Antonio Gómez Rufo - Viaje a La Duda

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"1935. La Duda, un pequeño pueblo en la frontera extremeña con Portugal, es escenario del brutal asesinato de una mujer; el sospechoso, un joven del otro lado de la raya. Empujado por el fervor de sus habitantes, el alcalde decide secuestrar y detener al presunto asesino, lo que amenaza con provocar un conflicto con el Estado Novo del dictador Salazar. El inspector Salcedo será el encargado de resolver el asesinato y, así, no solo detener al culpable, sino también evitar otro choque entre dos regímenes tan opuestos como la dictadura de Salazar y la Segunda República española".
La colección Vuelta de Tuerca Narrativa comienza su andadura con Antonio Gómez Rufo, de quien edita Viaje a La Duda, «un poderoso relato en el que se conjugan la intriga y la tensión propias del género con la precisión y la inteligencia narrativa del autor».
Esta obra recibió el III Premio de Novela Negra de la Institución Alfons el Magnànim.

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***

Raramente usaba alguien aquel sendero de tierra muerta para entrar o salir. Algún carro de bueyes o tiro de mulas lo recorría para traer a la aldea aperos de labranza y legumbres mezcladas con piedras chicas, y en pocas ocasiones un par de barriles de cerveza. El circo deambuló una vez por allí, camino de Portugal, sin detenerse, y su mero paso fue el acontecimiento más vistoso jamás contemplado en La Duda. Todavía se recordaba su festejo multicolor en las anochecidas del otoño. Pero desde el veinticuatro de junio, festividad de San Juan, cuando se celebraron las fiestas patronales y llegaron al pueblo vecinos de todas las pedanías de los alrededores con el ánimo de disfrutar del baile que se celebró hasta el alba en la plazuela de Las Cuatro Esquinas, la noche en que, además, se consumó la tragedia de la Lupe, el único camino que desahogaba el pueblo había permanecido sin pisar y nadie esperaba que cambiaran las cosas.

Al igual que no habían cambiado desde que la memoria tenía recuerdos. A pesar de los mandatos que llegaron de Lisboa con la intención de que sus decretos tuviesen más valor que los vínculos que unían a los vecinos de la aldea rasgada, el paso de los días había devuelto la normalidad a la vida cotidiana, únicamente alterada por la trágica muerte que ahora, al pequeño Lucio, solo con imaginarla, le producía arcadas. Aquella descripción que le hizo bajo secreto el médico don Julián de un cuerpo desnudo de mujer abierto en canal, con las tripas fuera y los intestinos desbaratados, encharcado entre pajas ensangrentadas que parecían clavos oxidados formando un lecho de espinas, todavía le provocaba náuseas, sobre todo cuando recordaba que, entre el amasijo de vísceras, el médico le dijo que se encontró un cuerpo sin formar de criatura humana que, de pequeño y rugoso, más aparentaba ratón recién nacido que persona en formación.

Salvo ese sobresalto reciente, que engordaba día a día en sus pesadillas y en el fondo de los recuerdos que se le revolvían por las noches, y que más parecía surgir de la pura imaginación que de una realidad que nadie había visto, para Lucio no había cambiado nada ni en La Duda ni en La Dúvida durante generaciones. La ausencia de incidentes era el bálsamo que permitía una vida que, al decir de la mayoría, preparaba la vejez para acudir sosegadamente a una buena muerte.

***

Lo que descubrió Lucio cuando se apostó al borde del camino fue la llegada de un coche negro. Un automóvil. Sabía que existían: los había visto en los periódicos, fotografiados, y en las revistas que enviaban de manera esporádica al pueblo, sobre todo a la casa de don Julián, el médico, o a la parroquia de don Venancio. Conocía la existencia de los coches y distinguía alguno de ellos, por eso supo enseguida que se trataba de un Ford A Tudor de 1930. Ese Ford A y el Chevrolet 2500 eran sus preferidos: uno así se compraría cuando fuese mayor y estudiara para hacerse médico, como don Julián.

Desde la distancia, el color grisáceo del Ford no le engañó: era negro, claro que era negro; solo que el viaje lo había recubierto con esa capa de polvo que lo tiznaba, disfrazándolo de gris. Plantado al borde del sendero, sin dejar de observar cómo se acercaba, Lucio se embelesó con la visión y el sonido arrullador de aquella máquina que volaba hacia él a treinta kilómetros a la hora. O puede que incluso más.

Le pareció increíble, pero lo cierto fue que el vehículo se detuvo a su lado, un milagro que le llenó las piernas de hormigas y espuma de agua. El conductor, un hombre mayor pero no demasiado viejo, con el rostro sudoroso, el pelo pegado a la cabeza, la corbata aflojada y la camisa empapada pegada a su cuerpo grande, terminó de bajar el cristal de la ventanilla con la manivela, resopló fatigado y apoyó el codo en el exterior.

—Oye, chaval. ¿Qué pueblo es este?

—La Duda, señor —balbució Lucio—. Así lo llaman.

—¡Por fin! —El recién llegado volvió a suspirar y se pasó un pañuelo arrugado por la frente para arrancarse el sudor—. Y dime, muchacho, ¿sabes en dónde puedo encontrar al alcalde? —El hombre se volvió al asiento de su lado y revolvió en unos papeles hasta extraer uno y llevárselo a la cara—. Don Aurelio Gallarosa, ¿no es así?

—Sí, sí... —El pequeño Lucio afirmó repetidas veces con la cabeza—. Don Aurelio, sí, el alcalde... Vive allí. —Extendió el brazo en dirección al interior del pueblo—. Pasada la iglesia, la segunda casa. La única que se ve de dos pisos, no tiene pérdida.

—Pero... —El hombre arrugó la frente, sorprendido—. ¿También hay iglesia en el pueblo? No, si habrá hasta cura...

—Don Venancio, sí señor. —El chico respondió con la seriedad de una persona mayor—. Y no solo es cura, también es ateo.

El hombre miró fijamente al muchacho, intentando descubrir si le estaba tomando el pelo, pero no encontró en su rostro el menor rasgo de ironía. Cabeceó mientras sonreía para sus adentros y le invitó a subir al coche.

—¿Por qué no subes y me indicas el camino? Seguro que...

—¿Puedo, señor? ¿De verdad? —le interrumpió Lucio, entusiasmado.

—Claro.

Cuando el coche se detuvo ante la casa del alcalde, apenas un centenar de metros más allá, el hombre ordenó y cuadró los papeles que llevaba a su lado, los encerró en una cartera de cuero negro y recogió del asiento de atrás la chaqueta del traje. Se apretó el nudo de la corbata, se adecentó un poco y le dio al chico una moneda de cinco céntimos.

—Esto es para ti, muchacho.

—¿Para mí? —Lucio contempló emocionado la moneda en la palma de su mano.

—Sí. Pero tienes que hacerme otro favor: dile al señor alcalde que ha llegado de Madrid el inspector Salcedo y que pide verle. A ver si puede recibirme ahora.

¡Volao! —replicó Lucio con el rostro iluminado por la moneda que apretaba en su mano.

Caía la noche sobre La Duda y el poco aire que se mecía a la intemperie parecía el aliento del diablo. El inspector Salcedo, mientras cerraba las portezuelas del coche, notaba que tenía empapados la camisa, los calzones y la culera del pantalón, y que por los muslos le goteaba un sudor que resbalaba, deslizándose, hasta los calcetines de hilo negro, también sudados. El traje marrón había salido de Madrid recién planchado y ahora parecía un guiñapo. Los pantalones tenían estrías en las arrugas y la chaqueta, que había viajado buena parte del día en el asiento de atrás, ya se había cuarteado como un pergamino. La camisa blanca permanecía alisada porque se había pegado mucho a su cuerpo, como si tuviese frío, pero cuando se la quitara tendría que escurrirle el sudor. A Salcedo incluso le costaba esfuerzo respirar en aquel infierno sin ventilar.

Frente a él había una pequeña vivienda, encalada y limpia. Una de las pocas casas que parecía mantenerse cuidada por capas de cal blanca y pintura azul, tal vez obligada por encontrarse enfrente de la mejor edificación del pueblo.

En la casita había una ventana con las contraventanas de madera, abiertas de par en par. Y detrás de los cristales, entre las cortinas de tela estampada en flores azules, unos ojos que le observaban.

Notó su presencia, vislumbró su brillo y tardó en distinguirlos; y un poco más en descubrir que se trataba de la mirada de una mujer.

2

Aquella misma mañana el inspector Tirso Salcedo había acudido a Comisaría como cualquier otro día, puntual, a las ocho y media. A esas horas Madrid hervía de gente iniciando la jornada laboral y se anunciaba una nueva jornada de calor que a media tarde adormecería los ánimos hasta encerrarlos en las casas o disimularlos entre las sombras bulliciosas de los cafés donde los desocupados y los empleados se mezclaban para bisbisear consignas políticas o subastar vanidades y mentiras, según su condición.

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