Antonio Espino López - Vencer o morir

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Hace cinco siglos, el 13 de agosto de 1521, caía
Tenochtitlán, la otrora esplendorosa capital del Imperio azteca y ahora tan devastada como sus habitantes, exterminados por la guerra, el hambre y la viruela. Un mundo, el de
Moctezuma y Cuauhtémoc, el de Huitzilopochtli y el Tezcatlipoca, se extinguía, y otro, el de
Cortés y Malinche, el de Cristo y la Virgen de Guadalupe, nacía. Un hito en la historia universal, que supuso un bocado de león en la
conquista española de América y que marcó el nacimiento del país mestizo que es México. Un hito doloroso, pero que cinco siglos después sigue asombrando: ¿cómo pudieron Cortés y su puñado de españoles, prácticamente incomunicados, en medio de un mundo que les era totalmente ajeno y extraño, conquistar un Imperio que se enseñoreaba sobre una vasta parte de lo que hoy es México? ¿Cómo pudieron escapar en la Noche Triste y vencer a los guerreros águila y jaguar en Otumba? Antonio Espino , catedrático de Historia Moderna en la Universitat Autónoma de Barcelona, y que respondió a una pregunta similar en 
Plata y sangre. La conquista del Imperio inca y las guerras civiles del Perú , aborda en 
Vencer o morir. Una historia militar de la conquista de México la aventura de Hernán Cortés y sus huestes, para resaltar la poderosa personalidad del líder hispano y el papel de las armas y mentalidad europeas, pero evidenciando también la importancia de las alianzas tejidas con los indígenas, sin cuyo concurso la conquista habría sido imposible.

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Stan Declercq, citando a diversos cronistas, comenta que el hecho de realizar capturas de personas que se deben certificar como propias hizo que los prisioneros dudosos, es decir, aquellos por los que dos o más personas disputaban, pudieran ser sacrificados sin llegar a reconocerse a su captor. Por otro lado, estaba penado con dureza, mediante ahorcamiento, el hecho de pretender ser el dueño de una captura de manera fraudulenta o bien ceder a otra persona el prisionero obtenido. Es más, toda esta parafernalia recuerda inevitablemente a una partida de caza en la que cada actuante reclama su pieza o sus piezas y no se desea compartirlas con otros. Aunque se menciona el hecho de atar a los prisioneros, algunas imágenes de ciertos códices señalan el apresamiento tomando al contrario por los cabellos. Aunque esa acción de sometimiento se me antoja que separaba inevitablemente la caza de la guerra. 93

Todo indica que en los encuentros contra el europeo, las armas arrojadizas fueron más letales que las restantes, pues estas no estaban pensadas para dar muerte. En cambio, los dardos lanzados con átlatl o las piedras arrojadas con hondas, por no hablar de las flechas, por muy inferiores que fuesen si se las comparaba con la fuerza impulsora de una ballesta europea, siempre causaban muchos daños al penetrar en las zonas desprotegidas de los cuerpos de los europeos, ya fuesen rostros, cuellos, brazos o piernas. La táctica mexica de envolvimiento del enemigo, con unas líneas delanteras que golpean e intentan arrollar a los contrarios, antes de trasladar a la retaguardia a los prisioneros, es asimilable, según V. Hanson, a la de zulúes y germanos, pero sin profundizar en una explicación de tales similitudes. 94

Era habitual la ingesta de los cuerpos de los enemigos vencidos, una práctica que horrorizaba a los españoles y que les servía para demonizar a las sociedades aborígenes, pero que hubieron de tolerar, y esa es la gran paradoja, a sus aliados tlaxcalteca, sobre todo. Desde luego, los vencedores en una batalla se apresuraban a retirar los cuerpos de sus caídos para evitar que también fuesen comidos. 95 Es más, esa costumbre tan extendida quizá estuvo en el origen de la retirada de los cuerpos de los compañeros caídos en plena batalla, lo que a veces causaba extrañeza en los castellanos, por sus nefastas consecuencias tácticas, pero así lo hacían, al menos, los mayas. Ahora bien, dichas consideraciones en un combate contra europeos, que reaccionaban de manera distinta en la lucha y portaban otro tipo de armamento, es muy posible que resultaran ser contraproducentes, pues los hombres de Cortés solo buscaban la aniquilación del contrario si este no retrocedía –otra cuestión es cómo el caudillo extremeño, como veremos, satisfizo las ansias de prisioneros de sus aliados aborígenes–.

Los mexicas tuvieron que adaptarse a una orografía complicada, a pelear en ciudades lacustres y a batallar en otras que no lo eran, de modo que también desarrollaron diversas estratagemas. En un momento dado, podían fingir una retirada para obligar al contrario a seguirles y hacer que cayesen sobre el mismo tropas emboscadas. Podían construir trampas en el suelo, que cubrían de estacas, por donde harían que pasase el enemigo, o sencillamente obstruir caminos. En las ciudades, dada su arquitectura, se podía atacar al contrario desde las azoteas de los pisos superiores con el lanzamiento de todo tipo de proyectiles. Pero el combate cuerpo a cuerpo era fundamental. Está claro que en una lucha de tipo gladiatorio, los más habilidosos no solo sobrevivían, sino que recibían las máximas recompensas. Cuando el escenario de la batalla era una urbe situada en los lagos del valle central, los mexicas disponían de dos tipos de embarcaciones, según su tamaño, que acorazaban para la guerra, detrás de cuyas defensas colocaban arqueros que disparaban sus proyectiles. Aunque también colocaban trampas disimuladas en el agua, o bien fingían retiradas para atraer las canoas del contrario a una emboscada.

En el mundo mexica, los grados militares se adquirían gracias al número de enemigos capturado, sujetos pacientes de los posteriores sacrificios. Ese era el barómetro de la meritocracia. Marco Cervera nos ofrece un cuadro acerca de la adquisición de grados en función de la capacidad demostrada en combate, que este autor toma de los trabajos de Jesús Monjarás y Luz María Mohar. Aquellos que no habían aprisionado a ningún enemigo –pero habían matado contrarios, se entiende– se denominaban cuexpalchicacpol y usaban una indumentaria específica. Si habían capturado un prisionero se llamaban telpochtliyaqui tlamani y podía usar un traje de algodón. Si eran dos o tres los capturados el rango era el de papalotlahitzli o cuextecatl , podían ser instructores y tenían mando sobre otros hombres. Sus trajes tenían tonos rojos, azules y amarillos y portaban una nariguera de oro. Los capitanes mexicatl o tolnahuácatl habían capturado cuatro prisioneros y tenían derecho a portar el traje de océlotl , cuya indumentaria y el casco imitaban a un jaguar. Cuando se habían obtenido cinco prisioneros, los capitanes se denominaban quauhyacame y el derecho a la vestimenta especial era el traje de xopilli . Por lo explicado, se entiende que el uso de insignias de prestigio estaba muy regulado y visualizado mediante esos trajes específicos, además de permitirse a los guerreros más capacitados poder estar cerca de los grandes capitanes en las ceremonias o encuentros protocolarios. También parece sugerirse a partir del estudio de los códices que las defensas de algodón, los ichcahupilli (escaupiles) tenían un diseño distinto si eran usados por gentes de la plebe mexica, los macehualtin , o por la gente noble, o pipiltin , en cuyo caso la prenda defensiva podía alcanzar las rodillas, sin rebasar la cintura en el primero. Otras fuentes permiten hablar de la existencia de los cuauhuehuetl , capitanes con mucha experiencia de combate, y los quachic , guerreros tan valientes que preferían morir en combate antes que retroceder. Estos hombres, junto con los llamados otomitl , conformaban la vanguardia en las batallas, pero también eran aquellos que en grupos de 4 y hasta 20 individuos podían emprender operaciones concretas, como preparar emboscadas o explorar el terreno. Su aspecto era tan feroz que no necesitaban ningún traje especial para inspirar terror en el enemigo. De hecho, eran reconocibles por su peinado y por el hecho de batallar desnudos, pero con el cuerpo pintado. Según Isabel Bueno, «En la batalla cada cuachic velaba por la vida de tres o cuatro novatos porque se les consideraba “amparo y muralla de los suyos” y eran capaces de permanecer inmóviles, sin comer o beber, varios días para alcanzar su objetivo». 96 Por otro lado, existió la figura del cuexpalchicacpol, es decir, un guerrero que había acudido a al menos dos batallas y no había capturado a ningún contrario. El padre Sahagún aporta, asimismo, el título de cuauhtlocélotl para designar a los hombres especialmente diestros en la guerra. 97

Tras la batalla, se procuraba atender a los heridos, puesto que existían los cirujanos de guerra, o texoxotlaticitl , y médicos-sacerdotes, o tlamacazque . Según algunos testimonios, los mexicas disponían de unas personas encargadas de recoger a los heridos del campo de batalla y los acercaban donde se encontraba el servicio médico. Los muertos, en especial los de mayor rango, eran quemados y sus cenizas se llevaban de vuelta con las tropas. Porque los cuerpos de otros guerreros podían descarnarse para ofrecer sus despojos a los dioses. Se informaba al tlatoani del resultado de la batalla y se debía tener cierta idea de los caídos en el combate, 98 dado que se confeccionaban listas para dar la noticia y compensar a sus familias. 99 Y, sobre todo, había que saber qué guerreros habían sobresalido y cuántos prisioneros de guerra se habían logrado. Por otro lado, al conquistarse una plaza, también llegarían atados a Tenochtitlan las mujeres y niños de los derrotados. En abril se realizaba un gran ceremonial, al que debían asistir los mandatarios del imperio, para sacrificar a la mayor parte de los capturados. 100

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