Antonio Gómez Rufo - Viaje a La Duda

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"1935. La Duda, un pequeño pueblo en la frontera extremeña con Portugal, es escenario del brutal asesinato de una mujer; el sospechoso, un joven del otro lado de la raya. Empujado por el fervor de sus habitantes, el alcalde decide secuestrar y detener al presunto asesino, lo que amenaza con provocar un conflicto con el Estado Novo del dictador Salazar. El inspector Salcedo será el encargado de resolver el asesinato y, así, no solo detener al culpable, sino también evitar otro choque entre dos regímenes tan opuestos como la dictadura de Salazar y la Segunda República española".
La colección Vuelta de Tuerca Narrativa comienza su andadura con Antonio Gómez Rufo, de quien edita Viaje a La Duda, «un poderoso relato en el que se conjugan la intriga y la tensión propias del género con la precisión y la inteligencia narrativa del autor».
Esta obra recibió el III Premio de Novela Negra de la Institución Alfons el Magnànim.

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La falta de cultura es la peor de las miserias que atenazan la libertad del ser humano. Es madre de desdenes, apatías, resignaciones y sumisiones. La incultura es otra forma de muerte, porque no saber incapacita para exigir. Y junto al hambre, la enfermedad y la esclavitud, permite la injusticia. Al igual que al mendigo lo calla el mendrugo, al inculto lo silencia una palabra que desconoce, un argumento que no comprende, una ley inventada. Un pueblo sin cultura es prisionero de sí mismo y por ello es tan fácil de someter.

Y así sucedió en La Dúvida desde que se dispararon aquellas dos balas tan asesinas como innecesarias.

Por fortuna, con el paso de los días, el luto producido por la soldadesca portuguesa fue aliviándose con la tozudez de la vida y la naturalidad inconsciente de la desobediencia civil, tan sutil como constante y continuada. La caseta de la Guardia Nacional Republicana construida a la entrada del puente permanecía sin habitar cada vez con mayor frecuencia, pasando semanas enteras sin guarda ni vigilancia. Las vacas, iletradas como los vecinos e inmutables como las chumberas, pastaban a un lado u otro del río sin conocer de fronteras sino de hambres; y la llegada del mes de julio, cuando tocaba cosechar el trigo y la cebada, o la época de recogida del fruto de los perales, membrilleros, cerezos, melocotoneros y castaños, reunía a los vecinos de allí o de acá sin que el Delegado ocupara sus pensamientos en otra cosa que en guardarse del calor que, durante el día, sobrepasaba lo humanamente soportable y por la noche obligaba a reposar en una silla clavada a la puerta de la casa para acompasar las bocanadas de aire a las urgencias del cuerpo.

Desde aquel martes de octubre de 1933 en que se revolvieron así las cosas, esperaron en La Duda la respuesta a una carta enviada por el alcalde don Aurelio a Madrid, solicitando instrucciones para, se decía literalmente, «responder a la inaceptable agresión de las autoridades fascistas de Portugal». Y todavía habrían seguido esperando una respuesta si no hubiera sido por la tragedia que había supuesto el brutal asesinato de Guadalupe Veloso, la Lupe, y el posterior secuestro de un vecino portugués a manos del alcalde español y de los dos carabineros que actuaban siempre bajo sus órdenes y le aceptaban como su único mando superior en la aldea, a falta de un guardia local municipal como hubiera correspondido por la escasa entidad de la aldea.

***

El inspector Salcedo no tenía el menor interés en conocer los pormenores de un pueblo en el que, con toda seguridad, no volvería a poner los pies una vez hubiera resuelto el caso que lo había llevado hasta allí. Pero entre la fatiga del viaje, el insoportable ambiente vulturno que incendiaba la noche y la cortesía debida a su anfitrión, no le pareció correcto detener al alcalde en la cháchara que inició en cuanto se refrescó un par de veces el gaznate con el frescor del agua que encerraba aquel botijo pesado como el cofre de un tesoro. Don Aurelio carraspeó con la segunda chupada al cigarrillo rubio y lo primero que dijo fue que en La Duda mandaba él como regidor, mayordomo o alcalde, cada cual lo llamaba de una manera. Su expresión no era de satisfacción, ni de superioridad, ni siquiera de orgullo; más bien parecía de humildad y conformismo con el destino que le había correspondido en la vida.

Y a continuación siguió explicando el modo en que había llegado a esa posición predominante en la aldea, un proceso repetido año tras año según el cual se celebraban elecciones para el cargo un día fijo, o mejor dicho para los cargos, porque la tradición señalaba que los regidores habían de elegirse de dos en dos, y que ambos compartirían en ese periodo decisiones y responsabilidades. Lo que venía ocurriendo, terminó diciendo, era que, aunque siempre saliera algún vecino como el otro mayordomo, él era designado todos los años desde hacía una eternidad. Lo que no dejaba de tenerlo hastiado, confesó.

Por eso su compadre, ya le correspondiese a don Julián, el médico, a don Venancio, el cura, al señor Agapito, a Tobías, al tío Matías, a Silvio, a Pascual o a quien fuera, ninguno de ellos decidía, proponía ni se preocupaba nada por las cosas del municipio, porque sabían que don Aurelio era quien mejor conocía las necesidades de todos y quien las atendía con celeridad y, al decir de la gente, con buen criterio. Por eso, aun siendo dos, era como si siempre le tocase a él velar por el bienestar de todos.

Y luego siguió explicando las peculiaridades de la villa, lo que poco a poco fue atrayendo la curiosidad de Salcedo, por su singularidad y rareza.

—A las elecciones —contó don Aurelio— solo acuden a votar los hombres. Se celebran el día de la Virgen de agosto, a mitad del mes, y el procedimental que seguimos es el heredado de nuestros antepasados, y bien puede decirse que no cabe mayor simpleza: los alcaldes que acaban su año se sientan muy de mañana en la plazoleta de Las Cuatro Esquinas, justo adelante del bar, con una pizarra y un carbonciño , y a las ocho en punto de la mañana comienzan las votaciones. A partir de ese momento los hombres del pueblo, uno por uno, se acercan a uno de los alcaldes salientes y le dicen al oído los nombres de quienes quieren que gobiernen La Duda ese año que empieza. Ellos escriben los nombres en la pizarra, con cuidado de apuntar bien la casa que ha votado para que luego no haya pleitos, repeticiones ni olvidos. Como imaginará, el procedimiental es tan cabal que no más allá de las nueve de la mañana ya han votado las sesenta y dos familias del lado español del pueblo, lo mesmo que antes votaban también las cuarenta y una de la parte que ahora, por ser portuguesa, ya no vota. Y entonces hacemos el recontamiento y se pronuncian en voz alta los nombres de los designados. Si nadie pone objetura alguna, que la verdad es que nadie la pone, se borra la tableja y se la arroja al río como demostración de que la ceremonia es valiosa . Y ya está: se da la votancia por concluida. Y así lo venimos haciende desde..., qué sé yo. En todo caso, muy sencillo y democrático, como verá.

—Sí, sí —aceptó el inspector—. Así lo parece.

—Lo parece y lo es, amigo mío. Lo que queda después es..., ¿cómo se dice?, el traspasamiento de poderes. El mayordomo que sale entrega a uno de los que entra el libro que contiene las cuentas públicas y al otro una caxa de latón, luego se la enseñaré, la tengo ahí mesmo , en mi casa, con los escasos dineros que posee la comunidad. Es una pena que ya no puedan votar todas las familias, porque así era como se venía haciendo hasta que esos malditos portugueses...

—¿Y ahora? —preguntó Salcedo.

—Lo mesmo . Pero ya se lo he dicho: solo votan los hombres de este lado —respondió don Aurelio, sin disimular su descontento—. Y es injusto, porque decidimos controversias y quehaceres que nos afectan a todos por igual. Nuestras tierras, nuestros ganados, nuestras cosechas..., son de todos, como siempre...

—Lo que me sorprende, señor alcalde, es que las mujeres no voten. Se lo digo porque sabrá usted que la Constitución de nuestra República ha declarado que las mujeres pueden votar sin que... —objetó Salcedo, sin buscar con su tono iniciar debate alguno.

—Ya, ya. No necesito que me lo explique usted, inspector, no somos tan burros. —La réplica de don Aurelio no fue amable a pesar de la suavidad de la objeción de Salcedo—. Pero, mire usted por dónde, aquí todavía no, aquí las mujeres no votan. Y, ¿sabe por qué? Pues porque son ellas las encargadas de decir a los mayordomos elegidos lo que es de urgencia atender en el pueblo y, además, el mismísimo orden en que hay que atenderlo. Y aunque no lo crea usted son obedecidas a punto cabal, por supuesto. Son ellas las que mandan, no como en las elecciones de ustedes, las del 33, que han dado el poder a la derecha porque las mujeres han votado lo que les decía su marido y el cura de turno. ¿Qué le parece?

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