Antonio Gómez Rufo - Viaje a La Duda

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"1935. La Duda, un pequeño pueblo en la frontera extremeña con Portugal, es escenario del brutal asesinato de una mujer; el sospechoso, un joven del otro lado de la raya. Empujado por el fervor de sus habitantes, el alcalde decide secuestrar y detener al presunto asesino, lo que amenaza con provocar un conflicto con el Estado Novo del dictador Salazar. El inspector Salcedo será el encargado de resolver el asesinato y, así, no solo detener al culpable, sino también evitar otro choque entre dos regímenes tan opuestos como la dictadura de Salazar y la Segunda República española".
La colección Vuelta de Tuerca Narrativa comienza su andadura con Antonio Gómez Rufo, de quien edita Viaje a La Duda, «un poderoso relato en el que se conjugan la intriga y la tensión propias del género con la precisión y la inteligencia narrativa del autor».
Esta obra recibió el III Premio de Novela Negra de la Institución Alfons el Magnànim.

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—Aquí ha sucedido como en el juicio del rey Salomón, ¿recuerda? —dijo, respirando hondo—. Dos madres dicen que el zagal es suyo y el rey ordena partirlo por mitad y dar un cacho a cada una. Solo que una de las madres pide clemencia y prefiere que el crío siga vivo en brazos de la otra. Y por eso Salomón sabe cuál es la verdadera madre. Pues aquí, lo mesmo . Lo mesmo , lo mesmo que lo de Salomón, pero al revés: ni Madrid ni Lisboa han querido ser la madre y entre todos nos han abierto en canal, lo mismo que a gorrino sin amo. ¡Cago en la...!

Luego, cada vez más irritado, enumeró las familias partidas por la fuerza que, al menos, ahora podían volver a reunirse otra vez; pero más a causa de la relajación de la soldadesca lusa que por el imperativo de las normas dictadas desde Lisboa o por el inexistente amparo de Madrid.

Alzó la voz al recordar el abandono que habían sentido al no recibir respuesta alguna de la capital cuando se produjo la ofensa de Portugal contra un pueblo que no hacía mal a nadie, por mucho que un río miserable lo mantuviese partido en dos desde el comienzo de los tiempos.

Y terminó enojado, exigiendo una solución inmediata a la agresión que estaban sufriendo, en lugar de preocuparse por la situación de un pobre imbécil que, al fin y al cabo, solo había matado a su prometida, vaya cosa, como si aquello tuviera alguna importancia en comparación con todo lo demás que estaba ocurriendo. Así que si era eso a lo que había venido desde Madrid, ya se podía empezar a atar los machos porque ni él ni nadie en el pueblo lo iba a comprender.

—Y es que solo se recuerdan de nosotros cuando la necesidad apreta , inspector. Somos la furcia de Madrid o la ramera de Lisboa...

—O una injusticia del rey Salomón, ya lo he entendido. —El policía se metió las manos en los bolsillos—. En fin, que lo siento mucho, señor alcalde, pero yo me tengo que limitar a cumplir las órdenes —concluyó Salcedo, tajante—. A eso vengo y a nada más.

—¿No le decía yo? —El alcalde meneó la cabeza, indignado—. A olisfatear donde no les importa... ¿Y se puede saber qué es lo que quiere que le diga?

—Lo que sepa del asesinato de esa mujer.

—Pues no hay mucho...

***

Don Aurelio se tomó su tiempo antes de empezar a relatar que el 24 de junio, festividad de San Juan, patrono del pueblo, se celebraron meriendas en la ribera del Sever y baile en la plazoleta de Las Cuatro Esquinas con músicas de acordeón y noche regada de vino y cerveza con generosidad. Como todos los años, recalcó el alcalde.

A la fiesta acudió todo el pueblo, tanto los vecinos de La Duda como los de La Dúvida de Portugal, que ahora eran dos sin dejar de ser uno, «como la santísima trinidad pero sin paloma», aclaró don Aurelio, sonriendo su propia gracia. Y como todos los años, continuó, la fiesta se corrió hasta el alba, cada cual a lo suyo, unos despachándose en el baile y otros, los jóvenes, despachándose por su cuenta en asuntos de carne tan propios de la poca edad. «En fin, como todos los años, ya le digo».

—Durante la tarde, y como es de ley —siguió explicando don Aurelio—, habíamos reunido asamblea vecinal para destripar los turnos y convenir los repartos de era para la cosecha, algo que hacemos en comenzando junio. En el sorteo entran todos los hombres, vivan a un lado u otro, que ni el trigo ni la cebada saben de políticas y se dejan segar en cualquier idioma. Y al final todo el mundo quedó conforme y satisfecho con lo que le había tocado en el laboreo. Aquí somos así, señor inspector. Por eso corrió el vino sin tacañería y la fiesta arrinconó las saudades del año.

Don Aurelio se quedó pensativo unos instantes, con los ojos perdidos en el final del mundo y la mandíbula caída, respirando por la boca abierta como si le costase esfuerzo seguir. El inspector respetó aquel momentáneo silencio y aprovechó para secarse también el sudor del cuello con el pañuelo que se sacó del bolsillo del pantalón.

—¿Cómo se llamaba la mujer? —preguntó al fin.

—Lupe. Guadalupe Veloso. Así se nombraba.

—¿Y qué pasó?

—A saber... —El alcalde apartó la mirada y se acomodó en el mojón antes de recostarse desdeñoso en el tronco del limonero—. Esa noche los jóvenes se desahogan, ya se lo he dicho. No es que haya muchos en edad casadera, y mujeres aún menos, pero todo el pueblo sabía que la Lupe y el Mario estaban arreglados.

—¿Y por qué no se iba a saber? —Salcedo frunció los ojos, sin intuir la causa de la justificación.

—¡Porque se ocultaban muy bien, rediós! —alzó la voz don Aurelio—. ¿Por qué iba a ser? Ah, ya... Que usted no tiene por qué saberlo, claro... —recapacitó el alcalde y volvió la cabeza hacia lo alto para pensar la mejor manera de explicarlo—. Pero, ¿tú qué haces ahí, renacuajo?

El inspector Salcedo levantó también la cara y buscó a quién se dirigía el alcalde en ese tono. Y allí, en lo más alto, sentado en el corredor con las piernas colgando, Lucio seguía la conversación de los hombres con los ojos encendidos, las manos aferradas a los barrotes de madera de la balaustrada y la cabeza encajada entre dos de ellos.

—Yo nada, señor alcalde. Nada —respondió el pequeño balbuciendo excusas—. Que la Estirá ya tiene listo el cuarto.

—¡Pues largo de aquí, mal bicho! ¿Se puede saber qué nabos siembras tú en mi casa? ¡Vete a apañar cagajones!

—¡Volando! —replicó el muchacho, desencajándose del presidio de los barrotes y poniéndose en pie—. Si no se le ofrece nada más...

—¡Venga, a tu casa! —ordenó el alcalde.

—Sí, sí... —Lucio obedeció mientras corría escaleras abajo y se dirigía al portón—. Pero, ¿no le ha dicho usted al policía lo de la Marcelina? Lo de la Marcelina —repitió—. Dígaselo.

Salcedo vio, con una sonrisa en los labios, al muchacho correr como si un enjambre de avispas lo anduviera persiguiendo.

Era un chico despabilado, sin duda, pensó Salcedo; y también pobre, con aquellos pantalones viejos a media pierna, la camisola blanca raída y las manos sucias. Flaco y espigado, no tenía en cambio cara de hambre. A buen seguro comía caliente. Salcedo lo comentó:

—Buen chaval.

—Y tanto —replicó don Aurelio.

—Y eso de apañar..., eso que le ha dicho. ¿Qué significa?

—Cagajones... Es una expresión de lo más corriente por aquí... —aclaró el alcalde—. Los cagajones son los... ¿cómo se dice?, las cagadas de las bestias, los... excrementos. Para el abono del huerto, ya sabe. Aquí los recogen los críos, parece que les divierte la cosa. Apañar cagajones es eso, ir en busca y recogida de cagadas de cabra, de oveja, de vaca, de burro o de mula para el abono de la tierra. Pero también es una manera de mandar a alguien a hacer puñetas, seguro que eso lo entiende usted mejor, inspector.

—Mejor, sí.

—Pues eso.

***

Los cagajones, como los llamaba el alcalde, debían de ser en aquel pueblo un suculento e inagotable festín para las moscas, pensó Salcedo. Por eso había tantas y tan insistentes. Desde que había llegado no había pasado un instante en que no hubiera tenido que agitar las manos para espantarlas de la cara, el cuello o los brazos, y esa gimnasia con semejante calorina era un suplicio al que tendría que acostumbrarse porque nada hacía pensar que la plaga fuese a extinguirse de un día para otro. Salcedo odiaba los insectos, aunque la verdad era que, entre ellos, las moscas eran los únicos que no le provocaban pavor. Todos los demás le aterraban. Por eso, de repente, pensó que detrás de aquella oscuridad, entre las rendijas de las piedras, a la penumbra de los rincones y en las costuras de toda la casa habría un millón de bichos acechándole, dispuestos a quedarse a solas con él para picarle, morderle, atacarle y devorarle. De inmediato, sin saber por qué, empezó a picarle todo el cuerpo. Y para no demostrar el miedo que le atenazaba y disimular su cobardía ante un hombre como el alcalde, que por su aspecto parecía muy capaz de aplastar cucarachas con la palma de la mano y descabezar lagartos de un mordisco, se puso de pie y empezó a pasear por el patio, mirando al suelo de reojo para no pisar cualquier cosa que crujiera ni permitir que algún ser vivo con más de dos patas se le introdujera por las perneras del pantalón y escalase por sus pantorrillas hasta los muslos.

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