Masha Gessen - Sobrevivir a la autocracia

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Eran las elecciones de 2016 y el discurso, los gestos y los comentarios de uno de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos no tenían precedente alguno. Cuarenta y ocho horas antes de que Donald Trump fuese elegido como presidente de Estados Unidos, el ensayo «Autocracia: reglas para la supervivencia», de Masha Gessen, se volvió viral. Hoy ese ensayo, ampliado y matizado, es este libro. Gessen aporta aquí una perspectiva inigualable, herencia de su infancia soviética y de más de dos décadas de testimoniar el totalitarismo ruso. Todo ello le otorga una cosmovisión única a la hora de analizar las líneas que delimitan la autocracia galopante que vive hoy Estados Unidos. Este libro, polémico e incisivo, analiza cómo esta organización política atraviesa todos los ámbitos (el mediático, el cultural, el judicial…) y termina por afectar a toda una sociedad, abocada a sobrevivir a las órdenes de un único individuo. «El ideal platónico del trumpiano libro anti-; Trump», Carlos Lozada, 
The Washington Post

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El gabinete de Trump, el más rico de la historia, generaba más acusaciones de conflicto de intereses de las que un ejército de periodistas podría seguir, o más de las que ningún público podría asimilar, y esto es crucial.77 DeVos era inversora, entre otras, de una empresa de cobro de deudas y gestora de colegios concertados.78 El secretario de Comercio, Wilbur Ross, inversor en empresas de gas y acero, ayudó a formular una política de aranceles para estas industrias antes de vender algunas de –aunque no todas– sus inversiones.79 Mick Mulvaney recibió donaciones de decenas de miles de dólares para la campaña de manos de prestamistas y después trabajó como jefe interino de la Oficina de Protección Financiera del Consumidor, donde propuso relajar la regulación de la industria del préstamo.80 En mayo de 2017, mientras Tillerson estaba en Arabia Saudí,81 el país firmó un contrato importante con la que había sido su empresa, ExxonMobil.82 Ese mismo mes, Kushner en persona negoció un acuerdo entre el Gobierno saudí y la empresa aeroespacial y de defensa Lockheed Martin.83 Ser parte de la Administración también conllevaba ventajas más directas: Pruitt,84 el secretario de Interior Ryan Zinke,85 Mnuchin,86 el secretario de Salud y Servicios Humanos Tom Price y el secretario del Departamento de Asuntos de los Veteranos David Shulkin fueron acusados de gastar millones de dólares del contribuyente en viajes. Ben Carson trató de encargar un juego de comedor de treinta y un mil dólares para su oficina de Washington (el límite de gasto en concepto de decoración era de cinco mil dólares).87

Corrupción no es la palabra adecuada para hablar de la Administración Trump. Es un término que implica engaño, asume que el funcionario público entiende que no debería beneficiarse de la confianza pública, pero lo hace igualmente de forma artera. Lo contrario de corrupción en el discurso político es transparencia –de hecho la organización mundial que lucha contra la corrupción se llama Transparency International–. Trump, su familia y sus funcionarios no son arteros: parecen actuar de acuerdo con la creencia de que el poder político debería generar enriquecimiento personal y, en esto, aunque no en cuanto a los detalles de sus componendas, son transparentes.

Cuando llegó el coronavirus, la Administración Trump siguió la lógica de la competencia y el beneficio. Varios funcionarios trataron de convencer a una empresa alemana que trabajaba en una vacuna potencial de que la vendiera en primer lugar –y quizá exclusivamente– a EEUU.88 En lugar de coordinar la producción y distribución de respiradores, el Gobierno federal creó un sistema mediante el cual los estados pujaban unos contra otros y también contra el propio Gobierno federal.89 Trump le otorgó a Jared Kushner la autoridad para organizar una respuesta del sector privado ante la pandemia, en paralelo al esfuerzo del Gobierno, o incluso en conflicto con este.90 En otras palabras, Trump hizo una serie de cosas que resultarían impensables en un líder político, un hombre al que se ha confiado el bienestar de millones de personas, pero su Administración hace sus propios cálculos y ni siquiera los hace en secreto.

El trumpismo se alimenta de las debilidades y oportunidades que presenta el sistema de gobierno estadounidense, que nunca ha separado el dinero del poder político. En los dos decenios que precedieron a la elección de Trump, el papel del dinero en la política fue adquiriendo cada vez mayor relevancia. Las elecciones están hoy determinadas por el dinero; a diferencia de otras muchas democracias, donde las campañas electorales duran entre varias semanas y varios meses, son financiadas por ayudas del Gobierno o están sujetas a límites de gasto muy estrictos, en EEUU las campañas existen gracias a las contribuciones del sector privado. La maquinaria de los partidos nacionales y estatales refuerza este sistema al determinar el acceso a los debates públicos en función de la cantidad recaudada por el candidato. El acceso a los medios de comunicación, es decir, el acceso a los votantes, también cuesta dinero; mientras que en muchas democracias los medios están obligados a dar tiempo de antena a los candidatos, en EEUU el medio principal para dirigirse a los votantes es la publicidad de pago. Nadie en la política tradicional parecía pensar que fuese negativo ese matrimonio entre dinero y política. Los antiguos cargos electos trabajaban después como lobistas. Resultaba normal crear (o eliminar) leyes mediante contribuciones a la campaña y lobbies. El poder engendraba más dinero y el dinero engendraba más poder. Podríamos llamar oligarquía al sistema que precedió y permitió el ascenso de Trump, y no nos equivocaríamos.

Cuando Trump afirmó que el presidente no podía tener un conflicto de intereses, por una vez no estaba mintiendo. El tema no había sido estudiado en casi cuarenta años, desde que el Departamento de Justicia y el Congreso codificaran la percepción de que los poderes de la presidencia eran tan extensos que resultaba imposible idear un conjunto de reglas que evitasen todo conflicto de intereses: el presidente simplemente tenía que actuar de buena fe. Lyndon Johnson, Jimmy Carter, Ronald Reagan, los dos George Bush y Bill Clinton, todos ellos habían confiado sus activos a fideicomisos “ciegos” de manera voluntaria. Obama no lo hizo porque no tenía inversiones empresariales directas. Trump no lo hizo porque no pensaba que debiera hacerlo. Se podría decir que Trump había entendido la esencia del sistema, la transformación de dinero en poder y de poder en dinero, pero que hasta su llegada funcionaba de manera cortés, con buen gusto y por acuerdo de grupo. O se podría decir que Trump es al mismo tiempo el emperador desnudo y el niño que dice que el emperador está desnudo, arrancando la capa ilusoria de decoro que cubría el sistema, obligando a todo el mundo a contemplar su naturaleza obscena. A diferencia del emperador del cuento, no obstante, Trump no siente ninguna vergüenza, y por lo tanto no cambia al verse expuesto. Más bien fue el sistema el que cambió cuando a la política se le arrebató la aspiración moral.

La lección de los Estados poscomunistas puede ayudarnos a reflexionar acerca de la dificultad de describir la corrupción –o como quiera llamarse– de la Administración de Trump. Los países del bloque soviético, con sus sistemas monopartidistas y economías planificadas, favorecieron una relación simbiótica entre el poder y la riqueza (aunque esta no se midiese en dinero). De hecho, la única forma de acumular riqueza era formar parte de la jerarquía del partido –solo en lo más alto de la pirámide de este era posible alcanzar una riqueza fabulosa–. Estos sistemas sirvieron de cimientos para los Estados mafiosos de Hungría y Rusia, donde el partido se vio sustituido por un clan político centrado en un protector que distribuye el dinero y la riqueza. Los analistas occidentales usan la palabra corrupción para describir estos sistemas, pero resulta engañosa: aquí corrupción no describe a burócratas que piden sobornos por pequeñas tareas en la administración pública (aunque esto también sucede); más bien describe cómo los que están en el poder usan los instrumentos de gobierno para amasar riqueza, y también emplean su riqueza para perpetuarse en el poder. Esta corrupción es intrínseca al sistema, que no puede existir sin corrupción porque la corrupción es su combustible, su pegamento social y su herramienta de control. Cualquiera que entre en él se vuelve cómplice de la corrupción, lo cual implica que todos están de una manera u otra fuera de la ley, y por lo tanto en situación punible. Las autocracias adoran desprestigiar a sus oponentes acusándolos de corrupción, meterlos en la cárcel e incluso ejecutarlos como sucede en China.

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