Trump no sabía qué hacer con nada de aquello: la magnificencia, el brillo, la maravilla (a menos que fuera hacia su persona), el orgullo (más allá del suyo propio), la aspiración. De hecho, la única cualidad de la que dio repetidas muestras fue su falta de aspiraciones. Tomemos su discurso como ejemplo. No, mejor aún, tomemos el pastel como ejemplo. En una de las recepciones, Trump y su vicepresidente Mike Pence cortaron un enorme pastel blanco con una espada. El pastel resultó ser una imitación del que se había servido en el baile de investidura del presidente Obama en 2013. El de Obama lo había creado el famoso chef Duff Goldman. El de Trump venía de una pastelería mucho más modesta de Washington, y el representante del equipo de Trump que lo encargó pidió explícitamente una copia exacta del diseño de Goldman, incluso cuando el pastelero propuso crear una variante.32 Solo una pequeña parte del pastel de Trump era comestible, el resto era de poliestireno extruido (el de Obama era todo pastel). Es posible que este sea el mejor símbolo de la Administración entrante: mucho de lo poco que trajo consigo era un plagio y, en su mayor parte, no resultaba útil para el propósito al que sirven habitualmente las Administraciones presidenciales. No solo no se alcanzaba la excelencia: se rechazaba la idea de que la excelencia fuera algo deseable. Como si desease recalcar esto, DeVos tuiteó que era “un honor ser testigo de esta investidura histórica”, usando en inglés el término historical (que hace referencia al pasado) en lugar de historic (que se refiere a un acontecimiento importante), que era el adecuado.33 Después borró el tuit y culpó del error a sus colaboradores.
Tres años y un día después de la investidura, se diagnosticó en EEUU a la primera persona con coronavirus, un hombre del estado de Washington, poniendo en marcha un cronómetro simbólico ante la inacción de la Administración Trump frente a una pandemia letal.34 Todos los presidentes de EEUU tienen el poder de salvar y destruir vidas, pero solo en momentos de peligro –durante una guerra, desastre natural o epidemia– se ostenta ese poder de manera tan inmediata y con efectos tan devastadores.
Trump se mantuvo firme en su desprecio por el Gobierno y por el conocimiento. Ignoró las reuniones informativas en las que se le advertía de que podía haber fallecimientos en masa.35 Ignoró los alegatos públicos de los epidemiólogos, incluso los de antiguos altos funcionarios de su Administración publicados en The Wall Street Journal.36 En televisión y en Twitter, despachó los temores acerca del coronavirus como “un timo”37 y prometió: “Todo va a ir bien”.38 En la primera mitad de marzo, cuando empezaba a quedar claro el desastre que se avecinaba, Trump visitó los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades vistiendo una gorra con el lema “Keep America Great” y se jactó: “Me gustan estas cosas, realmente las entiendo. A la gente le sorprende que las entienda. Todos los médicos me han dicho: ‘¿Cómo sabe tanto de este tema?’. Será que tengo una habilidad natural. Quizá hubiera debido dedicarme a esto en vez de ser presidente”.39 En medio de un laboratorio, frente a las cámaras, Trump afirmó que cualquier persona en EEUU que necesitase hacerse una prueba de COVID-19 podría hacerlo. Todo lo que dijo era mentira.
No escatimó en alabanzas a sí mismo por actuar con decisión mientras se resistía a tomar medidas como invocar la Ley de Producción de Defensa, algo que podría haber contrariado a los directivos de las grandes corporaciones. En vez de eso, se dedicó a trapichear con esperanzas e incluso curas falsas. Esto no dejaba a los expertos más remedio que, o bien intentar corregir a Trump en tiempo real,40 como trataba de hacer con un gran riesgo personal el doctor Anthony Fauci,41 director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, o bien tratar de neutralizarlo, opción escogida por la coordinadora de su fuerza operativa sobre el coronavirus, la doctora Deborah Birx, muy en detrimento de su reputación como especialista en salud pública.42 A medida que aumentaba el número de víctimas, la falta de aspiraciones de Trump llegó a manifestarse de forma grotesca. No parecía intimidado en absoluto por la catástrofe, ni tampoco asustado; en realidad, apenas se tomó la molestia de ser consciente de ella. En algunos momentos parecía solemne, refiriéndose incluso a sí mismo como “presidente en tiempos de guerra”, pero casi inmediatamente se dejaba distraer por sus preocupaciones reales y permanentes: la adulación y el dinero. Nada ni nadie más importaba.43
*Entre los hitos del establecimiento de una autocracia por parte de Putin se cuentan la detención del hombre más rico de Rusia, Mijaíl Jodorkovski, en 2003 (tres años después de llegar a la presidencia) y la abolición de las elecciones para gobernador en septiembre de 2004.
iv
podríamos llamarlo kakistocracia
El desprecio de Trump hacia la excelencia no es un capricho personal ni tampoco una anomalía entre los autócratas del presente y del pasado. Es lógico: estos ven el trabajo de gobernar como algo que solo merece burla, y por lo tanto siguen burlándose incluso cuando son ellos quienes están en el poder. Es algo que forma parte integral de su actitud general: son hombres que, de manera intencionada, apelan a lo peor del ser humano. El desdén de Trump por la excelencia es congruente con cómo se burló en público de un periodista con discapacidad, de la misma manera que Putin expresa el suyo mediante el humor soez. El proyecto de Trump es el Gobierno de los peores, lo que en términos políticos se denomina kakistocracia.
El día en que Trump juró el cargo, menos de la mitad de su gabinete había sido confirmado; sus predecesores habían empezado a trabajar con la mayoría de los puestos –o, en el caso de Bill Clinton, con todos los puestos– cubiertos.44 Cuatro semanas después de la investidura, tan solo treinta y cuatro de los setecientos puestos que necesitaban confirmarse en el Senado tenían un candidato.45 Con ambas cámaras del Congreso bajo el control republicano, Trump habría encontrado poca oposición a sus nominaciones, habría bastado con que tuviera algún nombre que proponer. En el Capitolio se asumía que el presidente electo no estaba preparado, que su propia victoria le había pillado desprevenido. Pero también era evidente que Trump no sentía mucho interés por la tarea de completar el gabinete, convencido además como estaba de que gran parte del mismo no debería siquiera existir.
El interés de Trump por la presidencia se manifiesta en destellos y atisbos puntuales. A diferencia del Gobierno en general, el Ejército claramente sí le atraía –incluso se dice que había esperado un desfile militar en su investidura–, así que sus primeras nominaciones fueron generales: Mike Flynn como asesor de seguridad nacional, John Kelly como jefe del Departamento de Seguridad Nacional, James Mattis como secretario de Defensa y Mike Pompeo, capitán retirado, en la CIA.46 Al parecer también le interesaba la elección de su personal como espectáculo, así que para elegir al secretario de Estado montó algo que recordaba a su reality televisivo: entrevistó a su antiguo rival electoral Mitt Romney y lanzó la idea de nombrar al antiguo alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, antes de anunciar finalmente que se había decidido por el CEO de Exxon Rex Tillerson, otro magnate sin ningún tipo de experiencia en un Gobierno.47 Las competencias de Tillerson se reducían a haber llevado a buen puerto una serie de negociaciones con algunos de los regímenes más represivos del mundo, como Rusia y Arabia Saudí.
En sus primeras semanas en el cargo, Trump firmó una ristra de órdenes ejecutivas que se correspondían con sus promesas electorales: construir un muro en la frontera sur, aumentar las deportaciones de inmigrantes, prohibir la entrada a EEUU de viajeros de países predominantemente musulmanes y acabar con el sistema de seguridad social creado por la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible.48 Estas órdenes estaban redactadas con descuido y no quedaba claro cuáles iban a ser sus consecuencias, en caso de que las hubiera; los fondos para construir el muro no podían recaudarse mágicamente a golpe de orden ejecutiva, y tampoco era posible revocar la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible de esa manera. The New York Times informaba de que el equipo del nuevo presidente era escuálido, apenas media docena de asesores desorientados en la Casa Blanca, donde no eran capaces ni de encontrar los interruptores de la luz, mientras que el propio Trump se desentendía de todo lo que no saliese de su pantalla de televisión. La jornada de trabajo presidencial finalizaba a las seis y media de la tarde, decía The New York Times.49 Una vez retirado a sus aposentos, se dedicaba a disparar tuits, espoleado por “comentarios aleatorios”, en palabras del mismo periódico.50
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