–Oye... ¿Tienes fuego?
–Sí, espera que busco –dijo poniéndose de pie. Abrió el armario y buscó entre varias camisas, verdes, azules, moradas… de todos los colores –toma, quédatelas –dijo lanzándole unas cerillas.
–Oye cómo te llamas… todavía no me lo has dicho… –dijo el oso dando una larga calada al cigarro.
–¿Cómo quieres que me llame? Elige… –dijo robándole un cigarro y encendiéndolo.
–Cómo que elija –dijo riendo Montoya –qué eres, un fugitivo –dijo abriendo la ventana para que saliera el humo.
–Nooo. Mucho peor –respondió sonriendo pícaramente.
–¿Peor?
–Sí, pero es un secreto, por eso no puedo decirte como me llamo.
–Vale –dijo Montoya cediendo a su juego –te llamaré Rouge.
–Rouge –dijo el chico sonriendo.
–Claro, es rojo en…
–En francés, lo sé… me parece bien.
–Bueno Rouge y qué hacías de madrugada por la calle.
–Buscando una víctima… –dijo Rouge guiñándole un ojo.
–¿Yo soy tu victima? –Montoya seguía sonriendo, pero el jueguecito del chico misterioso que echa polvos con victimas callejeras no le gustaba un pelo.
–Todos somos víctimas –dijo lacónicamente Rouge.
–Te importa si me ducho, estoy pringado.
–No, claro.
Montoya cogió la ropa y entró en el cuarto de baño, algo pequeño, sobre todo para su corpulencia y encendió la ducha, supuso que todo el hostal les habría oído correrse y ahora todos le oirían ducharse. Se lavó todo lo rápido que la microducha le dejaba y en pocos minutos salió vestido y dispuesto a irse.
–¿No te quedas?
–Ehm… no, mañana madrugo, es decir, en nada entro a trabajar, casi va a amanecer y tengo que pasar por casa.
–Oh, vaya, que pena.
–Sí, ehm bueno, nos vemos –dijo sabiendo que nunca más iban a volver a verse. El arrepentimiento crecía por momentos, como una indigestión se aferraba a su estómago, y le retorcía las tripas.
–Claro –Rouge se levantó desnudo y le dio un pico –hasta otra tío.
Montoya respiró a gusto cuando se hubo cerrado la puerta, hacía muchos años que no tenía una aventura sexual de ese tipo, de hecho sus últimos ligues habían sido Elvis y Robert y con los dos había acabado en la cama al rato de haberse conocido, pero porque ellos se habían lanzado. Qino Montoya no era del todo consciente de su atractivo. Suponía que al ser grande y peludo no era lo que se dice guapo. A él le atraían los hombres delgados, más o menos velludos, con carácter y aspecto masculinos. Entendía que eso era lo bello, pero un tipo de metro noventa de más de cien kilos con barriga y pelos por todas partes nunca le podría parecer deseable. Rouge no era una excepción, habían follado, pero no le gustaba, y no se sentía cómodo con el juego absurdo del desconocido que sale a cazar por la noche.
Qino bajó las escaleras intentando que no crujieran mucho, a pesar de que ya era casi de día y la actividad del hostal se reanudaba, quería pasar desapercibido. Llegó a la planta baja y muy discretamente se despidió del recepcionista, como si nada hubiera pasado. El chico ni se inmutó, simplemente dijo un anodino «adiós, buenos días».
El sol estaba a punto de salir y Madrid estaba vacío, pero no muerto. Si la noche había sido tediosa y rara, el día se prometía lleno de oportunidades. Qino había decidido ir a su casa, ducharse de nuevo, ponerse guapo e ir a la comisaría con la mejor sonrisa, si era cierto que le iban a nombrar inspector jefe debía parecer sorprendido. Aunque si el elegido era Otxoa… qué cara pondrían los dos al encontrarse en la comisaría. Seguro que alguna puya le lanzaría, pero Qino las devolvería con media vuelta… o no. Nunca se le habría ocurrido atacarle de esa manera, aunque nunca antes Otxoa le había atacado a él tampoco, se habían insultado muchas veces, casi habían llegado a las manos, pero nunca, en todos los años que hacía que se conocían, habían forcejeado así. Y nunca le había encontrado tan atractivo. Ni cuando patrullaban juntos.
Qino tenía la boca seca, y el sabor de la polla de Rouge no se le había ido, echó mano a su bolsillo trasero y descubrió que no llevaba la cartera.
«Mierda, mierda, mierda».
Lo peor que le podía pasar a un policía era perder la cartera, era tan vergonzosamente ridículo, tan estúpidamente ridículo, que no se atrevería a decírselo a nadie, pero si además tenía que explicar el cómo y el dónde, se moriría de la humillación. Dio media vuelta para regresar al hostal pensando que le empezaban a encajar las cosas, era un chorizo, aunque no tuviera pinta de ello. Qino se maldijo a sí mismo por haber caído en algo tan viejo, aunque el chico no tenía pinta de ladrón, de hecho ese tipo de hostales eran bastante caros. Normalmente los ladrones que robaban a gais eran chavales en la Puerta del Sol que se aprovechaban de sus abdominales y su falsa ingenuidad para engatusar a señores y llevárselos a callejones cerca, donde les esperaba otro colega y tras un par de hostias le robaban la cartera, el móvil y el reloj. El hombre, abrumado y avergonzado, no solía denunciar y los chavales volvían a merodear impunemente la puerta del Sol. Qino corrió y entró ante la, ahora sí, asombrada mirada del recepcionista.
–Hola... De nuevo… ehm yo… –a su timidez se unía ahora un creciente sentimiento de vergüenza. Las orejas de Qino se encendían como la luz de la habitación de Rouge, llegando a un tono bermellón cuando se dio cuenta de que no recordaba el número de la habitación.
–Ha olvidado algo caballero –dijo con un levísimo y finísimo tono burlón el recepcionista.
–Yo… ehm… verás… –Qino quería morirse. Ojalá el suelo de tarima flotante se abriera y él cayera dentro –yo…
–Usted… –el chico parecía divertirse, posiblemente esto fuera lo más interesante que le había pasado en toda la noche, de hecho había abandonado el mamotreto que estaba leyendo, y expectante sonreía para ver como ese hombretón hecho un manojo de nervios salía airoso de una situación tan comprometida.
–Verás… he estado aquí hace un ratito… y me he olvidado algo en la habitación de mi amigo.
–¿Quiere que le avise? –propuso con una malvada sonrisilla.
–No, no… mejor subo.
–Bien. Conoce el camino… ¿cierto?
–Ehm… pues… no recuerdo el número –dijo entrando en erupción. Si hubieran podido medir su calor corporal habría roto cualquier termómetro. Qino sentía que toda su cara era un enorme y barbudo tomate ardiendo. El chico no pudo evitar sonreír al decir:
–La setenta y tres. Séptima planta, pasillo de la izquierda.
–Gracias –Qino contestó y sin mirar huyó de la recepción, haciéndose pequeño, como un ratón. Subió casi de puntillas, imprimiendo una inaudita velocidad a sus pasos. Enfiló el pasillo y cuando estuvo delante de la puerta dio un par de suaves toques con los nudillos, esperaba que audibles para Rouge, no quería llamar la atención más de lo que ya lo había hecho.
Rouge no contestó. Qino insistió y al dar el segundo toque, ligeramente más fuerte, la puerta se abrió.
«Habré cerrado mal… seguro que está dormido y no me ha oído» pensó Qino, así que entró sin hacer ruido. La cama vacía le alertó.
«Mierda» pensó «ya se habrá largado con mis tarjetas… joder, joder, joder» pero el ruido de la ducha le hizo pensar que Rouge estaba en el baño. «Qué coño hago… entro… ¿Le espero? ¡Mierda! ¡Joder! ¡Tonto!» Qino se dio un par de golpes en su cabezota. Miró nervioso la hora en el teléfono, eran casi las ocho, debía darse prisa, ya había amanecido. Un destello plastificado llamó su atención desde debajo de la cama. Su cartera, abierta como un libro, con los tarjeteros deslumbrando a la luz del sol. Se abalanzó sobre ella, comprobando con un gran suspiro que no faltaba nada.
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