José Mauro de Vasconcelos - Rosinha, mi canoa

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Zé Orocó está solo en la selva amazónica. Su única compañía es Rosinha… su canoa, una amiga leal con quien conversa y ríe. Venido de la ciudad, aprendió de los habitantes originarios y de la propia selva. Llegó a entender el lenguaje de los árboles, de la lluvia, de los animales y de la propia Rosinha. Pero las personas «normales y civilizadas» no lo comprendieron y buscaron eliminar su magia. Una novela en compás de remo que invita a navegar páginas plenas de ternura, nostalgia, inocencia, dolor, pero sobre todo de amor.
El primer gran éxito del autor de Mi planta de naranja lima.
Edición escolar: incluye un análisis de la obra, el autor y su época.

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—Doctor, un cafecito.

El hombre bostezó, abriendo los ojos como si viese todo por primera vez. En los ángulos de los ojos, el rojo demostraba solamente pereza y blandura. Metió la mano por debajo de la camisa abierta y se rascó el pecho blanco y peludo.

—A lo mejor usted prefiere un tecito de acedera...

—No. No, Madrina Flor. El café es mejor. Quita el sueño.

Bebió el líquido, económico de azúcar y recalentado...

—¿Vino el hombre?

—¿Zé Orocó? Ya debe de estar en camino si Andedura le dio el mensaje. A estas horas a lo mejor está orillando la barra del Piqui, sobre el Rio das Mortes... ¿No quiere ir a tomar un baño, doctor?

—Parece una buena idea. ¿Quiere llamar al chico?

Madrina Flor llegó hasta la puerta del rancho y gritó hacia el otro lado del río, como si llamase al infinito:

—¡Giribel!... ¡Eh, Giribel!...

En un abrir y cerrar de ojos apareció el muchachito; venía corriendo desde la barranca. Los dientes eran dos playas enormes. En una de las manos traía la caña de pescar y en la otra, una hilera de pirañas rojas que todavía se retorcían reclamando vivir.

—Diga, madrina.

—Prepara la canoa para ir a la playa limpia, del otro lado, para que el doctor se bañe.

Este todavía continuaba sentado en la hamaca blanca, sintiendo, como humo que ascendiera, el resto de la enorme pereza que le producía el ambiente. Sus ojos pesados fueron subiendo por las gruesas piernas de Madrina Flor. Descubrió que eran piernas fuertes, bien hechas, y por primera vez reparó en que la mujer todavía debía de ser joven. Subió más la mirada y se fijó en los muslos rollizos, mal acomodados dentro de una pollera ordinaria. Sintió dentro de él una comezón medio incómoda y, al mismo tiempo, agradable...

La mujer se dio vuelta:

—Giribel ya fue a buscar la canoa. Enseguida estará de regreso.

Los ojos del doctor, disimuladamente, observaron el resto. Madrina Flor tomó el colador y se dirigió hacia el fogón. Entonces el hombre se levantó, desperezándose. Abrió el valijón, tomó el jabón y la toalla... Volvió a desperezarse, haciendo crujir buena cantidad de huesos al mismo tiempo. Se recostó contra la puerta y miró el río, que lastimaba los ojos con tanta luminosidad. Fue de nuevo hacia el interior. Por el cuello descendía otro hilillo de agua que se iba a encontrar con el del pecho mojado, acumulándose y desbordándose de la camisa.

—Me gustaría saber más sobre ese hombre. ¿Cómo se llama? ¿Zé qué?

—Zé Orocó.

Algo silbó en el fuego y llegó, rezongando, el agradable olor fuerte de la grasa.

—¿Cómo vino a parar aquí?

—Hace mucho tiempo. Yo todavía era muy jovencita. Él también. Había muy pocos ranchos aquí en la barra de Pedra. Solo recuerdo que el que llegó era un hombre triste. Que decían que vivía en la ciudad. Se fue quedando. Vivió en muchos lugares del río, pero por fin prefirió quedarse aquí mismo. Todos los años, hasta hoy, va allá arriba, a Leopoldina, para buscar un dinero que le mandan de la ciudad. Lo llamaron Zé Orocó, ¡y le quedó ese nombre! Es una historia muy simple, doctor.

—¿Nadie sabe el motivo por el cual vino para acá?

—Solo Dios. Porque Zé Orocó no le cuenta nada a nadie.

Madrina Flor sonrió.

—Antes de quedar tal como es hoy, yo tuve un hijo con él. Murió chiquito así. —Y con la mano señaló el tamaño del difunto.

El doctor sacó del bolsillo del pantalón un cigarrillo y para prenderle fuego encendió un fósforo. Volvió a mirar a la mujer con cierta insistencia. Por dentro se recriminaba: “¡Arre, diablo, que mi electricidad hoy está haciendo contacto!”.

—¿Desde cuándo empezó a comportarse así?

—A decir verdad, una ya perdió la cuenta del tiempo. Pero desde que consiguió aquella maldita canoa se desbarajustó todo.

—¿Él se pone furioso, de vez en cuando?

Madrina Flor se secó la mano en la pollera haciendo, sin querer, que apareciera un pedazo de la robusta pierna, un poco por encima de la rodilla.

—¡Qué esperanza! Él siempre habla suavecito. Nunca se enoja. Quien busque una criatura bien dispuesta, ahí la tiene. Socorre a todos los enfermos. No habla con nadie. No come. Parece que ni ve ni oye. En esos momentos uno tiene miedo de que le estalle el juicio y, ¡zaz!, vaya matando a todo el mundo. Entonces solo tiene una salida: toma su canoa y desaparece del mundo. Va a pescar a los lagos, río arriba, y a veces pasa hasta un mes sin dar la cara.

—Y eso de la canoa, esa historia, ¿realmente es cierta?

—Yo no lo sé, pero hay gente que lo escuchó.

Madrina Flor calló por un momento, para continuar después:

—Pero todo lo que sucede en el río uno lo sabe por Zé Orocó, que viene a contarlo. Si llovió allá en lo alto, si va a haber creciente grande, cuándo sube el cardumen, todo... Él lo sabe todo.

—Y él, ¿cómo lo adivina?

—Dice que Rosinha se lo cuenta todo.

—¿Y quién diablos es Rosinha?

—¡Pero, doctor, el nombre de bautismo de su canoa!

—¿Y usted cree que la canoa puede saberlo todo?

—No sé, doctor. Pero la gente ve tantas cosas extravagantes por esas tierras...

—¿Y cómo puede enterarse de esas cosas la canoa?

—Conversando con los peces, con los bôtos, con las piraras, con las corvinas, con los jaburu ...

El doctor sonrió. Por lo que estaba viendo, no era solo Zé Orocó el que estaba loco, no. En fin, aquella gente era tan simple...

—Llegó, doctor.

—¿Quién?

—Giribel.

El doctor miró al negrito, que sonreía blancamente.4

—¿Y qué es del otro, de Coró?

—Coró salió a la mañanita con Chico do Adeus a pastorear una vaca parida.

—Vamos.

—La canoa está en el otro puerto, arriba —señaló Giribel.

Cruzaron frente a los ranchos. Todo el mundo vivía su santa vida sin siquiera prestar atención a lo que el doctor hacía; ya se habían acostumbrado a su figura colorada y grandota.

—¿Ve esa elevación, doctor, que sube cerca de la simbaíba ?

El médico dirigió su mirada hacia donde señalaba el niño.

—Bueno, esa cabecita de rancho que estamos viendo, allá lejos, ese es el rancho de Zé Orocó.

—¿Quién lo cuida cuando él viaja?

—Nadie. A no ser algún indio que venga de paso y quiera quedarse allí. Nadie revuelve las cosas de Zé Orocó, porque él nunca le niega nada a quien lo precise.

El doctor tuvo una idea:

—Giribel, ¿tú conoces la canoa de Zé Orocó?

—Sí que la conozco; se llama Rosinha...

—¿Cómo la consiguió?

—Un indio que estaba muriéndose se la regaló. Un viejito llamado Curumaré.

—¿Alguna vez viste a Zé Orocó hablando con ella?

Giribel encaró al doctor con los ojos desorbitados; de tanto que lo estaban dejaban ver, sobresaliendo, el blanco de los extremos. Le temblaron los labios.

—¡Doctor..., mi padre no quiere que se hable de eso!

—Pero ¿por qué todo ese miedo a una simple canoa?

—Ella es malvada. Tiene influencia de Lateni.

Allá estaba él, escuchando a la gente hablar de nuevo de cosas que no entendía.

—¿Quién diablos es Lateni?

—Eso mismo que usted estaba diciendo.

Se persignó de prisa y se besó las puntas de los dedos.

—Entonces, ¿Lateni es el diablo?

Giribel bajó la cabeza y habló, como si no quisiera hacerlo:

—Lateni es el dios-animal del mar de los indios carajás...

Viendo que no conseguía descubrir nada, el doctor caminó en silencio, fumando. Ya habían dejado atrás el terreno de los blancos y pisaban tierra de los indios. Chozas mal hechas y desaliñadas... y no en gran número. Todo vacío. Solamente en una de ellas vio a una viejecita sentada en el suelo, con los dedos nudosos trenzando la paja de una estera. Lo hacía con cierta agilidad, sin reparar en ninguna otra cosa. La pipa que mantenía en su boca estaba apagada. Solamente los dedos se deslizaban y cruzaban las fibras.

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