La Segunda Guerra Mundial trajo consigo otro asalto presidencial a la Constitución: el internamiento de más de cien mil estadounidenses de ascendencia japonesa. Después llegó el macartismo, y el Gobierno empezó a espiar al enemigo desde dentro; las acusaciones de traición, con o sin pruebas, arruinaron una vida tras otra. La siguiente generación de estadounidenses vivió el secretismo, el engaño y la paranoia de los años de la guerra de Vietnam, que culminaron en la elección de un presidente que se dedicaba a perseguir y poner escuchas a sus oponentes.
Durante el siglo xxi, el Congreso dio enormes poderes de vigilancia a los servicios de inteligencia y a las fuerzas nacionales del orden. La Administración de George W. Bush mintió al mundo entero para declarar una guerra en Irak y creó un sofisticado mecanismo legal para facilitar el uso de la tortura. La Administración de Obama siguió concentrando poder en el brazo ejecutivo, usando órdenes ejecutivas y forzando los límites de la elaboración de políticas por parte de los organismos federales mientras suprimía la denuncia de irregularidades y mantenía a raya a los medios de comunicación.
Dicho de otra forma, cada generación de estadounidenses ha tenido ocasión de ver al Gobierno arrogarse poderes excepcionales con fines represivos e injustos. Estos estados de excepción intermitentes reposan sobre el estado de excepción fundamental y estructural que afirma el poder del hombre blanco sobre todos los demás. En esta historia Trump no emerge como excepción, sino como consecuencia lógica. Se apoya en una historia de cuatrocientos años de supremacía blanca y quince de movilización de la sociedad estadounidense contra los musulmanes, los inmigrantes y el Otro. Un historiador futuro del siglo xxi podría apuntar al 11 de septiembre de 2001 como el incendio del Reichstag de EEUU.
En este sentido, ni siquiera el incendio del Reichstag original se corresponde con lo que es en nuestro imaginario –un acontecimiento único que cambiaría el curso de la historia de una vez y para siempre–. El Reichstag ardió cinco años antes del Anschluss, seis años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos años estuvieron llenos de grandes y pequeños acontecimientos, cada uno de ellos un paso hacia la posibilidad del futuro más sombrío. Por tentador que resultase imaginar que Trump tendría la deferencia de anunciar el punto de no retorno con un gesto arrollador e inconfundible (e incluso imaginar que ante ese anuncio todos renunciaríamos de forma justificada a cualquier esperanza o que la desesperación nos haría héroes), su tentativa autocrática tampoco ha sido una única acción, sino más bien una serie de ellas que han cambiado la naturaleza del Gobierno y la política estadounidense paso a paso.
Magyar describe cómo los ambiciosos líderes poscomunistas construían sus autocracias socavando gradualmente las divisiones entre las ramas del Gobierno, desmantelando los tribunales y acaparando la autoridad fiscal. Por supuesto, este modelo no se puede trasladar sin más a la realidad estadounidense, en parte también porque algunas de las divisiones oficiales entre ramas del Gobierno hace tiempo que están muy debilitadas. El Departamento de Justicia, por ejemplo –que ostenta la autoridad fiscal en última instancia–, forma parte de la rama ejecutiva, y la independencia de su funcionamiento está determinada por la tradición. El monopolio de poder político, que Magyar identifica con un factor de riesgo importante, no es algo infrecuente en EEUU: Trump disfrutó de él durante sus dos primeros años en el cargo, cuando ambas cámaras del Parlamento se hallaban bajo control republicano, pero algunos de sus predecesores ya se habían beneficiado antes de esa misma circunstancia. Aún así, está claro que su presidencia es diferente de las anteriores.
Los estadounidenses tienden a hablar mucho más de las instituciones que del otro factor que Obama mencionaba en su discurso tranquilizador tras las elecciones: la presunción de buena fe. Es cierto que, pese a una historia de constante injusticia, el número de estadounidenses de diversa condición que han accedido a los derechos y la protección de la ciudadanía es cada vez mayor. Una visión suficientemente generosa y a largo plazo de la historia de EEUU reafirma la narrativa del progreso continuo hacia la justicia. El cuidadoso diseño de nuestras instituciones es la única razón de esta historia de progreso. La otra es que los ciudadanos americanos y los funcionarios públicos han actuado generalmente de buena fe. Algunos de ellos mintieron, muchos hicieron trampas, muchos manipularon el sistema en su propio beneficio, pero en general lo hicieron con arreglo a creencias sinceras y un sistema coherente de valores. Sus abusos de poder habitualmente se limitaron a áreas discretas definidas por la ideología y esto suponía que incluso cuando el sistema de control y equilibrio fallaba, la Administración siguiente podía enmendar el daño (aunque merece la pena apuntar que Obama no consiguió cerrar Guantánamo). Ningún actor político poderoso se había propuesto destruir el sistema político en sí, hasta que Trump ganó la candidatura republicana. Probablemente se tratase del primer candidato importante que no se presentaba a presidente sino a autócrata. Y ganó.
iii
el presidente de poliestireno extruido
Uno de los tres gritos de guerra de Trump durante la campaña –uno de los tres componentes del “Make America Great Again”– fue “Drenad la ciénaga” (los otros dos fueron “¡Encerradla!” y “Construid el muro”). Podría haber sonado como un grito de batalla contra la corrupción, pero en realidad se trataba de una declaración de guerra contra el sistema de gobierno de EEUU en su forma presente.
El desdén fue el combustible de la campaña de Trump: hacia los inmigrantes, hacia las mujeres, hacia las personas con discapacidad, hacia las personas de color, hacia los musulmanes –hacia cualquiera, en otras palabras, que no fuera un hombre blanco sin discapacidades, heterosexual y nacido en EEUU– y también hacia las élites que habían consentido al Otro. El desdén hacia el Gobierno y su trabajo es un componente de este por las élites, y un motivo retórico que comparte la nueva hornada de líderes antipolíticos del mundo, desde Vladímir Putin hasta Jair Bolsonaro en Brasil. Hacen campaña a partir del resentimiento de los votantes hacia ellas por haber arruinado sus vidas, y siguen jugando con este resentimiento incluso después de ocupar el cargo, como si fuera otra persona (alguien siniestro y aparentemente todopoderoso) quien todavía estuviese en el poder; como si ellos siguiesen siendo insurgentes. Su enemigo es la propia institución del Gobierno –ahora el suyo propio–. Como presidente, Trump ha seguido difamando a los servicios de inteligencia, despotricando del Departamento de Justicia y publicando tuits humillantes sobre los funcionarios de su propia Administración.
Para formar gabinete, Trump escogió a personas que estaban en contra de la labor e incluso de la misma existencia de los organismos que tenían que dirigir. Scott Pruitt, su candidato para la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), había llegado a demandar catorce veces a este organismo por extralimitación regulatoria durante el tiempo que ocupó el cargo de fiscal general del estado de Oklahoma. En el discurso que pronunció en su audiencia de confirmación ante el Senado, el 18 de enero de 2016, Pruitt afirmó que el impacto del ser humano sobre el cambio climático e incluso nuestra capacidad de medirlo eran todavía discutibles.23 Para Salud y Servicios Humanos, Trump nominó al congresista de Georgia Tom Price, que decía que acabaría con la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible y el Medicare. Como fiscal general, eligió a Jeff Sessions, senador de Alabama al que se le había negado la judicatura en una ocasión y que no oculta su antagonismo hacia las leyes sobre los derechos civiles. Su secretario de Trabajo Andrew Puzder, un empresario del sector de la comida rápida que se opone a los derechos laborales. Puzder tuvo que retirar su candidatura en febrero de 2017 porque ni siquiera los senadores republicanos lo respaldaban (aunque esto en realidad se debió a que él apoyaba una reforma de la inmigración centrada en la legalización de mano de obra), así que Trump nominó a Alexander Acosta, decano de una facultad de Derecho que había sido fiscal en el sur de Florida.24 Como fiscal, Acosta supervisó un acuerdo controvertido con Jeffrey Epstein, un millonario acusado de tráfico y abuso sexual a menores. No obstante, y según las normas ya establecidas de la era Trump, en marzo de 2017 la prensa hablaba de Acosta como de un “candidato normal”; al fin y al cabo, tenía experiencia y parte de ella era incluso relevante para el cargo.25 Para ocuparse de Vivienda, Trump nominó a Ben Carson, un neurocirujano retirado sin ninguna experiencia política o pericia en vivienda o cualquier otra área de Gobierno. El elegido de Trump para secretario de Energía, el antiguo gobernador de Texas Rick Perry, había prometido suprimir el Departamento de Energía (junto con Comercio y Educación) durante las primarias republicanas en 2011.26 A todo esto, parecía desconocer en qué consistía la labor de este departamento (que trabaja principalmente con armas nucleares y no, como Perry parecía creer, en la regulación de la industria de la energía). Betsy DeVos, su secretaria de Educación: enemiga acérrima de la educación pública. En su estado natal, Míchigan, la activista millonaria impulsó una reforma que recortó la financiación de los colegios públicos en pro de escuelas concertadas sin ningún tipo de regulación y que contribuyó de manera importante al colapso del sistema público de educación en Detroit. DeVos nunca había trabajado en educación, y durante su confirmación en el cargo reveló una absoluta falta de familiaridad con el tema. Cuando se le preguntó si pensaba que los exámenes debían concentrarse en la competencia o en el progreso del alumno, titubeó de una forma que hacía sospechar que no estaba al corriente de la existencia de ese debate.27 Acerca de las armas en los colegios, comentó que podían ser empleadas contra “potenciales osos”.
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