José Alberto Callejo - Confesor

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El 7 de septiembre dos cajas dirigidas al Inspector Santiago Ybarra llegan a la Dirección General de la Guardia Civil, de repente ¡saltan las alarmas! El contenido de la más pequeña hace activar el protocolo antiexplosivos.Lo que podría ser un atentado se convierte en un interrogante, uno de los dos paquetes, una caja muy grande, contiene un prófugo buscado por la Guardia Civil y Policía Nacional por casos de pederastia e infanticidio, desafortunadamente para los cuerpos de seguridad nacional, es un caso mediático muy conocido por la opinión pública. En la caja que activa la alarma, también viene la confesión y un ticket de lo que costó hacerle hablar, menos de 10 €.Podría tratarse de un héroe anónimo, un familiar que clama venganza o de simplemente un caso aislado, si no fuera porque en días posteriores otros delincuentes fueron debidamente entregados por mensajería; uno de ellos por violencia de género y asesinato.Todos con sus correspondientes confesiones. ¿Quién está detrás de esta cacería? ¿Es un delincuente o un héroe? ¿Trabaja solo? Esta no es una lucha entre el bien y el mal, es la historia de una encarnizada batalla entre la moral y la justicia. Algo de lo que está muy necesitada la sociedad en estos tiempos.

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—¿Y durante esos cinco minutos la persona respira? —preguntó de nuevo de la Bárcena.

—En todo momento, señor —aseguró Mendoza—. A veces ahogado, hasta hiperventilado, pero uno no lo percibe. La sensación mientras tragas esa espuma ardiente es de falta el aire. Al mismo tiempo sientes que parte de esa espuma se va a los pulmones —continuó explicando—. Todo ocasionado por un bloqueo sensorial que confunde los sentidos. En realidad todo se traga y va directo al estómago en un acto reflejo de supervivencia.

—Entonces, el torturado podría confesar algo que no ha hecho… —insistió de la Bárcena.

—No, señor —le aclaró Mendoza—, el estado de trance es tal que anula la capacidad de mentir. Uno no es consciente de lo que dice, es el subconsciente el que habla. Este tipo de torturas no se utiliza para hacer confesar algo que uno no ha hecho, sino para obtener información específica. No se trata de afirmar algo, se trata de proporcionar datos.

En ese momento entró en la sala el agente del laboratorio que había ido a confirmar la existencia del envase de fuelle con el mismo dentro de una bolsa del laboratorio. Se lo entregó a Ybarra y este se lo mostró a Mendoza sin mediar palabra.

—¿Huellas? —preguntó de la Bárcena al agente.

—Ninguna, señor.

—¿Ni una sección parcial? ¿Nada que nos pueda servir? —insistió.

—Nada —aseguró el agente del laboratorio—. Ni en el paquete, ni en las cintas de embalar las cajas, ni en las etiquetas, ni en la cinta que envolvía el cuerpo. Ni siquiera un cabello o vello corporal. Solo se encontraron las huellas del mensajero en el exterior de ambas cajas.

—Por cierto, ¿cómo va el interrogatorio? ¿Se sabe algo nuevo? —pregunto Talavantes a Ybarra.

—De momento nada; será lo que imaginábamos, un mensajero anónimo —respondió el capitán resignado.

—¿Anónimo? —cuestionó incrédulo de la Bárcena.

—Sí, así solemos llamarles —aclaró Ybarra—. Indigentes a los que ofrecen dinero, generalmente una cantidad que no pueden permitirse el lujo de rechazar. Les entregan el paquete y un papel con las indicaciones y les pagan por adelantado. Después les amenazan con darles una paliza o matarles si no cumplen con su trabajo. Es un método muy utilizado por todas las mafias en general.

—¿Y qué ha dicho hasta ahora el mensajero?

—Aún continúan interrogándole. Hace una hora que hablé con los agentes que están con él, pero no han conseguido nada que nos pudiera servir.

—De la Bárcena hizo un gesto a su agente para que se sentara y se quedara a escuchar el resto de la exposición. Después le pidió a Mendoza que continuara; el capitán Talavantes lo interrumpió.

—Perdón, teniente, en todo momento hablaba usted en primera persona.

—Sí, señor, he pasado por ese martirio —respondió Mendoza sin inmutarse.

—¿Le torturaron, teniente? —preguntó Talavantes asombrado.

—No, señor. Bueno… —titubeó—, en realidad sí, fue de mutuo acuerdo.

—¿Me está usted diciendo que lo hizo por voluntad propia? —Talavantes no salía de su asombro.

—Sí, señor.

—¡O está usted loco o es un auténtico salvaje! —Inmediatamente se arrepintió de sus palabras al ser consciente de que se dirigía a una persona con sangre mestiza. Talavantes cambió el tono y se dirigió a él de forma casi paternal—: No pretendía ofenderle. Si no es indiscreción, ¿por qué lo hizo?

—Por incrédulo y por chulito —respondió Mendoza con un punto de humor y un toque de ironía—. Fui tan escéptico con ese método de confesión como usted. Cuando ingresé en la policía mexicana les rebatía sus métodos constantemente, pues me parecían poco fiables. Estaba convencido de que cualquiera, con un poco de entrenamiento militar o policial podría aguantar esa práctica —siguió contando Mendoza con una medio sonrisa amarga en la boca—. Ellos me retaron a ponerme a prueba. Mi orgullo y mi amor propio hicieron el resto, así que acepté. Escribí una confesión personal dentro un sobre lacrado y firmado y lo guardé en mi taquilla con un candado. Prepararon una mezcla más ligera de la que suelen utilizar, con solo dos chiles pequeños. El reto era que confesara lo que había escrito dentro del sobre. Cuando terminaron y me recuperé, me contaron todo lo que había dicho durante mi trance. No recuerdo en qué momento confesé pero tenían la respuesta de lo que había dentro del sobre.

—¿Y el ibuprofeno y los antigripales? —preguntó Talavantes, aún consternado con la explicación.

—Dos comprimidos de antibiótico, dos de ibuprofeno y un sobre de antigripal cada seis horas y en tres días, máximo cinco, uno está como si no hubiera pasado nada —aseguró Mendoza—. Ni dolor, ni inflamación, ni irritación de mucosas. Nada de nada.

—¿Y aún se sigue utilizando ese método, teniente?

—En realidad siempre se ha utilizado. Antiguamente lo hacían en la alegalidad —aclaró—, ya que no había un reglamento interno que lo prohibiera explícitamente. Desde la entrada en vigor de la ley de los Derechos Humanos es ilegal, aunque me consta que se sigue aplicando. Evidentemente ellos lo niegan, y lo aplican con mucha menos frecuencia y solo en casos realmente necesarios.

—Agente Mendoza —preguntó uno de los agentes de la policía científica—, por lo que usted cuenta, sí faltan dos pastillas efervescentes y entre cuatro y cinco guindillas, eso significa que le aplicaron un solo «tratamiento», ¿no?

—Seguramente, eso se lo podrá confirmar el mismo sujeto. Eso seguro que lo recordará —dijo casi para sí mismo.

—El sujeto está inconsciente —le informó Talavantes.

—En cuanto se despierte podrá contarlo todo. Una vivencia así queda grabada a sangre y fuego en la memoria. Créame, no lo olvidará nunca.

Otro agente irrumpió en la sala con cara de sorpresa. Por su expresión parecía que tenía información importante. Era el responsable del laboratorio de sonido. Se dirigió a de la Bárcena y le entregó el informe. Este leyó el folio de principio a fin mientras asentía con la cabeza.

—Ybarra, tenías razón —afirmó—. El informe es largo pero se resume todo en el párrafo final. Leo textualmente: «La duración de la grabación es de cuarenta y ocho minutos y treinta y siete segundos. En todo momento se escucha el diálogo entre lo que parece un sacerdote y otra persona. La grabación tiene muchos cortes. Se escuchan amenazas de dolor y sufrimiento por parte del supuesto sacerdote hacia su interlocutor. Posteriormente se escuchan sonidos difíciles de identificar, similares a los de persianas de cerramiento. Segundos después, gritos de dolor ahogados y entrecortados. En el minuto cuarenta y cinco de la grabación, entre gritos de ahogo, llanto y súplica, la voz del que grita confiesa haber cometido los asesinatos los de los niños Ángela, Martín y Dolores García».

—Eso no serviría ante un juez —interrumpió Talavantes—, y menos aun sabiendo cómo se consiguió la confesión.

—No tan de prisa, Armando. El sujeto ha confesado el lugar exacto donde enterró a los niños. Es lo último que se escucha en la grabación —respondió con autoridad de la Bárcena.

—¿Y dónde están enterrados? —preguntó Ybarra.

—En Berja, un pueblo cercano a Almería —le informó de la Bárcena.

Un silencio se apoderó de la sala para dar paso a murmullos que fueron creciendo en segundos. Debían actuar con rapidez. Eran casi las tres de la tarde y hasta el día siguiente no podrían organizar la búsqueda, pues requería mucho personal y recursos. Una cosa que sí podían hacer, era enviar un equipo para que custodiara el terreno y sus alrededores.

11

Lunes 7 de septiembre, 15:15 horas.

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