1 ...8 9 10 12 13 14 ...23 Iba a continuar hablando cuando Beltrán levantó la mano.
—Dígame, sargento —atendió Ybarra.
—Supongo que ya han contemplado esa posibilidad pero, ¿han investigado a los familiares de los niños?
—Más de treinta agentes de paisano de la policía nacional han vigilado cada paso de los posibles sospechosos —respondió Ybarra—. Nueve familiares para ser exactos; cuatro consanguíneos y cinco parientes cercanos. Son los que identificamos en los vídeos que nos proporcionó la televisión local.
—Entonces el paquete lo podría haber enviado algún otro familiar en complicidad con alguno de estos —comentó otro de los agentes.
—Negativo, agente —respondió con contundencia Ybarra, que tenía informes muy detallados de los movimientos de cada uno de los familiares y amigos de la familia de los niños García. Además, hemos intervenido los teléfonos de todos los familiares.
—Tiene razón el capitán Ybarra —comentó Núñez dirigiéndose a Talavantes—. El envío del paquete bomba que explotó dentro del primer escáner fue anterior a la fuga de este sujeto. Y el material utilizado para explosionarlo fue el mismo, incluida la cantidad. Por lógica se trata de la misma persona. Algo ha debido pasar entre medias. Quizá en otra comunidad o en otra dependencia…
—Núñez tiene razón —respondió Talavantes atajando la respuesta en el aire—, pero eso lo comentaremos más tarde en una reunión con el resto de artificieros que estuvieron ese día de la explosión. —Su tono de voz se volvió cauteloso, como advirtiendo de forma sutil a Núñez que se callara.
—De acuerdo, capitán —afirmó Núñez con un ligero tono de sumisión, consciente de su error. Había hablado más de la cuenta llevado por la inercia de los acontecimientos en su afán por querer encontrar coincidencias.
A Ybarra aquel gesto no le pasó desapercibido.
En ese momento, un agente del laboratorio que aún llevaba puesta la bata blanca, entró en la sala y le entregó un sobre a de la Bárcena. Todos se mantuvieron expectantes mientras este le echaba una ojeada rápida. Entonces se levantó y se dirigió a los asistentes.
—Ya tenemos la lista del contenido de la caja. A ver qué conclusiones podemos sacar —dijo este, y empezó a leer—: Además de la pastilla de nitrocelulosa, la caja contenía una botella de gaseosa La Casera de litro y medio casi vacía, una caja de ibuprofeno de cuarenta comprimidos, de los cuales faltan dieciocho, una caja de pastillas efervescentes Alka-Seltzer de veinte comprimidos a la que le faltan solo dos, una caja de sobres antigripales de la que faltan seis, siete guindillas extrapicantes dentro de su empaque original. Hay una nota del laboratorio que indica que, considerando el peso que aparece en la etiqueta y el de cada guindilla, al parecer faltan entre cuatro y cinco unidades. —De la Bárcena continuó enumerando los diferentes elementos de la lista—: Una sonda de plástico en forma de Y con una goma de silicona en un extremo, un bote pequeño de vaselina, un cd que están analizando en el laboratorio de sonido y un ticket de compra sin más indicación que unas cantidades que suman un total de nueve euros con cincuenta. —El capitán mostró una fotocopia en color ampliada del ticket—. Y por supuesto no hemos encontrado ni una sola huella ni tampoco nada que pudiera detonar la nitrocelulosa —aseguró Talavantes—. Solo la utilizó para que se accionara la alarma del escáner y que inspeccionáramos el paquete.
Mientras tanto, Ybarra repasaba mentalmente la lista del contenido de la caja. Estaba seguro de que ese ticket era clave, si no, no lo habría incluido. ¿Qué indicarían todas aquellas cantidades? Pensó en la imagen del embalao con la palabra culpable escrita en el muslo. Un explosivo que no podía explotar, el cd, las guindillas, las pastillas efervescentes, la botella de gaseosa, la sonda, la vaselina, el ibuprofeno…
De repente, una idea le vino a la cabeza. Pasó un par de hojas del informe del laboratorio y se detuvo en la foto de la caja de ibuprofeno. Sin decir nada, sacó su móvil y llamó a su secretaria.
—Buenos días, Chari —se dirigió educadamente a la mujer—. ¿Podrías, por favor, subirme la caja de ibuprofeno que hay en el cajón de mi mesa? Gracias. —Inmediatamente colgó el teléfono.
—Sergio, ¿puedes hacer que suban la caja de ibuprofeno de la lista? —preguntó entusiasmado a de la Bárcena.
—¿Qué ocurre, Santiago? —preguntó este mientras hacía un gesto a uno de sus agentes para que fuese a por el medicamento.
—Tengo una corazonada.
Ybarra continuaba repasando mentalmente la lista de la caja. Las guindillas era lo único que no le cuadraba pero debían tener alguna conexión con el resto de los objetos. Entonces recordó una charla que tuvo años atrás con uno de sus agentes sobre torturas en países del tercer mundo. En ese momento irrumpió en la sala Chari, la asistente de Ybarra. Una morena no muy alta, delgada y atractiva que provocó un silencio inmediato. Se dirigió a Ybarra y le entrego los calmantes, que eran de la misma marca que los encontrados en la caja del embalao. Aquel buscó inmediatamente el precio recomendado por el laboratorio. Entonces cogió la fotocopia del ticket.
—¡Lo sabía! Dos euros con cincuenta —afirmó con tranquilidad. Todo empezaba a cuadrar en su cabeza—. Nos ha mandado la cuenta de la confesión. Hacerle confesar sus crímenes le costó nueve euros con cincuenta. Si no me equivoco, las cantidades del ticket corresponden a los precios de cada uno de los productos de la lista. Y me jugaría el cuello a que el cd contiene una grabación de la confesión del pederasta.
—Pero señor —replicó Álvarez—, en la lista hay ocho productos y en el ticket constan nueve cantidades. Algo no cuadra.
—Sí, hay algo que se nos escapa, aunque estoy seguro de mi teoría —dijo mientras se giraba hacia su ayudante—. Negrete, llama a Mendoza y dile que venga inmediatamente.
Negrete salió de la sala mientras sacaba su móvil.
—Perdona, Santiago ¿quién es Mendoza? —preguntó Talavantes intrigado.
—Uno de nuestros agentes especializado en mafias latinoamericanas —respondió—. Se ha formado en la policía judicial mexicana y es experto en «confesiones atípicas».
—Explícate —pidió de la Bárcena levantando la ceja con suspicacia.
—Son confesiones en las que se recurre a torturas que no dejan huella, muy utilizadas por la policía mexicana y muchas otras de países latinoamericanos. Así los jueces no pueden revocar una sentencia por malos tratos o tortura al detenido —explicó Ybarra.
—No quiero ni imaginármelo —respondió de la Bárcena.
—No te haces una idea de lo que son capaces de hacer en la policía mexicana para obtener una confesión —sentenció el capitán.
El agente que había ido al laboratorio a por la caja de ibuprofeno entró en la sala y se la entregó a Ybarra. Este la revisó y sonrió entre dientes: ¡qué listo!
—¿Qué pasa? —preguntó de la Bárcena.
—Que el muy hijo de puta le quitó el código de barras para que no pudiéramos hacer un seguimiento del lote e identificar dónde lo compró. Sin embargo sí que dejó el precio; dos euros con cincuenta. Seguramente habrá hecho lo mismo con las pastillas efervescentes y los antigripales. —De la Bárcena sacó su móvil y llamó al laboratorio. Unos instantes después miró a Ybarra y afirmó con un gesto confirmando su teoría.
Se abrió la puerta y apareció el teniente Melchor Mendoza, que se dirigió directamente a Ybarra.
Mendoza era español pero su físico dejaba al descubierto su ascendencia mexicana. Su abuela materna era una india mestiza descendiente de la tribu de los olmecas. Nacido en Santander, se había formado en química en la Universidad Complutense de Madrid. Posteriormente había cursado un máster en bioquímica por la Universidad de Granada. Terminó su formación en Ciudad de México, gracias a una beca de intercambio entre la Guardia Civil y la Policía Judicial mexicana. Había trabajado en México, Guatemala, Colombia y El Salvador con los grupos más violentos de cada país.
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