Deanie corresponde el gesto acariciando el rostro de su padre y manteniéndole una mirada de infinito cariño con la que, además de apreciar su valentía por enfrentarse a la despótica matriarca, le agradece el hecho de haberse sentido por primera vez en su vida tratada como una adulta por alguien de su familia. Una escena en verdad henchida de ternura.
Antes de referirnos al final de la película, antológico y quizá lo mejor que Kazan haya rodado nunca, no sería justo no recalcar las bondades del director.
La película posee un sentido apabullante de la puesta en escena. Es modélica la ubicación de cámara en todos los pasajes y la perfecta utilización de la banda sonora como contrapunto dramático. Por otra parte, es alucinante el dominio de Kazan a la hora de filmar la sordidez, como ha demostrado a lo largo de toda su trayectoria cinematográfica. Me vienen a la memoria la pelea en el aparcamiento, repleta de movimiento y violencia; el baño de Deanie, un momento de notorio erotismo y terrible pulsión dramática; la fiesta en el club al que asisten padre e hijo, donde Kazan refleja la decadencia de los asistentes con una perfecta elección de las fisonomías de los figurantes; y el suicidio del señor Stamper, brevísima y fantástica escena donde la truculencia interna del momento es rebajada por una sequedad en la exposición casi bressoniana, amén de una inteligente y esquinada puesta en escena rematada por unas tristes notas de jazz…Sin duda, la marca de un maestro.
Y es que solo un maestro está capacitado para regalarnos el final de antología que cierra la bella y terrible historia de Bud Stamper y Deanie Loomis.
Es bien sencillo relatarlo: Deanie va en busca de Bud a la granja en la que éste vive. Está casado con una muchacha italiana a la que conoció en su estancia en Princeton, tienen un hijo y están esperando otro. Los dos hablan brevemente, él le presenta a su pequeña familia y luego ella se despide y se va.
Pero lo que esa escena contiene, lo que dice Kazan sin recalcarlo, lo que subyace en las miradas, los gestos y las actitudes, es de una profundidad y una lucidez como pocas veces he apreciado en una obra artística.
Kazan, en una sucesión de planos en los que, paradójicamente, se dan la mano la emoción desbordada y una refinada crueldad, ilustra el desgaste del tiempo y las ilusiones perdidas a través de la contraposición y la extrañeza.
La contraposición es la que enfrenta las maneras delicadas de Deanie con las afables pero ordinarias de la nueva familia Stamper. El primoroso traje de la chica, su peinado, sus guantes y su sombrero contrastan con la vulgaridad de la esposa de Bud, despeinada, desaliñada y de una notoria ordinariez (qué detalle de dirección más maravilloso cuando limpia el tenedor con la falda). Pero, ¿no es quizás la nueva vida de Bud (alejada de la ciudad, las fiestas, la pompa y el dinero a espuertas) la que hace a éste realizarse verdaderamente?¿Es tan relevante la vulgaridad si su portadora es la persona que te hace feliz? ¿Son las maneras un valor en sí mismas?
Por otra parte, la sensación de extrañeza sobrevuela todo el pasaje. Partiendo de la estupenda idea de prescindir en este tramo del apoyo dramático de la banda sonora (la única música de fondo es el constante canto de los grillos. Genial), la primera y desagradable sorpresa de Deanie deviene de su desconocimiento acerca del estado civil de Bud y, por ende, de su condición de padre. Es maravillosa la expresión de Deanie cuando conoce a Angelina. Y no lo es menos la de ésta cuando se da cuenta de todo sin necesidad de una explicación.
La imagen de Deanie cogiendo en brazos al niño que pudo ser su hijo es una escena de puro fuego emocional que Kazan filma con admirable contención. Su sueño de antaño está hecho carne y ella lo está cogiendo en sus brazos con la ternura de la madre que no ha sido y la certeza de la irreversibilidad de los hechos. Una sensación confusa y terrible, del pelaje de aquellas sensaciones que nos lanzan de una bofetada al abismo de la madurez.
Uno de los principales síntomas de esta madurez pudiera ser el de la asunción del paso del tiempo y la aceptación de que es éste un vendaval que arrasa nuestras circunstancias pasadas creando un nuevo escenario.
Pero… ¿es válida esta explicación cuando hablamos del amor? ¿No se produce en el reencuentro de dos personas antaño enamoradas una paradoja espacio-temporal que los transporta durante breves momentos a las sensaciones del pasado, volviendo a fluir los antiguos sentimientos de una manera milagrosamente natural? Sí, es una sensación engañosa, coyuntural, derivada de una sacudida emocional provocada por el paso del tiempo y por el hecho de que el cariño tiene su propia memoria y escaso rencor. Una sensación peligrosa en la que no hay que ampararse a la hora de tomar ninguna decisión, pero… ¿es por ello menos cierta?
Los cruces de miradas Deanie-Angelina, Deanie-Bud y Bud-Angelina están empapados de la extrañeza y tensión contenida del momento. Kazan nos deja una interrogación en cuanto a los sentimientos de Deanie por Bud que cada espectador responderá en función de su concepto del amor.
En mi opinión, el hecho aparentemente grato de vivir un amor con vocación de eternidad, se convierte en la peor de las maldiciones si se produce la concurrencia de una edad temprana y una gran sensibilidad. El fulgor de la primera vez ya no vuelve nunca. No hablamos aquí en esencia de la pérdida del amor, sino de una pérdida más terrible: la de la juventud.
Deanie, nuestra heroína, la que está pronta a desposarse con el chico con el que coincidió en el sanatorio; aquella que parece ya recuperada y presta a vivir el resto de su vida sin Bud, es la misma que al abandonar el rancho de éste recuerda los inmortales versos de Wordsworth: “…aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo”.
¿Es eso cierto, Deanie?
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