Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
La reunión finalizó después de tres eternas horas de recopilación de datos e informes.
Todos los equipos se marcharon con alguna tarea por realizar o alguna línea de investigación que seguir. Se les convocó de nuevo para el día siguiente a las seis de la tarde. Así tendrían tiempo de recopilar más información. La reunión la coordinaría el capitán Talavantes, ya que de la Bárcena e Ybarra viajarían con Negrete a Almería.
A la salida, Talavantes y el sargento Núñez siguieron comentando algunos puntos de la reunión. Ybarra y Negrete iban detrás de ellos. El capitán Ybarra quiso aprovechar que estaban solos para hacerles un par de preguntas. Le hizo un gesto a Negrete para que se alejara por el otro pasillo.
—¡Armando! —gritó mientras se dirigía hacia Talavantes. Cuando estuvo a su altura le comentó: Hay algo a lo que no dejo de darle vueltas desde hace rato.
—Dime —afirmó amablemente Talavantes.
—Si con el segundo envío, o si preferís llamarlo «aviso de la llegada del paquete» —enfatizó ese preferís, involucrando a ambos en la respuesta—, no había ningún mecanismo que activara el explosivo, ¿por qué creéis que explosionó el primer envío destruyendo el primer escáner? No tiene ningún sentido. ¿O me he perdido algo? —cuestionó con un delicado toque de ironía, lo suficientemente perceptible como para que ambos se dieran cuenta de que Ybarra había leído bien entre líneas el dialogo de ambos en la sala de conferencias.
Ambos se miraron un segundo. Talavantes cerró los ojos pausadamente y asintió con la cabeza. Con aquel gesto autorizaba a Núñez a darle toda la información pertinente a Ybarra.
—Sí, algún motivo debe haber, capitán, pero aún no lo acabamos de entender —explicó Núñez—. No podemos andarnos con rodeos. La situación es bastante atípica y cada minuto que pasa se complica más. —Exhaló un suspiro antes de continuar—: Hay una cosa que casi nadie sabe: el primer escáner tuvo problemas técnicos, solo funcionaban los sistemas más básicos pero no podía identificar explosivos.
—¿Y por qué no lo arreglaron? —cuestionó Ybarra un tanto indignado.
—El escáner llegó estropeado de Alemania, o se dañó durante su traslado. Los técnicos alemanes tenían programada su reparación la semana posterior a la explosión.
—¿Y cuánto tiempo estuvo funcionando así? —preguntó de nuevo Ybarra con tono represivo.
—Unos diez días —respondió Núñez—, hasta que lo destruyó la explosión.
—¿Y cuándo llegó el segundo escáner? —continuó con su interrogatorio el capitán Ybarra.
—A finales de la semana pasada. Tenían uno listo para la policía italiana pero ante el desaguisado nos lo mandaron inmediatamente.
—Entiendo… —respondió Ybarra.
—Es información confidencial —intervino Talavantes por primera vez—. ¿Te imaginas la que nos caería desde el sindicato de la Guardia Civil si se enteran de que el aparato explotó y lesionó a un guardia porque no funcionaba correctamente?
—Lo entiendo perfectamente. Esto quedará entre nosotros, háganme un favor.
—Dime —asumió Talavantes.
—Necesito saber con total seguridad si el explosivo es exactamente el mismo y si lo envió la misma persona —exigió Ybarra.
—Cuenta con ello —se comprometió Talavantes—. Mañana en la reunión te lo confirmaré.
Cada uno se marchó rumbo a su departamento e Ybarra se fue más tranquilo. Sería difícil que volvieran a ocultarle información durante la investigación. Los artificieros están hechos de otra pasta; se jugaban la vida en cada intervención. Eran el departamento que más y mejor trabajaba en equipo. Sus vidas dependen de ello. Son como una hermandad, para lo bueno y lo malo, especialmente para cubrirse las espaldas.
Ybarra dejó los expedientes del caso en su oficina. Ya casi eran las cuatro de la tarde y tenía hambre. Llamó a Negrete, que había ido al archivo para recopilar la documentación sobre el caso del pederasta, y quedó con él para comer algo. El día sería más largo de lo normal.
Lunes 7 de septiembre, 18:00 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
El mensajero continuaba detenido en la sala de interrogatorios. Esperaba esposado y vigilado por dos guardias civiles. Su tranquilidad era desesperante. Los primeros agentes que lo interrogaron no habían conseguido sacarle nada de información. Repetía lo mismo una y otra vez: su nombre, su apodo, y que le había pagado un hombre muy educado para que entregara los paquetes. Enseguida se dieron por vencidos. Se notaba que era un simple indigente con un mono de trabajo común. Aquel hombre no sabía nada más. Además, el hedor que desprendía aquel pobre desgraciado era insoportable y vomitivo.
Entonces apareció el agente Fonseca, un psicólogo experto en interrogatorios. Su misión era intentar descubrir algún rasgo sobre la persona que había contratado al indigente a partir de lo que este contara.
La situación se estaba volviendo tensa. Ya era tarde y no tenían ni una sola pista. El revuelo que se había ocasionado con la llegada del embalao no permitía que se olvidara el asunto en poco tiempo.
El agente Fonseca debía obtener cualquier dato que les permitiera elaborar un perfil sobre la personalidad del remitente de los paquetes. O al menos algún rasgo físico que ayudara a la policía.
—Buenas tardes, Pedro —saludó Fonseca con amabilidad y utilizando su nombre de pila para provocar más cercanía.
—Buenas —respondió este con desinterés y por mera educación.
—Soy el agente Guillermo Fonseca y estoy aquí para interrogarle —continuó diciendo—. Mis compañeros me han dicho que usted no tiene nada que ver con los delitos cometidos. Pero usted ha participado por dinero en algo ilegal. Si nos ayuda con lo que sepa saldrá pronto de aquí. De lo contrario, este interrogatorio podría ser muy largo y cansado.
—¿Me van a dar de comer? —preguntó con exigencia el mendigo.
—Si colabora, le prometo que le daremos comida.
—¡Quiero comer ahora! Tengo hambre. Ya se lo dije a sus compañeros; si no como, no hablo —gritó enfadado.
—Solo puedo ofrecerle comida si colabora, y mientras más rápido lo haga, más pronto se la podré dar —respondió Fonseca con calma.
—¿Lo promete? —preguntó suspicaz—. Sus compañeros han sido unos cabrones, no me han dado ni agua.
—Se lo prometo; si usted me ayuda, le daremos de comer. —Entonces pidió que le llevaran agua para ganarse la confianza del detenido.
—Bueno, ¿qué quiere saber?
De pronto, a Fonseca le dio una arcada sin previo aviso. Llevaba unos minutos aguantando el insoportable hedor que desprendía el indigente. Tuvo que salir rápido hacia el baño para vomitar, conteniendo el vómito con la mano. A los pocos minutos volvió con dos pegotes de Vick Vaporub en la nariz y el labio superior. Parecía el bigote de Charles Chaplin pero de gel blancuzco. En cuanto volvió a entrar, el indigente se echó a reír. Fue la única manera que encontró Fonseca de disfrazar el olor. Así pudo continuar el interrogatorio que duró más de una hora.
—Lo siento —dijo el detenido entre avergonzado y divertido.
—No se preocupe, Pedro —dijo Fonseca y cambió de tema—. ¿Por qué no ponemos ambos de nuestra parte para que pueda marcharse pronto a comer algo?
—Vale, ¿qué quiere saber?
Entonces comenzó el interrogatorio. Los únicos datos fiables que Fonseca consiguió fueron prácticamente los que ya tenían: que lo había contratado un hombre de aproximadamente cuarenta años, muy educado, de formas y manera de hablar muy cuidadas, que le inspiraba confianza y tranquilidad. Le pagó trescientos euros por adelantado. Le había indicado claramente cómo hacerlo: debía entregar los paquetes a las nueve y media de la mañana en punto. Y que cuando terminara la entrega, se podía quedar la carretilla. No pudo describir su rostro, pues dijo que llevaba un gorro y gafas.
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