Masha Gessen - Sobrevivir a la autocracia

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Eran las elecciones de 2016 y el discurso, los gestos y los comentarios de uno de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos no tenían precedente alguno. Cuarenta y ocho horas antes de que Donald Trump fuese elegido como presidente de Estados Unidos, el ensayo «Autocracia: reglas para la supervivencia», de Masha Gessen, se volvió viral. Hoy ese ensayo, ampliado y matizado, es este libro. Gessen aporta aquí una perspectiva inigualable, herencia de su infancia soviética y de más de dos décadas de testimoniar el totalitarismo ruso. Todo ello le otorga una cosmovisión única a la hora de analizar las líneas que delimitan la autocracia galopante que vive hoy Estados Unidos. Este libro, polémico e incisivo, analiza cómo esta organización política atraviesa todos los ámbitos (el mediático, el cultural, el judicial…) y termina por afectar a toda una sociedad, abocada a sobrevivir a las órdenes de un único individuo. «El ideal platónico del trumpiano libro anti-; Trump», Carlos Lozada, 
The Washington Post

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Los miembros del gabinete de Trump salieron del paso en sus respectivas audiencias de confirmación mintiendo o plagiando a otros. Seis semanas después de que Trump jurara el cargo, la fundación de investigación periodística ProPublica elaboró una lista de mentiras pronunciadas ante el Senado por cinco de los nominados del presidente: Pruitt, DeVos, Steve Mnuchin (Tesoro), Price y Sessions.28 DeVos, además, al parecer había respondido varias preguntas por escrito plagiando documentos de otros funcionarios que podían encontrarse en línea.29

Mentir ante el Congreso es un delito. En otros periodos históricos hubiera sido además algo de lo que avergonzarse. ¿Por qué razón mentirían los nominados a algunos de los cargos más importantes del país, y lo harían de una manera que no fuese difícil de desenmascarar y documentar? ¿Por qué no? No estaban simplemente emulando el comportamiento de su protector, que mentía de manera vistosa, insistente e incesante: estaban demostrando que compartían su desprecio por el Gobierno. Estaban mintiendo a la ciénaga. Les daban igual los usos del Gobierno, porque el mismo les parecía despreciable.

El desdén por la excelencia es un pariente cercano del desprecio por el Gobierno, algo que comparten una serie de líderes contemporáneos, cuyas políticas antipolítica también son claramente antiintelectuales. Como presidente electo, Trump decidió reducir sus reuniones informativas con los servicios de inteligencia a una vez por semana, en lugar de la frecuencia diaria o casi diaria que solía ser costumbre.30 No dejó de explicar por qué: “Soy una persona así como inteligente [sic]”. Y como si fuera un adolescente enfurruñado, añadió: “No necesito que me digan la misma cosa de la misma manera cada día durante los próximos ocho años”. Si algo cambia en el mundo, los jefes de los servicios de inteligencia informarán al presidente. Trump quizá fuera el primer presidente de EEUU que no parecía en absoluto intimidado por la responsabilidad del cargo: no tenía ninguna estima por sus predecesores ni por el trabajo, y las exigencias de este le molestaban.

Las reuniones informativas con los servicios de inteligencia eran una pequeña parte del viaje de candidato a presidente, un componente en la transformación que se suponía que Trump debía sufrir. Después de las elecciones se habló mucho de la probabilidad de que Trump –el bufón, el ordinario, el racista– se volviera “presidencial”. Es cierto que esa palabra significa diferentes cosas en función de quien la use, pero lo cierto es que se asumía que, como presidente, Trump desarrollaría algún tipo de respeto por el cargo (por su cargo) y por el sistema en cuya cúspide le habían colocado los votantes. Esta asunción –esta esperanza infundada– era completamente contraria a la esencia misma del proyecto trumpiano. El 20 de enero de 2017 el país vio que estaba invistiendo a un presidente diferente de todos los demás: un presidente que despreciaba el Gobierno.

Un estudio de los autócratas modernos nos enseñaría que un incendio del Reichstag nunca es un acontecimiento único y señero que cambia el curso de la historia, y también revelaría una verdad que subyace a esta narrativa del acontecimiento único: los autócratas suelen dejar claras sus intenciones desde el principio. Si decidimos no creerles o ignorarles, lo hacemos a nuestra cuenta y riesgo. Putin, por ejemplo, dejó entrever sus planes hacia el final del primer día en el cargo: una serie de parcas declaraciones y de iniciativas legislativas, acompañadas de una redada policial, nos indicaron que se iba a dedicar a remilitarizar Rusia, que desmantelaría sus instituciones electorales y que reprimiría a los medios de comunicación. Su tentativa autocrática –el camino hasta ostentar el poder autocrático: meter a sus oponentes en la cárcel, controlar los medios y anular cualquier tipo de poder político más allá de las puertas de su despacho– le llevó tres o cuatro años, pero sus objetivos habían quedado claros desde el principio. *

Durante veinticuatro horas, Trump no solo pisoteó algunos de los más sagrados rituales del poder estadounidense, sino que además hizo de ello un espectáculo. Profanó la investidura con un discurso malévolo, irrelevante y también mal escrito, pronunciado con el más bajo nivel de emoción e inteligencia. “Hemos hecho ricos a otros países mientras que la riqueza, la fuerza y la confianza de nuestro país se ha disipado en el horizonte”, así resumía el legado de la política exterior estadounidense: un juego de suma cero en el que cada dólar gastado –ya sea en una guerra descabellada o en el Plan Marshall– es un dólar perdido. “Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestra nación ha cosechado los frutos del Gobierno, mientras la gente cargaba con el coste” es su síntesis de todo el trabajo de los hombres y las mujeres que le habían precedido, la totalidad de la historia política del país, cuyo fin declaraba ahora: “Esta masacre de América termina aquí y termina ahora”. Tras descartar el pasado político, ofreció, a modo de visión de futuro, una fortaleza sitiada: un país amurallado que se pone a sí mismo por delante de todo, dando al traste con cualquier tradición o consideración hacia los demás.

Su estrechez de miras y falta de aspiraciones asemeja de manera curiosa a Trump y Putin, pese a que el origen de la mediocridad recalcitrante de ambos no podría ser más distinto. No debemos confundir aspiraciones con ambición: ambos desean ser más ricos y poderosos, pero ninguno de los dos quiere ser, ni siquiera parecer, mejor. Putin, por ejemplo, se reitera en su falta de aspiraciones haciendo bromas soeces en los momentos más inadecuados, como cuando en una comparecencia conjunta con la canciller alemana Angela Merkel en 2013 comparó la política monetaria europea con una noche de bodas: “Da igual lo que uno haga, el resultado siempre es el mismo”, dijo, elegante a su manera al omitir el “te follan” que era obviamente el remate del chiste. La expresión mortificada de Merkel quedó grabada en vídeo para la historia.

Las primeras horas de Trump como presidente se vieron marcadas por un uso vindicativo del poder: el jefe de la Guardia Nacional del Distrito de Columbia perdió su trabajo hacia el mediodía, al igual que los embajadores de EEUU de todo el mundo –básicamente por la razón de que están “a disposición del presidente” y el presidente entrante tenía ganas de despedir a alguien–.31 Entre celebración y celebración, Trump encontró el tiempo de firmar una orden ejecutiva para empezar a desmantelar el logro de su predecesor, la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible. Limpió la página web de la Casa Blanca de cualquier contenido sobre política climática, derechos civiles, sanidad y derechos LGTB, quitó la página en español y añadió una biografía de su esposa que publicitaba las joyas de venta por catálogo de ella (mientras le daba la espalda en público continuamente a lo largo de ese día). También se encargó de dar un aspecto infame al Despacho Oval con unas cortinas doradas.

La pompa política estadounidense expresa una serie de aspiraciones. El extenso ritual de la investidura transmite la importancia del cargo presidencial y la maravilla y el orgullo por el milagro de la transferencia de poder pacífica reiterada. La ceremonia, el concierto, el almuerzo, el desfile, las recepciones; todo ello busca crear una sensación nacional de celebración y autocomplacencia. Es una especie de boda gigantesca concebida para hacer llorar hasta al pariente más hosco. Es un momento para que todo el mundo brille –los que celebran, en su magnificencia, y los no tan afortunados, por reflejo–. A medida que va avanzando el día y la nueva pareja presidencial acepta el honor y la responsabilidad que se les otorga, se convierten en otra cosa: bajo la atenta mirada del país, adquieren la cualidad de “presidenciales”. O al menos, esto es lo que se espera de ellos.

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