—En esta época se acabaron las lluvias, bajó el río, y todos los indios de cualquier raza van a vivir en la playa, a disfrutar del sol. Las cunhazinha y el arioré se pasan todo el día saltando adentro del agua y saliendo. Allá está la canoa, doctor…
Giribel se deslizó sonriendo, mirando de una cierta manera picaresca la figura pesada del doctor que descendía. Sujetó la canoa para que el doctor subiese. Y, cuando vio al hombre instalado en la proa, dio un impulso y la lanzó al río.
La canoa se fue alejando y el sol caliente, moderado por un viento procedente de la playa del otro lado, invadió la embarcación.
Lejos, los manguaris volaban en círculo, escrutando las faenas de la pesca en el río. Giribel remaba, seguro de sí mismo. En ese momento era un hombre, con toda la importancia propia de un hombre, y cargaba en su fuerza y en su infantil orgullo a la persona más importante que viera en su vida después del padre Serafín, que no aparecía por esos lugares desde hacía más de ocho años.
La canoa pasó rozando una mata de saraõ , y unos jacusciganos revolotearon en desorden, yendo a posarse a los costados de un piziqueiro y sacudiendo sus lindas colas.
—Eso no lo come nadie, doctor. Es más seco que un tísico. Lo bueno es capturar uno y ponerlo en un anzuelo más grande, para cazar yacarés de noche.
Llegaron a la playa. En mitad de ella, grande y blanca, se levantaba un montón de paja, como si fuera un rancho más. El doctor frunció la nariz, medio disgustado.
Giribel comprendió y dijo:
—¿Nunca había llegado hasta aquí? ¿Coró nunca lo trajo? Pues es la mejor playa que tenemos.
El doctor se detuvo y clavó los pies en la arena, como si no quisiera caminar.
—¿Usted piensa que hay indios allá? No los hay, no. Ellos se fueron apenas llegó la madrugada, para pescar en el Rio das Mortes. Puede tomar tranquilo su baño, que no hay nadie por aquí.
El viento cálido y agradable alejaba de allí con su soplo a cualquier mosquito que intentaba aproximarse. La brisa rodaba perezosa y juguetona por la arena, para escapar más adelante, luminosa y rápida como si fuese una ariranha. Giribel volvió después, nadando hasta cerca de la playa. Rio:
—Puede venir, doctor. No hay pirañas.
El doctor se dio vuelta y comenzó a desvestirse. Después caminó más apresuradamente hacia el río.
Giribel se quedó observándolo.
—¡Usted es más peludo que un mono guariba!
El doctor se fue hundiendo en el agua, hasta sentarse en el fondo del río. Los pelos del pecho quedaron boyando para aquí y para allá en el agua caminadora.
Giribel pensó: “Por eso no le gusta bañarse cerca de la gente”.
—¿Por qué usted es así, y los indios tan lisitos?
El doctor se rio, sin saber dar una explicación al muchachito.
—Así es simplemente. Pasa como con la gente que tiene color blanco y la que tiene color negro, o como con la piel del indio.
Tomó el jabón y comenzó a enjabonarse.
—Toma. Usa también tú el jabón.
Giribel lo sujetó y lo llevó hasta la nariz. Olió largamente y con satisfacción.
—¡Caramba! ¡Qué bueno es ser rico! ¡Se pueden usar siempre cosas olorosas, como esta!
Cerró los ojos de tanto placer. Después fue pasándose el jabón por todo el cuerpo, de la misma manera que lo hacía el doctor.
—¿Te gusta? Cuando me vaya te dejaré uno. Tengo muchos.
—Es tan oloroso que da ganas de comerlo. Hasta da pena tener que meterse en el agua y perder toda esta espuma.
Los dos rieron, sumergiéndose al mismo tiempo. Después se sentaron en la playa para secarse:
—¡Giribel!
El negrito prestó atención.
—¿Madrina Flor está casada con alguien de aquí?
—No, señor.
—Pero ¿no tuvo un hijo con Zé Orocó?
—Eso ya hace mucho tiempo. Ahora...
Rio, lleno de picardía.
—¿Ahora qué?
Giribel guiñó el ojo:
—Antes ella se casó muchas veces. Pero ahora... hace mucho tiempo que no se casa...
El doctor tomó la toalla, sonrió y miró la tarde que tironeaba de las mangas a la noche.
3 Chico do Adeus: Chico del Adiós. ( N. de la T. ).
4Como adverbio, en el original: brancamente. ( N. de la T. ).
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