«Se habrá caído… que hago, le digo algo… mejor no» se dijo y salió de nuevo de la habitación, asegurándose de cerrar bien esta vez. Bajó de nuevo las escaleras, con brío y mucho más relajado. Cuando estaba por el primero escuchó una conversación. La voz del recepcionista parecía divertida al contar su noche a su relevo. Qino quería morirse de nuevo, estaban hablando de él. Al llegar al último tramo pegó la cara a la pared y escuchó.
–Que sí, que ese chico lleva toda la semana follando como un loco.
–No sé, de día no le he visto con nadie.
–Claro, como que solo folla de noche, como los vampiros, hoy de rojo, ayer de azul… muy raro todo tío. Y esta noche con el oso.
–¿Con un oso? –dijo asombrado el relevo.
–A veeer con un tío barbudo, de los de aquí de Pelayo, gordito con mucho pelo.
–Aaah un oso de esos.
–Que digo yo que qué le verá, porque se ha subido de todo, tías, tíos y unos pivones que te cagas, pero un tío gordo...
–A lo mejor es vicio.
–Eso seguro.
–¿Y ha entrado alguien más?
–Na, solo un italiana. Muy rara también, vaya horas para hacer el checkin joder.
–¿Rara?
–No sé, yo creo que era travesti o drag, porque iba pintada como una puerta. Oye vente un momento, que te doy la hoja de turnos del mes que viene.
Qino vio el cielo abierto. A pesar de tener el orgullo herido decidió no decirle nada al capullo del recepcionista y salió corriendo del hostal. Ya en la calle, y suficientemente alejado, respiró ensanchando sus pulmones al máximo de su capacidad prometiéndose no repetir ese tipo de aventuras. Sus años de correrías nocturnas habían quedado atrás hacía mucho tiempo.
Comprobó nuevamente que tenía todo en la cartera y se encaminó a su ático. Su teléfono sonó de nuevo.
–Niño.
–Dime tía, ¿qué quieres?
–No, nada… que la Elvira, que no se ha muerto.
–Cómo que no se ha muerto.
–Pues eso hijo, que el de la residencia estaría dormido o drogado o yo que sé, pero que le tomó el pulso y como lo tiene tan lentito la pobre pues creyó que estaba muerta, pero que no, que está viva, jodía, pero viva.
–Muy bien tía… me alegro… te dejo que estoy entrando al metro. Qino cortó la conversación. Entró en su portal, creyéndose a salvo subió a su casa y al atravesar la puerta ratificó que definitivamente esa no iba a ser una noche normal.
Las ocho de la mañana habían llegado, una vez más, antes de lo previsto pillando totalmente desprevenida a Verónica, una vez más su exmarido no llegaba puntual, una vez más los niños iban a llegar tarde al colegio, la segunda vez esa semana… la tercera en quince días de curso. Un desastre absoluto a la par que una nueva marca personal.
Definitivamente Verónica no tenía edad para estar hasta las tantas de la madrugada de club en club, estaba rendida y sin fuerzas para nada. Aun así hizo acopio de valor y saltó de la cama, se puso lo primero que pilló, unos vaqueros negros y una extraña camisa con puntillas que no recordaba haber comprado, sin bragas y con tacones fue a buscar a sus hijos a la habitación. Los niños dormían en una litera que ella misma había montado porque su exmarido se había escaqueado para no hacerlo, subió la persiana y como en un ensayado ballet se movió entre zapatillas, juguetes y sillas giratorias como una anguila en un acuario. De un solo golpe recogió la ropa sucia, retiró las mantas y con varias palmadas alertó a sus hijos, que impertérritos asistían al enésimo ataque de tarditis de su querida madre. Con un giro de muñeca mandó a uno a la ducha y al otro a la cocina, mientras ella abría la ventana y aireaba las sabanas. Luego en la cocina, preparó sendos colacaos con galletas y zumos naturales en poco más de dos minutos, le dio un toque al frigo para que dejara de hacer ese ruido que ella se empeñaba en ignorar pero que no auguraba nada bueno y mientras el pequeño desayunaba y el mayor se duchaba Verónica revisó si llevaba todo en su bolso, cuando escuchó la ducha apagarse dio una orden seca y corta de manera que se intercambiaron la posiciones. Acto seguido y sin pestañear cerró la ventana, hizo las camas de la litera, la suya propia, vació los ceniceros, organizó el sofá y recogió el puñetero cable de la consola. Cuando el segundo turno de ducha y desayuno hubo terminado, recogió todo tan rápido como lo había preparado y antes de que el iPod diera la media ya estaban en la calle esperando al autobús del cole.
Aunque era extremadamente agotador una vez más Verónica lo había conseguido. Encendió un cigarro y cruzó la calle Atocha, por inercia, sin mirar. En su bar de siempre le esperaba su desayuno habitual, pero esa mañana decidió darse un homenaje y concederse un respiro pidiéndole a Paco, el camarero, un cortado y cuatro churros. Se sentó en la barra y mientras revisaba los mails en el móvil comía, más bien devoraba, los churros. Verónica sabía que se arrepentiría por ese desayuno, no solo porque era una bomba calórica, sino porque no debía hacerlo, y ahí radicaba tal vez su mayor placer, en el debía, si estaba prohibido, sabía mejor y esa semana se estaba permitiendo pequeños placeres prohibidos, pequeños caprichos para liberar la tensión acumulada. Como cuando era adolescente que pagaba el estrés con tabaco y comida, en el fondo había cosas que nunca cambiaban, y esa semana era extenuante, no solo por lo que iba a hacer sino por lo que había hecho, salir hasta la madrugada todas las noches, volver agotada a casa, preparar meriendas, cenas y hacer los deberes de los niños y los suyos propios.
Sacó su IPad y respondió los correos que ya había leído en el móvil. Odiaba escribir con el iPad, pero era mil veces preferible a hacerlo con el teléfono, tecleó varias frases cortas, afortunadamente la pantalla estaba cubierta con un plástico adhesivo que, entre otras cosas, le protegía de la grasa de los churros. Cogió el iPad con una mano mientras con la otra remataba el cortado y la tableta literalmente se deslizó de sus manos, la intentó coger, pero con la grasa se escabullía como un marrano en una pocilga. Igual que si fuera un disco volador salió disparado hasta un taburete y gracias a la providencia divina no se cayó, aunque se habían abierto algunas carpetas con fotografías y documentos comprometidos. Una mujer que desayunaba un inmenso croissant a la plancha miró el aparato con desprecio, sin hacer la más mínima intención de cogerlo por si se caía, pero cuando vio las fotos su expresión cambió. Verónica se dio cuenta y rápidamente se secó las manos con un par de servilletas y recuperó su iPad apagándolo. Nunca había soportado las miradas indiscretas.
Salió unos minutos después y cruzó hasta santa Isabel para subirla entre trompicones por culpa de los tacones y las obras, zigzagueó y bajó las empinadas calles de Lavapiés hasta llegar a la antigua fábrica de lejía. Abrió la puerta magnética y la reja de hierro, y acompañada por la intensa luz que bañaba la fachada entró en el edificio. Pasó un par de salitas, un patio y entró en una habitación blanca, amplia y totalmente vacía, respiró hondo y satisfecha observó la pared, era perfecta, la mejor opción para sus propósitos. Sacó de nuevo su iPad y buscó las fotografías y los documentos que antes había escondido a los indiscretos ojos de la señora en el bar, elevó la tableta y comprobó que sus medidas eran exactas, todo encajaría en su sitio, estaba obligada a ello, todo tenía que ser como un puzle perfecto, solo tenía una única oportunidad de hacerlo.
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