Luis Peñalver Alhambra - Los pensamientos nocturnos de Goya

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Como una de sus brujas, el viejo Goya sobrevuela la intemperie de los Disparates, para precipitarse, como el perro semihundido de las Pinturas negras, sobre esa ciénaga de la realidad de donde solo se puede salir si nos hundimos en ella.Pero antes Goya tuvo que naufragar en el silencio para que el silencio se le revelara. Hubo de presenciar la violencia atroz de la guerra, de la injusticia y del extremo sufrimiento. Fue entonces cuando se puso a pintar lo que ya no se puede pintar porque desborda los límites de la representación, como un anuncio del invisible desastre.El presente ensayo, ilustrado con los Disparates de Goya, se sitúa entre la filosofía, la teoría estética y los estudios literarios, y ayudará al lector a sumergirse en las ricas complejidades del pensamiento de uno de los más brillantes artistas de la historia del arte.

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El silencio de las imágenes

Para un sordo como Goya el mundo entero ha devenido escritura, una escritura que tiene que leer en los labios de los otros hombres y en los gestos o los movimientos de los objetos que lo rodean. Alguien que ya no vive en el habla se ve obligado a instalarse en la inaudible escritura: ese universo de signos, huellas, señales o imágenes que suplen la falta del habla y la de las cosas reafirmadas por el habla. Pero familiarizarse con este no-mundo de simulacros es ponerse ya en la dirección del lenguaje silencioso e inagotable del Afuera. Al escribir, al dibujar imágenes como hace Goya en el aire, o al producir la ausencia, oye los balanceos y las agitaciones del ser; oye la implosión del habla y del mundo, la amenaza de que esos muros con los que el lenguaje confina a la realidad acaben cediendo y se derrumben hacia dentro por la presión del Afuera.

Goya ahueca formas, dibuja imágenes en el aire. Pero ¿por qué resultan tan inhabitables estas imágenes? Porque las de los Disparates no nos llevan a verdad alguna, es decir, ni a la verdad del sujeto ni a la del ser, sino al «error del ser, al ser como lugar de errancia, a lo inhabitable»13, a la intemperie del mundo, a un lugar exterior a la verdad; por eso Blanchot lo llama «no-verdad», lo inesencial. Semejante desierto sin medida ni lugar de estancia, desprovisto ya del amparo de la Verdad (que es medida y posibilidad del Día, del mundo), ¿a qué puede forzarnos sino a la errancia del exilio, al nomadismo? Sentimiento de lo inesencial que en los Disparates se percibe cuando las imágenes, abandonadas a su propio delirio (entregadas a la impropiedad de lo que ya no designa nada salvo a sí mismas), contagian lo real, no para fundarlo o conducirlo, renovado, a la sublimación o a la trascendencia de la imaginación barroca; antes bien, la apertura propia de las imágenes goyescas nos descubre un espacio sin horizontes, sin mirada, sin sujeto; el espacio ilimitado de las imágenes que giran enloquecidas sobre sí mismas, en un torbellino del que solo se puede salir para caer otra vez en él. Si la composición de los Caprichos, concebida en función del pequeño tamaño de las planchas, «se distingue —como han escrito Pierre Gassier y Juliet Wilson— por un equilibrio casi clásico en la disposición de las figuras en el interior de un espacio determinado», en cambio:

… la composición de los Disparates da la impresión de un espacio ilimitado; los personajes aparecen en primer plano, como si una cámara móvil provista de un teleobjetivo los hubiese aspirado del paisaje; estos son los que dominan la composición, mantenidos en vilo en un equilibrio precario o precipitados en un movimiento giratorio [...].14

Para «borrar» el mundo hay que separar las imágenes de las cosas y de su creador (hasta que la ausencia de las cosas y del artista se descubra en las imágenes). Estas representaciones ya no son las imágenes de la visión ni las de la pintura barroca, que dominan el objeto a distancia. Podemos comparar el espacio que se refleja en los espejos de Velázquez con los espacios vacíos de Goya. Así, mientras en el espejo velazqueño el espacio todavía está constreñido por un marco y reducido a una superficie, a esa dimensión de la representación que acapara el sujeto, en Goya, en cambio, las imágenes se salen de este espacio enmarcado por la subjetividad de una mirada que convierte el mundo en espectáculo o lo funda como espectáculo; de hecho, parecen flotar como sombras suspendidas en el aire que a veces se animaran para iniciar su frenética danza giratoria. El mundo entero se ha ahuecado hasta convertirse en imagen y, como uno de esos globos aerostáticos que tanto llamaron la atención del pintor, comienza a levantarse del suelo y a levitar, por una especie de fantasía onírica y silenciosa semejante a la de esos hombres alados de «Modo de volar», la estampa número 13 de los Disparates; como si después, cuando todo haya desaparecido, cuando todo se haya volatilizado, como las ilusiones («Volaverunt», reza el número 61 de los Caprichos), solo quedara el aire, el espacio en incesante movimiento. Tal es el espacio que crean las imágenes del Disparate goyesco, un espacio que se puede imaginar aéreo, pues donde todo es caída, caída sin fin o caída ilimitada, las cosas no parecen sino flotar en el aire, como las brujas, imágenes emblemáticas, puras imágenes sin referente real alguno que no remiten más que a sí mismas.

Puede decirse que estas imágenes ya no nos hablan, ¡nos miran! Las imágenes de los Disparates nos observan en silencio. No sale de ellas palabra alguna y, sin embargo —tal es la fascinación que nos producen—, en su silencio nos indican la verdad del mundo, aunque esa verdad solo se exprese en lo inesencial del Disparate, pues las imágenes entregadas a su propio capricho devienen en eco las unas de las otras y, en esta repetición incesante, acaban haciéndose eco del rumor interminable; por ello, al explorar el fondo de lo irreal, las imágenes nos conducen a las profundidades últimas de lo real. Esta es la razón de que las representaciones, que son un engaño, nunca constituyan un sencillo engaño,

… sino el peligroso poder de ir hacia lo que es por la infinita multiplicidad de lo imaginario. La diferencia entre lo real y lo irreal, el inestimable privilegio de lo real, reside en que hay menos realidad en la realidad. [...] Es esta deficiencia, una especie de adelgazamiento, de reducción del espacio, la que nos permite ir de un punto a otro, según el curso feliz de la línea recta. Es lo más indefinido, esencia de lo imaginario, lo que impide a K. alcanzar jamás el Castillo, como le impide eternamente a Aquiles alcanzar a la tortuga, y quizá al hombre vivo alcanzarse a sí mismo en un punto que haría de su muerte algo perfectamente humano y, por consiguiente, invisible.15

Tal es el espacio generado por las imágenes de Goya, surgido, como el ser más genuino del pintor, del borde mismo de la realidad y la cultura; de ese margen vacío de acontecimientos históricos, alimentado por la soledad y el aislamiento del artista, que es el límite que nos separa de lo ilimitado y en el que resulta tan fácil perder el equilibrio. Un paso más y ya no haremos pie; no podremos sino levitar con la ingravidez de los descarnados fantasmas, con la levedad de las puras imágenes convertidas en este mundo sin mundo en puras sombras ontológicas; flotar o caer, tanto da, desde ningún sitio hacia ninguna parte, pues ninguna parte de este mundo es el Afuera del mundo. O precipitarse en el único lugar posible (que no es propiamente un lugar, aunque dé lugar), el del vuelo caprichoso de estas imágenes o simulacros que ya no pueden refrenarse, sino que se sueltan para cobrar, en el mismo salto sobre el insondable abismo, autonomía y vida propias hasta salirse de la realidad.

Fragmentos de Goya

Goya escribe en el aire y, sin embargo, no hay nombres ni razones en el aire de los Disparates. Ninguna palabra para llenar un vacío que deshace la presencia sin arrojarla a la ausencia. Más bien una impresión de Desastre en la relación con el mundo, el recuerdo de lo que nunca ha tenido lugar y que, no obstante, permanece ahí, inmemorial, en ninguna parte, aunque de manera que el «ninguna parte» acontece.

El espacio de los Disparates parece nacer de una yuxtaposición de estallidos, de fragmentaciones, de abismos. Un estallido y un vaciamiento de la realidad: simulacros, desiertos, injerencias del sueño. Y un estallido, asimismo, del hombre: metamorfosis animales, muecas simiescas, carátulas grotescas, peleles, maniquíes, autómatas, gestos estereotipados y danzas maquinales. En la terrible abstracción de ese antipaisaje que es el «Perro semihundido», la más desamparada de las figuras que pueblan las Pinturas negras, en el que ya no se percibe sino espacio atmosférico, hemos visto cómo el desierto se profundiza. El vaciamiento alcanza al propio hombre como tema, pero también como sujeto contemplador cuyo espacio —ha observado de manera certera Antonio Saura— es usurpado por el espacio propio del cuadro: la única figura reconocible es la de un perro, animal saturnino y mensajero de la muerte, del que no se sabe si se está hundiendo o, por el contrario, va a salir a flote, o ambas cosas al mismo tiempo. Señala Antonio Saura que «las ideas de “surgimiento”, “nacimiento” y “aparición” permanecen necesariamente asociadas a la presencia del acentuado vacío»16. Ahora bien, este surgimiento «fosilizado en un instante» que apenas se recorta sobre un «espacio opaco y denso, un vertical y terroso espejo que no es ni cielo ni desierto, sino ambas cosas a la vez», este acontecimiento abrupto y repentino, es también, y de un modo esencial, hundimiento y caída. Sin embargo, la cabeza del perro se asoma, semihundida, y esto es lo que cuenta: nada importa el desde dónde ni el hacia dónde. Se asoma en esa frontera de la realidad, en ese borde que señala la diferencia entre el ser y la nada, entre el aparecer y el desaparecer, entre el lenguaje y el silencio.

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