los directores que mejor lo conocieron y con quienes tenía una perfecta confianza, habiendo muerto antes que él, sepultaron con ellos en la tumba todo lo que ellos hubieran podido revelar del interior de este hombre de gracia, si le hubieran sobrevivido.
No llegó a Blain ningún texto perteneciente a lo que los historiadores, bajo el nombre de «escritos del fuero interno», erigieron en un género de fuente que responde a sus propias normas:
ningún escrito de su mano nos ha hecho más sabios sobre este asunto. No se encontró nada después de su muerte que pudiera ofrecer una pequeña luz sobre su manera de oración, ni sobre sus comunicaciones con Dios, ni sobre los dones de gracia que recibía. Si él tenía en cuenta esto y lo escribía sobre el papel, tuvo cuidado de que ninguna de sus memorias llegara hasta nosotros. Nadie, por consiguiente, puede decir nada sobre lo que pasaba en su interior, puesto que, con excepción de sus directores, él fue un jardín clausurado y cerrado para los hombres.
Segundo tipo de fuente: «los reportes hechos por amigos después de su muerte y que tuvieron la confidencia de sus comunicaciones con Dios». Ahora bien, nos dice Blain, «nunca se le escapó tampoco una palabra que permitiera hacer conjeturas sobre lo que pasaba entre Dios y él […], no hablaba nunca de sí mismo o solo decía cosas malas». Así, las memorias recogidas desde su muerte solo pueden dar testimonio de su «exterior» y de sus «acciones». Blain las tuvo a su disposición y las cita: se trata de palabras reportadas de Juan Bautista y de cartas conservadas piadosamente. No debemos extrañarnos del crédito que él concede a priori a esos textos considerados por él «exactos»:
esos testimonios fieles reportaron lo que ellos vieron y lo que ellos vieron con sus propios ojos. Si su testimonio puede ser sospechoso, entonces nadie merece credibilidad. Si esta historia de la vida del señor de La Salle, compuesta sobre las memorias, recogidas cuidadosamente por el
hermano Bartolomé […] encuentra lectores incrédulos o desconfiados ante los hechos que allí se reportan, ¿cuál es el historiador que amerita autoridad del cual no se pueda sospechar la buena fe o la exactitud?
Dicho de otro modo, Blain no descarta por principio la posibilidad de que sus testimonios no sean siempre confiables, pero se deben creer porque él no dispone de ninguna fuente cuya fiabilidad sea más factible. No obstante, recordemos que los testimonios recogidos por el
hermano Bartolomé fueron probablemente objeto de una selección, hacia arriba (en la escogencia de los testigos solicitados) y hacia abajo (en la elección de los textos trasmitidos al
hermano Bernardo y luego a Blain), y que nosotros no conservamos huella de esas memorias sino solo según las citaciones parciales de los primeros biógrafos. Tampoco olvidemos que esas memorias trasmitieron primero la mirada de su autor sobre Juan Bautista.
Quizás Blain pudo disponer del manuscrito del hermano Bernardo (¿con las anotaciones de
Juan
Luis de La Salle?) de la carta del 4 de mayo de 1723, escrita por el
hermano Juan. Como Bernardo, él utilizó la Mémoire sur les commencements (Memoria sobre los orígenes): cuando él evoca la recepción de cuatro órdenes menores por Juan Bautista, precisa que «las memorias de su vida no nos dicen nada» sobre lo que «Jesucristo realizó en su corazón durante una acción tan importante» (Blain, 1733, t. I, p. 129). Algunas páginas más lejos, él se refiere a las «memorias de su vida» para afirmar que Juan Bautista no estaba nunca distraído cuando celebraba la misa. En el momento en que él se justifica ante el
hermano Timoteo por haber empleado términos «horribles» sobre los primeros «maestros», remite a la «memoria que se encontró después de su muerte» y afirma: «usted tiene esa memoria» (Blain, 1733, t. II, p. 4). Él tenía también en su oficina el manuscrito de Maillefer, del cual toma prestado mucho sin decirlo, y el autor se quejó de ello en su segunda versión en 1740: «aunque en ciertos pasajes me haya copiado a la letra y sin escrúpulos, él no consideró un deber informar sobre ello» (Maillefer, 1966, CL 6, p. 17).
Se puede suponer que, durante los años consagrados a la redacción de su obra, él completó su información con los hermanos, como lo hizo con otros testigos, por ejemplo, en Ruan, con la
señorita de Mondeville y la hermana María Ana de Darnétal, interrogadas sobre la
señora Maillefer y
Adrián Nyel. Pero también recurrió a otras fuentes, auténticos vestigios de la acción de Juan Bautista, aunque no los mencione en Dessein de cet ouvrage (Intención de esta obra), en particular a los archivos autógrafos de su actividad de fundador: «el biógrafo se apoya sobre textos más autorizados aún: contratos o cartas de fundaciones, copias de actos diversos, memorias justificativas del señor de La Salle» (Hermans, 1965b, CL 4, p. 9). En fin, él dispuso de las obras impresas de Juan Bautista: las Reglas, la Guía de las Escuelas, los Deberes de un cristiano, el Tratado de la urbanidad, los Catecismos, el Libro de oraciones, las Meditaciones, la Colección de varios trataditos, la Explicación del método de oración.
La historia de la escritura de ese libro no es tan clara, como lo dejan ver los dos volúmenes de 1733. Ellos se componen de cuatro partes, las tres primeras consagradas a la historia de su vida, la cuarta a «su espíritu, sus sentimientos y sus virtudes». Está precedida por un «aviso al lector», en el cual el autor «confiesa francamente que [él] no hizo esta última parte de buena gana». Por «temor de repeticiones», él hubiera preferido detenerse en la muerte de Juan Bautista. Y fue bajo la presión de los hermanos que él habría emprendido redactarla. Se puede suponer que él escribió primero los tres capítulos iniciales y que, luego de haberlos sometido a sus patrocinadores, ellos exigieron esta síntesis final sobre las virtudes de su fundador. El primer trabajo de escritura se habría terminado a finales de 1730 (Lett, 1956, p. 313), después de cuatro o cinco años. La obra se habría finalizado entre finales de 1730 y el otoño de 1732 a más tardar. La larga duración de esta redacción pudo haber hecho creer que Blain tenía poco tiempo para consagrarse a ella, como el
hermano Bernardo en su tiempo.
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