1 ...6 7 8 10 11 12 ...23 —¡Salgan todos inmediatamente! —ordenó Talavantes al entrar—. Solo quiero aquí a Beltrán y Álvarez. Cualquiera de estos paquetes podría contener otro explosivo; seguiremos el protocolo de actuación como es debido.
En pocos minutos se vieron rodeados de varios guardias civiles que, junto con los artificieros, les ayudaron a liberar al desdichado. El personal sanitario se colocó al ras del límite de la zona roja de seguridad, como indica el estricto protocolo en esos casos.
Mientras terminaban de liberar el cuerpo, Talavantes se colocó un casco antibombas, cumpliendo igualmente con el protocolo. Le gustaba dar ejemplo, solía decirse a sí mismo, de que «el buen pastor comienza por casa».
Aquel individuo estaba rodeado de más metros de cinta de los que aparentaba a simple vista. Una vez hubieron retirado el último trozo, lo sacaron entre cuatro guardias civiles de la oficina de acceso, para que pudieran actuar el equipo sanitario de la ambulancia
Tendieron al hombre, que se había desmayado por hiperventilación, en el suelo. Lo estiraron con cuidado y lo colocaron en la camilla. Una vez en la ambulancia, comprobaron sus constantes vitales y le tomaron una vía de suero en vena.
Lunes 7 de septiembre, 10:45 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
Una vez liberado el sujeto que venía dentro de la caja, Álvarez y Beltrán se dispusieron a revisar los paquetes y sobres que había desperdigados por el suelo de la recepción. Activaron de nuevo el escáner y los pasaron uno a uno por la cinta transportadora revisándolos con cautela pero con más tranquilidad. Estuvieron inspeccionando paquetes unos veinte minutos más. No encontraron nada sospechoso. Solo un par de sobres grandes sin remitente en los que tampoco había nada.
Al mismo tiempo, el personal de la sala de mandos repasaba cada imagen grabada en busca de algún detalle que se les hubiera podido escapar. Pusieron especial atención en las imágenes grabadas por la cámara instalada en el techo de la recepción. Estudiaron el momento en que el mensajero entraba con ambos paquetes. Buscaban un cómplice, alguien que hubiera actuado de forma sospechosa en los minutos previos a que se activara la alarma. No encontraron nada.
El capitán Talavantes ordenó a todo el personal que se reuniera en la sala de conferencias de la quinta planta. También hizo llamar a Ybarra y al equipo de la policía científica. Les esperaba a todos en una hora.
Lunes 7 de septiembre, 11:11 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Explanada central
Madrid
Los médicos tardaron al menos diez minutos en estabilizar al sujeto. Tuvieron que administrarle oxígeno y colocarle dos vías con suero glucosado y salino. Cuando estaban sujetando al paciente para subirlo a la ambulancia, se escuchó una voz a sus espaldas:
—¿Este es el hombre que venía dentro de la caja? —dijo Santiago Ybarra con tono autoritario.
—Sí, señor —respondió el jefe del equipo sanitario.
El perfil de Ybarra era poco frecuente entre la Benemérita. Licenciado en criminología por la Universidad de Valencia, con un postgrado universitario en Madrid y un año de intercambio con el departamento de investigadores de Scotland Yard.
Su físico tampoco pasaba desapercibido: un metro noventa y dos centímetros de estatura y ochenta kilos. Vestía siempre con camisa blanca inmaculada, con los puños y el cuello tan almidonados que parecía que las estrenase cada día. Siempre con corbata negra lisa y de seda, con un nudo estilo español de trazo perfecto (tenía siete iguales, una para cada día de la semana). El traje, de casimir inglés y siempre de tonos oscuros, era de color gris grafito. Era su particular forma de ir uniformado. Su cargo de investigador jefe no le hacía olvidar su gusto por los uniformes. Ahora no tenía que llevarlo, pero él se uniformaba a su manera. La disciplina y la rectitud se adivinaban hasta en su forma de andar. A punto de cumplir treinta y ocho años, estaba casado y tenía seis hijos, más otro que venía en camino. Pertenecía a la comunidad del Camino Neocatecumenal, o los kikos[4], fundada por Kiko Argüello.
Participante activo de su comunidad religiosa, Ybarra era un predicador frecuente en los seminarios juveniles. Sus conceptos de lealtad, respeto al prójimo, honestidad y rectitud hacían de él un modelo a seguir.
De tez trigueña, pelo negro liso y abundante, su rostro era alargado, con las facciones angulosas y marcadas en parte gracias a las dos horas diarias de correr y gimnasio. Solía utilizar gafas de pasta negra, de esas entre clásicas y antiguas, que lucen como el último modelo retro.
Santiago Ybarra tenía pocos vicios. Solo fumaba dos puritos habanos al día, de esos que se lían a mano en Cuba; uno después de comer y otro después de cenar. Solo bebía alcohol en ocasiones especiales, casi siempre vino, su pasión. Acostumbraba a tomar una copa tres o cuatro veces por semana.
Un paso por detrás del capitán Ybarra se encontraba su ayudante, el teniente Roberto Negrete; un verdadero personaje. Guardia civil forjado a la vieja usanza, o como él decía, «a base de muchas hostias». Tenía cincuenta y cinco años y treinta y cuatro de servicio, diez de los cuales había servido en la policía local y veinticuatro en la Guardia Civil. Se negaba a retirarse, antes prefería morir en el cumplimiento del deber. Era lo opuesto a Ybarra; tan diferentes como la noche y el día. Mientras Ybarra parecía un gentleman inglés, Negrete era lo más parecido a un gorila, un espalda plateada, incluyendo la prominente y dura barriga que los caracteriza.
Era temido en todo el cuartel, y con razón. Su fuerza era algo fuera de lo normal para una persona de su edad, y sobre todo de su estatura; un metro sesenta y ocho centímetros de músculo comprimido. Para rematar su aspecto, sus colmillos sobresalían ligeramente de la línea circular medía de su encía y eran un poco más alargados, que el resto de los dientes. En una ocasión le soltó una colleja a un chaval imberbe de una tribu urbana de góticos que le preguntó dónde le habían hecho esos colmillos tan «alucinantes».
Sí existe un vínculo genético entre el hombre y el gorila, Negrete era una muestra de ello. Y su inusual fuerza, la confirmación de la teoría. Los gorilas espalda plateada tienen diez veces mas fuerza que el humano promedio.
Había algo que Ybarra y Negrete tenían en común: su rectitud y moral. Eran leales e incorruptibles. Hombres con altos estándares de ética y justicia, de los que quedan pocos hoy en día. Aunque Negrete era más bien de mano dura, casi tanto que se manejaba en la delgada y delicada línea que separa la legalidad de la ilegalidad. Sin embargo, cuando actuaba bajo el velo de la ilegalidad, era porque consideraba que algo era injusto, debido a los vacíos legales o leyes absurdas que regían el país.
Esto no acababa de convencer mucho a Ybarra, que intentaba respetar las leyes a rajatabla. Pero si tenía que poner en una balanza lo bueno y lo malo de Negrete, lo bueno hacía que esta se inclinase a su favor, por mucho.
Así como Ybarra parecía vivir atrapado en los años ochenta, Negrete se había quedado en los sesenta. Usaba un par de americanas de piel negra que alternaba diariamente y que debían ser de buena calidad, ya que llevaba años con ellas. Vestía camisas de colores claros lisos, siempre abiertas hasta un botón antes del pecho, por lo que se podía apreciar lo extremadamente velludo que era. Ese detalle le daba un ligero aire de chulo de aquella época, así como su crucifijo de oro antiguo. Su rostro ancho, anguloso y comprimido estaba enmarcado por un mentón prominente. El cabello abundante y ligeramente rizado le brotaba desde la parte media de la frente, la cual era muy estrecha por la enorme cantidad de pelo que tenía. Utilizaba gomina y se peinaba hacia atrás, lo que le hacía parecer aún más un homínido. Un bigote denso y recortado al estilo Groucho Marx era su rasgo más distintivo. Tenía la nariz deformada y las orejas eran lo más parecido a dos coliflores, consecuencia de su paso por el boxeo amateur, deporte que había practicado durante quince años.
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