1 ...7 8 9 11 12 13 ...50 Parece que él pensó en publicar y vender por separado las tres primeras partes. Si se le cree a Blain, los hermanos se acomodaron a esta opinión en un primer momento. Sin embargo, el conjunto se le presentó en dos tomos al censor, el
señor M. de Marcilly, para su relectura: el primero, con las dos primeras partes de la Vida, recibió su aprobación el 18 de noviembre de 1732; el segundo, con la tercera parte de la Vida y una cuarta parte sobre las virtudes, se aprobó el 11 de diciembre de 1732. ¿Impusieron finalmente los hermanos esta solución? Es posible pensar que el editor la prefirió por razones comerciales, por miedo a quedarse con muchos ejemplares sin vender. El resultado, en el fondo, no podía sino colmar a los hermanos que deseaban una obra en forma hagiográfica oficial: «¿por qué, me dijeron ellos, escribe usted la vida de nuestro padre? Es por sus niños, por nosotros, o por gente parecida a nosotros, simples y que solo buscan edificarse».
En efecto, la legislación canónica sobre los procesos de beatificación y canonización, que imponía una primera encuesta sobre la heroicidad de las virtudes, tuvo por efecto orientar hacia el género hagiográfico. La vida solicitada a Blain debía, a la vez, constituir la biografía oficial y definitiva y un dosier con miras a los procesos diocesanos y romanos. Después del relato de la vida propiamente dicho, muchas de esas hagiografías concluían con un capítulo o una parte sobre los milagros y virtudes. Los hermanos tenían en mente la perspectiva de una beatificación de su fundador y esperaban que Blain les entregara la obra que facilitaría la introducción de su causa. Blain se ajustó a ello realizando esa cuarta parte que concluía, o casi, con un capítulo sobre «algunos hechos que parecen milagrosos, ocurridos antes y después de la muerte del señor de La Salle». Pero su sumisión hacia sus patrocinadores y hacia el doctor de la Sorbona, encomendado de la relectura de su libro, fue aún más lejos, como él mismo lo recuerda en la «carta de 1734». Allí se justifica ante las críticas hechas a su libro en el instituto. Recuerda que comunicó su manuscrito a varios lectores: el
hermano Timoteo y «algunos de los hermanos principales […] que lo leyeron con la libertad de cortar lo que ellos quisieran, y ustedes saben en efecto que cortaron algunos artículos y todo lo que quisieron». No se sabe sobre qué partes se hicieron esas supresiones, pero se puede suponer que ellas apuntaban a alusiones ad hominem que hubieran podido herir a tal o cual y suscitar debates entre los hermanos. Blain recuerda también que el aprobador del libro, «doctor de la Sorbona, tan exacto y delicado en lo relacionado con la reputación del prójimo, también recortó, especialmente todo lo que pareció un poco fuerte en los términos».
Desde el origen, entonces, todo concurre para dar a la obra del canónigo de Ruan el carácter de una biografía oficial. No sorprende que ella lo haya sido hasta una fecha reciente en el instituto. Sin embargo, al mismo tiempo, el proyecto de Blain sobrepasaba sus expectativas. Para comprenderlo, hay que leer con atención el largo Discurso sobre la institución (…) de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, situado al comienzo del primer tomo, formando, por así decirlo, un libro autónomo dentro del conjunto. Blain hizo entrar su vida de Juan Bautista en una verdadera estrategia apologética que se despliega en varias direcciones y se debe resituar en la perspectiva del desarrollo de este género en el siglo XVIII (Albertan-Coppola, 1988, pp. 151-180). A comienzos de los años 1730, el combate no está en su furor y la Iglesia oficial está aún enfrascada en la controversia en torno a la Unigenitus: para el episcopado, el enemigo es el jansenismo. Es solo en la década siguiente cuando, bajo la denominación de «impiedad del siglo», las asambleas clericales comienzan a denunciar el aumento potente del racionalismo ilustrado. Cuando este pretende demostrar la superioridad de la religión cristiana, Blain (1733) la compara, de modo bastante formal, con el judaísmo y el islam, pero él quiere sobre todo convencer de que al:
no creer en esta doctrina uno se expondría a vivir como ateo, impío, libertino, a vivir sin Dios, sin fe y sin religión, sin conciencia, sin temor y sin esperanza de vida eterna, o como una bestia o como un demonio. (t. I, p. 26)
Esta apología introduce otra: la de las Escuelas Cristianas, cuya verdadera razón de ser, a sus ojos, no es tanto aportar instrucción a los pobres, sino catequizarlos para su salvación. Las materias profanas se instrumentalizan en provecho del catecismo, a la manera de un aviso publicitario en la parte superior de una góndola. Los papás, que ya se oponían bastante a esto, no enviarían nunca a sus hijos a la escuela si tuvieran que aprender solo las bases de la doctrina cristiana. Se necesita utilizar las materias profanas, a las cuales los padres ven una utilidad, para atraer a los niños y aprovechar para catequizarlos: «no se mira esta instrucción sino como el valor llamativo que atrae hacia otros más importantes y necesarios» (Blain, 1733, t. I, p. 34). Esa insistencia en la importancia primordial de las Escuelas Cristianas para el pueblo constituye, además de un estilo voluntariamente hablador, el toque particular de la obra de Blain. Cuando Bernardo y Maillefer destacan en primer lugar la santidad personal de Juan Bautista, de la cual la obra aparece sobre todo como el fruto y la manifestación, Blain inscribe primero al fundador del nuevo instituto en la línea de los que se consagraron a ese:
ministerio celestial, divino, que tiene su modelo en Jesucristo y sus ejemplos en los santos: un ministerio excelente e infinitamente provechoso, que produce frutos para la eternidad, y que tiene solo al cielo y a la salvación de las almas por finalidad.
Por esto, él se ocupa de levantar un resumen de la historia de las Escuelas Cristianas antes de la intervención de Juan Bautista de La Salle, confundiéndola con la historia del catecismo, la «doctrina, y consagrando un largo desarrollo a César de Bus». La última parte de esta larga introducción apologética a su libro se consagra a una defensa de los presbíteros regulares. La apuesta reside en demostrar la necesidad de un instituto dedicado a esta tarea, puesto que la finalidad de las Escuelas Cristianas es primero la enseñanza de la doctrina y la verdadera conversión de los niños. Según su punto de vista, esta misión excede, por un lado, la disponibilidad de los presbíteros, ya bien acaparados; por otro lado, sus capacidades, dado que el catecismo semanal no es suficientemente eficaz. Solo el establecimiento de congregaciones que acojan a diario a niños y niñas, para que cada día reciban una o dos horas de instrucción religiosa y de iniciación a la oración, crea las condiciones de una formación en profundidad. Blain hace de esta demostración el pretexto para una vigorosa y sorprendente apología del clero regular. Prácticamente él apunta a
Claudio Fleury, quien en su Discours sur l’histoire ecclésiastique (Discurso sobre la historia eclesiástica) de 1716 cuestionaba la legitimidad de los presbíteros regulares, exceptuando al monaquismo benedictino, y atacaba sobre todo a las órdenes mendicantes y a los nuevos institutos, usurpadores, según él, de las prerrogativas del clero regular. Así, imputando a Fleury una posición defendida también por los jansenistas16, él aleja a Juan Bautista y a su instituto de toda sospecha al respecto. Helos ahí instrumentalizados en un debate que casi no les concierne y que se desarrolla en el momento en que escribe: la polémica sobre la historia eclesiástica, que terminará incluida en el índice (Hours, 2014).
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