Antonio Gómez Rufo - Viaje a La Duda

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"1935. La Duda, un pequeño pueblo en la frontera extremeña con Portugal, es escenario del brutal asesinato de una mujer; el sospechoso, un joven del otro lado de la raya. Empujado por el fervor de sus habitantes, el alcalde decide secuestrar y detener al presunto asesino, lo que amenaza con provocar un conflicto con el Estado Novo del dictador Salazar. El inspector Salcedo será el encargado de resolver el asesinato y, así, no solo detener al culpable, sino también evitar otro choque entre dos regímenes tan opuestos como la dictadura de Salazar y la Segunda República española".
La colección Vuelta de Tuerca Narrativa comienza su andadura con Antonio Gómez Rufo, de quien edita Viaje a La Duda, «un poderoso relato en el que se conjugan la intriga y la tensión propias del género con la precisión y la inteligencia narrativa del autor».
Esta obra recibió el III Premio de Novela Negra de la Institución Alfons el Magnànim.

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—Y la mujer, ¿no se queja? —preguntó Salcedo, tal vez respirando por una herida que el alcalde no llegó a descubrir.

—No hay mujer. Yo vivo solo, inspector —respondió don Aurelio sin ningún énfasis. Luego se quedó pensativo, sin estar seguro de si debía ampliar alguna confidencia, hasta que finalmente decidió que un poco de charla se adecuaba bien a la hospitalidad que debía prestar—: Mi mujer murió hace veinte años y no tuvimos hijos. Aquí solo vive conmigo la Estirá .

—¿La Estirá ? —repitió Salcedo, extrañado del apodo.

—La Estirá , sí. Todo el mundo la llama así porque, ¿sabe usted?, es antipática, altivana , medio sorda y desubidiente . Pero ya servía en casa de mi suegra desde niña, luego atendió a mi mujer durante su enfermedad y ahora ya no tengo coraxe para darle un puntapié y dejarla en el arroyo, que es lo que debería hacer. Aunque, a veces, me entran unas ganas... Ya verá: ¡Estirá!

—Si tiene problemas de sordera... —Salcedo alzó los hombros.

—¡Lo que tiene es muy mala leche! —replicó airado don Aurelio—. ¡Estirá!

—¿Quiere que yo le dé aviso, señor alcalde? —La voz pequeña de Lucio resonó desde la puerta, servicial y sonriente, con la cara alegre como una luna recién estrenada en la noche.

El alcalde se volvió, incrédulo de que el chiquillo siguiese allí, bajó el portón.

—Pero, ¿qué diablos haces tú ahí?

—Por si precisan menester... —replicó el chico, un poco acobardado, con los ojos muy fijos en los del alcalde.

—Anda... —Don Aurelio cabeceó, resignado—. Ve a buscar a la Estirá y dile que prepare ahora mismo la habitación del fondo. Que tenemos huespedado . Y asegúrate de que las sábanas que ponga estén bien requetelimpias , que el señor viene de Madrid.

—Como un rayo. —Lucio subió los escalones de dos en dos y se perdió por el corredor del piso de arriba hasta el final de la casa, llamando repetidamente a voces a la mujer.

Don Aurelio invitó a Salcedo a tomar asiento en el patio, al cobijo de un limonero, junto a las puertas abiertas de un granero que estaba vacío. El suelo era de tierra, pero a trozos estaba salpicado por piedras planas que afirmaban el terreno. Alrededor del patio se elevaban las paredes de la casa, encaladas y limpias, y las escaleras de piedra que subían al piso superior estaban defendidas por una barandilla de hierro sin oxidar. Arriba, un corredor con baranda de madera llegaba hasta las diferentes estancias, todas apagadas a esa hora. En el patio había una humedad de recién regado que permitía respirar mejor y, al cobijo del limonero, un círculo de piedras parejas configuraban una especie de asentamiento donde poder reunirse para conversar en torno a unos vasos de vino en las caliginosas noches del estío. Hacía mucho calor, insufrible para un recién llegado, pero al amparo de aquel patio respirar era un poco más fácil.

Salcedo pidió permiso con un gesto inapreciable, dejó la maleta en el suelo, se quitó la chaqueta y la dejó doblada sobre las piernas cuando se sentó en uno de los poyetes de granito. Luego se aflojó un poco más el nudo de la corbata, respiró hondo y se desabrochó el primer botón de la camisa.

—Parece que hace calor —resopló.

—¿Calor? Bueno... Hasta los cuarenta y seis grados hemos llegado hoy. —Don Aurelio suspiró también—. Y así todos los días. Nadie en el pueblo se recuerda de un verano así, tan exagerado, se lo aseguro; pero estamos empezando a acostumbrarnos. ¿Un trago? —Señaló el botijo.

—Gracias. —El inspector Salcedo levantó el botijo y se regó la garganta con poca maña, mojándose la barbilla y la pechera de la camisa, una torpeza que agradeció porque, en esos momentos, refrescarse era lo que más deseaba. Chasqueó la lengua, levantó el botijo y se lo devolvió al alcalde antes de decir—: Espero no incomodarle, don Aurelio, pero traigo instrucciones precisas de Madrid y necesito que me lo cuente todo.

—A eso vamos. —Don Aurelio respiró también profundamente, removiendo el palillo entre los dientes—. ¿Sabe cuántos años llevo queriéndolo explicar a los de la capital? Pues ni caso...

—¿Lo del asesinato?

—Ah, ¿eso? No, eso no.

Salcedo extrajo del bolsillo lateral de su chaqueta una cajetilla de cigarrillos Lucky y ofreció uno a don Aurelio, que lo miró entusiasmado y lo tomó complacido. Le pasó el chisquero a Salcedo, para que prendiese el suyo, mientras contemplaba su cigarrillo y lo acariciaba como si se tratara de un lingote de oro puro.

—Aquí liamos picadura, no hay para más... Estos lujos no son para el pueblo.

Salcedo no respondió. Exhaló la primera bocanada de humo a las alturas y se dejó caer sobre sus muslos, apoyándose en los antebrazos. Luego volvió a alzar la cabeza para respirar mejor. El cielo se había llenado de estrellas, pero la noche seguía envuelta en fuego. No podía dejar de sudar.

—Buena está la noche —comentó.

—Buena, sí.

***

Lo primero que tenía que saberse cuando el pueblo se partió en dos, tal y como dictó el Delegado, era que La Dúvida era un pueblo perteneciente a la República de Portugal: eso tenía que quedar muy claro. Y en un mástil tan altivo como innecesario, elevado en el centro de su calle principal, que por otra parte era la única, debía ondear a toda hora la enseña portuguesa. Desde ese momento, en la escuela, los niños recibirían las lecciones en portugués, sin excusas; y a cargo de una maestra adiestrada que explicaría única y exclusivamente las enseñanzas y valores del Estado recién implantado, al que se debían. Además, todos los vecinos tenían la obligación de aprenderlo y de expresarse en ese idioma. Para que aquello quedase claro, sobre el puente de piedra vieja que cruzaba el río Sever se estableció una aduana que, para ser cruzada, y hasta nueva orden, requería del permiso del mayordomo, regidor o alcalde del pueblo, función que hasta que se decidiese lo contrario desempeñaría el propio delegado gubernativo.

Pero aquello no era todo: a partir de entonces las transacciones dentro de la población se realizarían en escudos, careciendo la moneda española, la peseta, de valor como moneda de cambio. Hasta el dinero dejó de servir por decreto, como si las nuevas autoridades estuvieran convencidas de que cambiando el color del dinero se alteraría el calor de los afectos.

Por último, y como medida de urgencia, se prohibió la venta y difusión de cualquier cabecera de los periódicos españoles, así como todas las revistas y publicaciones que no fueran previamente autorizadas por el Delegado. La censura, principal estandarte del poder absoluto, se había implantado entre unos habitantes tan iletrados e inocentes que, por no saber, no sabían siquiera el significado de esa palabra.

En definitiva, había comenzado una nueva era de paz, justicia y orden para salvaguardar a los vecinos de La Dúvida de la perniciosa influencia de la Segunda República española, a todas luces anarquista, marxista, atea y librepensadora, según hizo saber el señor delegado en cuanto puso sus relucientes botas en la casa que iba a convertirse en su hogar, en su oficina y en su trono.

Aquel conjunto de órdenes desconcertantes, así como el anuncio del nacimiento de los nuevos tiempos, no habrían producido inconvenientes ni trastornos a los vecinos de La Dúvida si, al igual que la mayoría de las leyes absurdas, se hubieran dictado para ser desoídas, tal y como había venido sucediendo secularmente a ambos lados del río Sever cuando Madrid o Lisboa tomaban decisiones a ciegas, creyendo que no hay nada mejor que una ley para romper los vínculos grabados en los árboles genealógicos arraigados desde mucho antes de que nacieran las ideas que procreaban esas leyes. Y así imaginaron todos que iba a suceder una vez más, a un lado y otro del río, hasta que un buen día una madre portuguesa no pudo asistir al parto de su hija en el lado español del pueblo, hasta que otro día le impidieron a un campesino celebrar la comida de Navidad con su hermana en el lado portugués y hasta que, poco después, se inició el reparto oficial de cerdos y vacas para designar cuáles podían pastar u hocicar a una ladera u otra del cauce. La revuelta tardó un mes y medio en fraguarse, siete horas en producirse y diez minutos en sofocarse, justo el tiempo necesario para que dos balas de fusil luso acabaran con las vidas de un porquero portugués y del tahonero español. Hacía ya dos años de aquel trágico suceso y desde entonces anidaba en el pueblo un sentimiento de desconcierto que unas mañanas amanecía disfrazado de rabia y otras de resignación. Y la mayoría, también hay que decirlo, de indiferencia.

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