisión. Recuerdo todavía la sonrisa boba de Zapatero, su forma de no creerse que era el Presidente. Sigo asociando esa desagradable sonrisa de Zapatero con mi propia sonrisa ante aquellos juegos estériles con Gustavo, el gesto congelado, la consciencia de los músculos de las comisuras de los labios, tensos.

Yo llegaba de trabajar y comíamos juntos, frente al televisor. La Bolsa de Wall Street había caído veinte puntos. Lehman Brothers estaba en quiebra. Las hipotecas subprime se habían extendido como un virus por todos los bancos del mundo. Pérdidas millonarias. Cifras que no tenían significado, que pertenecían a otro idioma, a otro mundo, que superaban el concepto de “dinero”.

Comíamos y cenábamos viendo la tele. En las seis horas entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Caía la Bolsa de Londres, la de París, la de Madrid. Veíamos imágenes de ejecutivos y pantallas con números. Se llenaba el telediario de cifras, de índices, de porcentajes.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Emergencia Presupuestaria que reducía un 30% el sueldo de los profesores de la Educación Pública.

Era la época de las comidas rápidas frente a la tele, con una abundancia de datos incomprensibles, imposibles de asimilar. Era la manifestación de un mundo desconocido, que había estado siempre ahí, oculto, y que ahora mostraba su lenguaje extraño, urgente, que producía miles de mensajes que no podíamos interpretar. Todavía no tenía nada que ver con nosotros: eran cosas que afectaban a inversores, a banqueros. Era como si comentáramos el argumento de una serie que todo el mundo estaba viendo y de la que cada uno tenía su opinión, su propia teoría torpemente armada sobre un argumento incompleto, plagado de elipsis. Todo el mundo la comentaba, en Facebook, en Twitter, en la Sala de Profesores.

Me fijo en los uniformes de los policías, que no miran a la cámara: sus boinas, sus chalecos antibalas. El deseo de que algo pase, de que algo haya pasado, está en esa seriedad, en el peso y el calibre de las balas que no pueden verse dentro de los cargadores. Alargo el brazo, cojo el mando a distancia para subir el volumen y, en ese momento, el plano se abre y se muestra claramente la imagen completa de las Torres. Escucho al presentador decir “la torre PricewaterhouseCoopers”. Dice “amenaza de bomba” mientras su fachada de vidrio llena de cielo y de nubes ocupa el televisor. Me levanto y miro por la ventana. Veo las Torres al otro lado de la M-30. Cepsa, PricewaterhouseCoopers, Bankia, Fertiberia, Volkswagen, OHL, Villar Mir.

Pienso en todas las decisiones, en todos los delitos cometidos en esos despachos, en las inhumanas cifras de dinero que, ahí dentro, han sido robadas, expoliadas, desviadas. Pienso en la ingenuidad de haber pensado en la posibilidad de que la policía estuviera ahí para detener, investigar, registrar en busca de pruebas y culpables. Pienso en el sintagma “servicio público”, en el lema “defender a la población”, en la idea de “justicia”. Están ahí, dentro de mí, forman parte de mi nombre. Son errores de interpretación asumidos en la infancia, que siempre han de ser desmentidos, una y otra vez. Ese es su poder. Que todas y cada una de las veces hay que volver a empezar, señalar el error, explicar el desajuste entre lo escrito y la realidad.

Vuelvo a mirar al televisor. Ahí es donde aprendí “justicia”, “democracia”. En la imagen editada y ordenada del telediario me explican que la policía no está ahí para detener a nadie de dentro de la torre. Dicen “terroristas”, dicen “amenaza”. Miro por la ventana: las torres reales, las cuatro torres, el último rayo de sol reflejándose en una fila de ventanas de la primera torre. Es un incendio extraño, que veo todos los atardeceres. El sol haciendo arder la torre solamente para mí, regalándome un telediario sin palabras ni explicaciones. La voz del presentador no habla de muertos. Solo dice “amenaza”, “desalojo”, “mundo de las finanzas”, “efecto en la Bolsa”.

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