Antonio Gómez Rufo - Viaje a La Duda

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"1935. La Duda, un pequeño pueblo en la frontera extremeña con Portugal, es escenario del brutal asesinato de una mujer; el sospechoso, un joven del otro lado de la raya. Empujado por el fervor de sus habitantes, el alcalde decide secuestrar y detener al presunto asesino, lo que amenaza con provocar un conflicto con el Estado Novo del dictador Salazar. El inspector Salcedo será el encargado de resolver el asesinato y, así, no solo detener al culpable, sino también evitar otro choque entre dos regímenes tan opuestos como la dictadura de Salazar y la Segunda República española".
La colección Vuelta de Tuerca Narrativa comienza su andadura con Antonio Gómez Rufo, de quien edita Viaje a La Duda, «un poderoso relato en el que se conjugan la intriga y la tensión propias del género con la precisión y la inteligencia narrativa del autor».
Esta obra recibió el III Premio de Novela Negra de la Institución Alfons el Magnànim.

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Y además le regalaban un viaje de unos cuantos días en un coche del servicio, con todos los gastos pagados.

Bueno, tampoco estaba tan mal.

***

Ahora, esperando a ser recibido por el regidor, mayordomo o como quiera que llamasen en aquel pueblo a su alcalde, observó cuanto había a su alrededor y de repente sintió que había llegado a otro mundo, a un lugar que le costaba creer que aún pudiese existir en pleno siglo xx en un país que caminaba a grandes pasos hacia la modernidad de la mano de una República como la española.

Cuanto le rodeaba despertaba en él asombro y un punto de lástima. Un puñado de casas, muchas de ellas que no merecían el nombre de tales, se levantaban con piedras amontonadas a lo largo de una calle de tierra sucia y polvorienta, sin alisar, rugosa y salpicada de guijarros. Cuando lloviese debía de convertirse en un lodazal imposible de transitar. La mayoría de las casas parecían chozas iguales a las que había visto alguna vez en fotografías obtenidas de las profundidades del África, el hogar de las tribus de los negros sin vestir. Parecían hechas de barro, construidas a base de manos y necesidad; cobertizos donde juntar a los hijos en los días de lluvia y llamar a aquello hogar. Muchas de las casas, por llamarlas de alguna manera, eran corrales donde convivían el padre, la madre y dos o tres hijos junto a la mula, las ovejas o la bestia que fuera. Desde la distancia se percibía el pestilente olor a animal y a pobreza. Era inconcebible que aún hubiera gente viviendo en esas condiciones, entre pajas, excrementos y moscas, sin agua ni lugar alguno donde evacuar, solo un rincón que aislaba una tela de saco y que había que cubrir con pajas después de usarse. Si vivir así era un asco, comer a diario debía de ser un milagro. Unas familias alimentaban muchos días a otras; y los niños, los que sobrevivían a toda clase de infecciones y suciedad, podían sentirse satisfechos si alcanzaban la pubertad. En La Duda, como en tantos otros lugares de España, la vida media no superaba los cuarenta años, una edad ligeramente superior a la de mediados del siglo XIX, pero tampoco mucho más.

Era difícil saber cuántos de aquellos vecinos eran algo peor que analfabetos: apenas sabían hablar. Muchos se comunicaban todavía en un lenguaje ininteligible, con palabras inventadas y sonidos guturales muy parecidos a los gruñidos de las fieras. Una vida que para ellos era poco diferente a la de sus bestias, pero en su ignorancia todavía se creían felices.

La miseria es la peor enfermedad del ser racional, porque lo hace irracional.

Detrás del inspector Salcedo había una iglesia de piedra y maderas cruzadas, seguramente viejas traviesas de ferrocarril aprovechadas tras el uso, culminada por una torre rechoncha y despintada con un campanario chato y una cruz pequeña, toda ella imitando un románico primitivo, depauperado. A continuación de la iglesia se alzaba una choza más y después la mejor casa del pueblo, de piedra, con una planta superior que se abría al mundo con balcones de madera. En los bajos, una puerta grande daba paso a lo que sería el refugio de la ganadería, el granero y el carruaje, en el caso de que lo hubiera. Ante esa casa esperaba él. Al final de la calle, en la encrucijada con otra vía trasversal, se reunían el bar, la tahona y una tienda de ultramarinos asaltada por una nube de moscas lentas y perseverantes. Como también le asaltaban a él, con su insistente pesadez y su molesto ir y venir en cuanto se quedaba inmóvil unos instantes.

Anochecía sobre aquella población indescriptible y no se veía ninguna luz de vela o antorcha que diese claridad al interior de aquellas casas pobres. Salcedo miró a lo alto, buscándolos, y no vio postes de luz, ni de teléfono, ni más línea voladora que la que dibujaba los perfiles de aquellas construcciones recortados por la última claridad del día, hacia el oeste. Un carro de bueyes, rezagado, avanzando mansamente desde el final de la calle y arañando la tierra desecada y sedienta, le sacó del asombro y le devolvió a la lástima. Movió la cabeza a un lado y otro, apesadumbrado, lamentando la pobreza que lo rodeaba todo, y metió las manos en los bolsillos antes de apoyarse en el capó de su automóvil, de espaldas a la casa del alcalde.

3

—¡A las buenas!

Una voz segura y ruda le hizo volver la cabeza. De la casa salía don Aurelio caminando ruidosamente, con mucho aplomo, con la mano extendida y los ojos guiñados, midiendo al hombre que aguardaba apoyado en un coche. Estaba sin afeitar, masticaba un palillo alojado en la comisura de los labios y exhibía una seriedad de autoridad. Vestía camisa blanca abotonada al cuello, pantalones de pana marrón desgastada por el uso y alpargatas de esparto. Sus manos eran grandes y ásperas, su tronco orondo y su estatura grande. Y su rostro traslucía una cierta simpatía campechana a pesar de la seriedad con que se presentaba.

—Buenas noches. —Salcedo se incorporó y fue a su encuentro. Mientras le estrechaba la mano no dejó de mirarle a los ojos, como acostumbraba a hacer para estudiar a sus interlocutores—. Me envían de Madrid. Soy el inspector Tirso Salcedo, de homicidios.

—¡Vaya! ¡Ya era hora! —rezongó el alcalde—. Comprendo que en Madrid tengan cosas más importantes que hacer, inspector, pero han tenido que matar a una pobre mujer para que se recuerden de nosotros. ¡Maldita sea! Pase p’adentro .

—Gracias. —El inspector le siguió en cuanto el alcalde le dio la espalda.

—Por cierto... —Se volvió a mirarlo—. ¿Tiene donde hospedarse?

—No lo sé. —Salcedo miró a ambos lados de la calle—. ¿Hay algún hotel en el pueblo?

—¿Un hotel? —Don Aurelio no pudo evitar un mohín sonriente y burlón—. Había un Ritz, pero el negocio era poqueño y se lo llevaron a Madrid. ¡No te digo lo que hay! ¡No, hombre, no! Aquí no tenemos bojío ni nada por el estilo. Pero no se apure, inspector, usted se queda esta noche en mi casa, faltaría más.

El pequeño Lucio miraba a uno y otro, desde abajo, sin perder detalle de la conversación. Estaba pegado a las piernas de don Aurelio, intimidado por la visita del desconocido, pero aun así mucho más atrevido que los demás vecinos del pueblo, que fueron acercándose hasta ellos para ver al forastero que acababa de llegar en un coche negro y que ahora hablaba con su alcalde. El desparpajo de Lucio también era mayor, porque poco a poco se fue separando de las piernas de don Aurelio hasta situarse entre los dos hombres, y su atrevimiento muy distinto a la timidez de los vecinos, que se habían quedado inmóviles a cierta distancia, atentos y reverenciales, sin oír bien lo que se decía aunque disparaban las orejas como los lebreles en las partidas de caza. El pequeño Lucio escuchaba y trataba de memorizarlo todo para poder responder luego con fundamento, cuando le preguntaran, como tantas otras veces.

—Pase usted, inspector. —El alcalde se dio la vuelta y abrió el camino al portón de su casa—. Y tú, diablo, aparta de ahí, qué chiquillo... Un día te enredarás en mis piernas y me romperé la crisma.

—Yo...

Lucio se apartó un poco para dejar pasar a los hombres. Salcedo había sacado del maletero del Ford una pequeña maleta de lona rayada en tonos marrones y crema y siguió al alcalde al interior de la casa. Lucio pretendió seguir su estela, pero al final se paró en el portón, sin atreverse a entrar. Se quedó bajo el quicio de la puerta con los ojos y los oídos alerta puestos en el interior del patio.

—Está usted en su morada, inspector —empezó diciendo el alcalde—. En realidad, aunque sea mi casa, también es la cobijera del ayuntamiento, la oficina del correo y todo lo que haga falta. Llevo tantos años sirviendo a este pueblo... Cuando toca asamblea vecinal, vamos al puente, a decidir lo que sea menester; pero si plueve , nos quedamos aquí. Ya le digo, es mi casa, pero...

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