José Mauro de Vasconcelos - Rosinha, mi canoa

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Zé Orocó está solo en la selva amazónica. Su única compañía es Rosinha… su canoa, una amiga leal con quien conversa y ríe. Venido de la ciudad, aprendió de los habitantes originarios y de la propia selva. Llegó a entender el lenguaje de los árboles, de la lluvia, de los animales y de la propia Rosinha. Pero las personas «normales y civilizadas» no lo comprendieron y buscaron eliminar su magia. Una novela en compás de remo que invita a navegar páginas plenas de ternura, nostalgia, inocencia, dolor, pero sobre todo de amor.
El primer gran éxito del autor de Mi planta de naranja lima.
Edición escolar: incluye un análisis de la obra, el autor y su época.

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Mi planta de naranja lima vendió más de dos millones de ejemplares. Las traducciones se multiplicaron: Barro Blanco se editó en Hungría, Austria, la Argentina y Alemania; Arara Vermelha , en Alemania, Austria, Suiza, la Argentina, Holanda y Noruega; y Mi planta de naranja lima se publicó en alrededor de 15 países…

La inspiración autobiográfica continuó con Vamos a calentar el sol (1972) y Doidão (1973). Lejos de la tierra y Las confesiones de fray Calabaza también presentan elementos que refieren a la vida del autor. La lista de sus obras incluyen, además, libros centrados en dramas existenciales – Marea baja ( Vazante ), 1951; Calle descalza ( Rua Descalça ), 1969, y La cena ( A Ceia ), 1975–, y otros dedicados a un público más joven, que abordan cuestiones humanísticas – Corazón de vidrio ( Coração de Vidro ), 1964; El palacio japonés ( O Palácio Japonês ), 1969; El velero de cristal ( O Veleiro de Cristal ), 1973, y El niño invisible ( O Menino Invisível ), 1978.

Junto al gaúcho Érico Veríssimo y al bahiano Jorge Amado, De Vasconcelos fue uno de los pocos escritores brasileños que podían vivir exclusivamente de los derechos de autor. Sin embargo, su talento no brillaba solo en la literatura.

Además de escritor fue periodista, conductor radial, pintor, modelo y actor. A raíz de su buen porte, representó el papel de galán en varios filmes y telenovelas. Obtuvo premios por su actuación en Carteira Modelo 19 , A Ilha y Mulheres e Milhões . Asimismo, modeló para el Monumento à Juventude , esculpido en el antiguo Ministerio de Educación, en Río de Janeiro, en 1941, por Bruno Giorgi (1905-1993), escultor brasileño reconocido internacionalmente.

Solo en un área no tuvo éxito: la academia. En la década de 1940, hasta llegó a ganar una beca de estudio en España, pero después de una semana decidió abandonar la vida académica y recorrer Europa. Su espíritu aventurero se impuso.

El éxito del autor se debe, principalmente, a la facilidad de comunicación con sus lectores. De Vasconcelos explicaba: “Lo que atrae a mi público debe de ser mi simplicidad, lo que yo creo que es simplicidad. Mis personajes hablan en lenguaje regional. El pueblo es simple como yo. Como ya dije, no tengo ninguna apariencia de escritor. Mi personalidad es la que se expresa en la literatura, mi propio yo”.

José Mauro de Vasconcelos falleció el 24 de julio de 1984, a los 64 años.

Para

Ciccilo Matarazzo

Explicación

Antiguamente, cuando escribía, dejaba entrever mi ternura, pero con mucho miedo.

Quería que todos mis libros oliesen a sangre y vinieran rotulados con el sello de: Machos como pocos.

Fue preciso que llegara a los cuarenta años para perder todo el terror a mi ternura y derramar con mis propias manos que queman de cariño (casi siempre sin tener quien lo reciba) la simplicidad de este libro. Léalo quien quiera. De una cosa estoy seguro: no tengo nada de qué disculparme ante el público.

Entonces, se lo presento:

ROSINHA, MI CANOA

PRIMERA PARTE

1

Conversación de amor

Siempre sucedía así Zé Orocó sonreía porque acababa de recordar que la vida - фото 7

Siempre sucedía así: Zé Orocó sonreía porque acababa de recordar que la vida era una cosa grandota y reluciente de tan bonita.

Por eso el remo hizo un chap-chap tan suave que el agua del río casi se transformó en música y la canoa se deslizó suavemente como si volase.

El sol tibio y somnoliento se escondía entre las nubes y comenzaba a descender remolcando a la tarde. El jaburu ,1 en la playa blanca del río, conversaba una eternidad de silencio caminando de allá para acá y, volviendo las patas largas, retornaba al punto de partida. A ese bicho tan feo y descoyuntado para caminar no había quien le ganara en cuanto a elegancia cuando volaba.

Vino un viento friíto, friíto, que le erizó la espalda desnuda. Pero hasta eso era bueno. Anunciaba la grandeza del frío del verano.

Zé Orocó sonrió más ampliamente. Pensaba en las noches en torno a la hoguera, en las lenguas rojas de las llamas corriendo por la leña seca; en el mundo de las estrellas que estaban allí, bien cerquita; en escuchar la conversación de la gente; en el cuerpo que, cansado del ardor del sol, dormía encogido entre las mantas delgadas, intentando trampear al frío que alargaba la noche.

El mes de abril tocaba a su fin. Lluvia grande solo habría al año siguiente. Quizá todavía cayeran unas ligeras gotas. Tal vez apareciera aún una lluvia de un día, pero más que eso era improbable.

Miró al río, de crecida, en el cual solamente un hombre bien macho se aventuraría, clavando cuando hacía pie la larga zinga 2 que encallecía la mano, o el remo que silbaba de tanta fuerza, haciendo que el corazón, batiente, impulsara la sangre con violencia. Eran estirones que daban miedo. La luz del día parecía levantar los árboles de la selva, a lo lejos, como si toda la plantación estuviera en el cielo en vez de hallarse en la tierra.

El viento frío, de nuevo. Dio un empujón a la zinga y le comentó a Dios:

—Buenas tardes; bonito verano, que viene llegando con tanta ternura.

Y como Dios solamente sonriera, sin responder, continuó remando. Olvidó el paisaje y volvió a pensar en lo que estaba sucediendo. Dentro de tres días llegaría a la barra de Pedra. ¿Por qué le habrían enviado ese recado? Estaba contento con la vida, pescando y salando su pescado, cuando la canoa del indio atracó en la playa:

—¿Qué pasa, Andedura?

Andedura encalló la canoa en la arena.

—Zé Orocó, allá hay un hombre. Dice que es doctor. Y cuando lo dice es cierto, porque tiene una valija llena de ropa y otra llena de un montón de remedios.

—¿Y qué quiere conmigo?

—No sé.

Andedura sacó una vaina de maíz del bolsillo del pantalón y comenzó a picar en la palma de la mano el tabaco arrollado.

—¿Quieres un sinharu?

No me gusta mucho ese revienta-pecho.

El indio se quedó mirando la variedad de pescado que se estaba secando al sol y se puso en cuclillas por un momento, soltando largas bocanadas y apreciando con los ojos menudos la belleza de la tarde. Después, cuando acabó, se quitó la ropa y se zambulló en el agua tibia, se sacudió los cabellos largos, volvió a vestirse, y esta vez se sentó al lado de Zé Orocó. ¡Amigo bueno, ese que estaba allí! Amigo de todos los indios, fuesen carajás o javaés. Decían que Zé Orocó hasta cuando iba a Xingu hacía amistad incluso con indios de razas muy raras. Desde los camaiurás hasta los de labio grande y de nombre difícil: txucarramae. Que, al final de cuentas, no eran otra cosa que caiapós con trompa.

—¿Vas a ir?

El corazón de Zé Orocó hizo un toc-toc medio angustiado. Frunció el entrecejo intentando vencer o alejar un mal presentimiento.

—¿Cómo es el hombre?

—Grandote, medio pelirrojo. Fuerte, siempre cambiándose la camisa por el calor. Se quita la camisa y no aguanta el calor porque tiene la piel blanquita, blanquita. Pecho muy gordo, más que el tuyo, y lleno de grasita. Cuando llegó tenía una barriga muy grande, pero parece que no le gusta mucho nuestra comida: ¡está quedando más flaco! Pensé que podía ser hermano de aquel padre Gregorio que anduvo aquí por el Araguaia ya va para unos cinco años…

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