Lawrence M. Friedman - Río torrentoso

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El autor centra su ensayo en la reconstrucción de la identidad personal en los últimos tiempos, o para ser más precisos, en el siglo XIX y más allá— la identidad personal, se volvió más problemática, más confusa; mezclada y borrosa.
Lawrence M. Friedman
Es un historiador jurídico galardonado y de renombre internacional. Durante una generación ha sido el principal expositor de la historia del derecho estadounidense, y una figura destacada en el movimiento Law & Society. Es particularmente conocido por tratar la historia jurídica como una rama de la historia social general. Desde su galardonada History of American Law, publicada por primera vez en 1973, hasta su American Law in the 20th Century, publicada en 2003, así como otros tabajos suyos, se han convertido en obras clásicas.

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De hecho, los estadounidenses habían empujado su frontera cada vez más atrás. Hombres y mujeres fueron al Oeste para cultivar nuevas tierras, recuperar los bosques y las praderas; algunos fueron en vagones o en un largo y difícil viaje por mar hacia California a mediados de siglo, para hacer fortuna en el país del oro. Los hombres jóvenes intentaron incursionar en la política o los negocios en ciudades nuevas e inexploradas al borde del asentamiento. La frontera no era un país para viejos. Era la frontera de un joven, un lugar para comenzar de nuevo, un lugar para hacerse rico. Por supuesto, para muchos vagabundos, el sueño se convirtió en una pesadilla. Unos pocos hombres encontraron oro en Occidente; unos pocos hicieron dinero vendiendo suministros, o especulando y conspirando; pero muchos otros no encontraron oro en absoluto, sino enfermedades, pobreza, miseria y muerte solitaria en ciudades llenas de extraños.10 Aun así, nada podría matar el sueño, y, ciertamente, no la realidad. Tampoco el cierre de la frontera (literal o figurativamente) mató el sueño.

Hay también fronteras urbanas. En el siglo después de que Turner presentara su tesis, el crecimiento frenético de las ciudades continuó: nuevas ciudades, como Houston y Miami, junto con ciudades más antiguas. La fiebre del oro es historia; ahora es el Silicon Valley. Los jóvenes (en su mayoría hombres) sueñan con empresas nuevas valorizadas en miles de millones, que serán exitosas antes de que sus fundadores lleguen a los 30; y nada disuade a los miles que pululan por Hollywood en busca de estrellato, o que se aglomeran en Nueva York en busca de fama y fortuna en Broadway, o intentan abrirse camino en la escena del arte. La inminente persistencia del fracaso no detiene a los inmigrantes internos —o a los extranjeros que cruzan las fronteras, legal o ilegalmente; o a los ingenieros provenientes de China o de India Oriental que obtienen títulos avanzados en universidades estadounidenses. La frontera puede estar muerta; la movilidad está viva y próspera, al menos en el sentido geográfico.

La movilidad en sus diversos sentidos no es la variable más fácil de precisar o medir. Las cifras precisas son esquivas. Los migrantes pueden ser contados, y hay estimaciones de la movilidad económica. Pero no hay una manera fácil para medir la necesidad que las personas tienen de moverse, o contar las miles de personas que se trasladan, que cambian de trabajo y de lugar, que van de pueblo en pueblo y de casa en casa. Las personas se mueven para mejorar, para buscar oportunidades; pero también simplemente para cambiar el curso de su vida, encontrar más satisfacción, o terminar una vieja fase de la vida y comenzar una nueva.

Esto sucedió en todos los niveles de la escala social. En el fondo de esta escala había vagabundos, mendigos, holgazanes y desarraigados. Había hombres y mujeres que buscaban una vida mejor —y algunos que buscaban víctimas para engañar. Pero claramente los hombres estadounidenses (y algunas mujeres) constituían un grupo que no podía quedarse quieto, y que vivía en una sociedad que en sí misma era inquieta. Esto también era así en otras sociedades; como los italianos que acudieron en masa a Argentina; los campesinos que llegaron a la ciudad de México desde sus pueblos; los inmigrantes del extranjero que se establecieron en Canadá, Australia y Nueva Zelanda; o la gente del campo que llenaba las calles de Londres. La migración interna —de los pueblos a las ciudades, de las tierras de cultivo a los barrios marginales urbanos— era tan importante como la migración de un país a otro.

Por lo tanto, la movilidad tiene un significado que va más allá del simple cambiar de casa, calle, ciudad, o estado. La movilidad también significa movimiento en el espacio social: movimiento hacia arriba y hacia abajo, en términos de nivel y estatus. En el mundo moderno —el mundo en el que vivimos— el nivel, el estatus, y la posición social de una persona no están totalmente fijos al nacer, en comparación a como ocurría en las sociedades pasadas. En los viejos tiempos, un noble nacía, vivía y moría noble; un plebeyo lo mismo. Desde el comienzo de la revolución industrial, en Europa y América del Norte, la posición y el estatus se volvieron (relativamente hablando) más fluidos y flexibles. En Estados Unidos, que ya era algo atípico, no había distinción entre nobles y plebeyos, y, por supuesto, no había rey. La Declaración de Independencia anunció que todos los hombres fueron “creados iguales”. Esta fue, en ese momento, una declaración revolucionaria. No obstante, no se entendió literalmente. Ciertamente nunca se aplicó a los esclavos, o incluso a los negros libres; ni para las mujeres, o los miembros de las tribus nativas. Esto es obvio. Pero incluso para los hombres blancos, incluso si ellos fueron creados iguales (lo que sea que eso signifique teológicamente), ciertamente no fueron iguales desde el momento en que fueron ‘depositados’ en la Tierra. Estados Unidos tenía su propio conjunto de marcadores de estatus. Había ricos y pobres; estaban los educados y los no educados. Había hombres que trabajaban con sus manos y hombres que trabajaban con sus mentes. No obstante, había más ‘igualdad’ en los Estados Unidos que en Inglaterra o en el continente europeo, y mucho más que en China o África.

Incluso en Inglaterra, un país orgulloso de su sistema constitucional, el rey (o reina, durante el largo reinado de Victoria) se situó en la cima social de la sociedad; había nobles, aristócratas, y las clases estaban fuertemente divididas. Una pequeña élite, la nobleza terrateniente, poseía casi toda la tierra. Una rama de la legislatura fue reservada para la nobleza —la Cámara de los Lores. La otra rama era la Cámara de los Comunes, pero sus miembros apenas si eran personas comunes. Los miembros de esta Cámara servían sin paga, y eran, casi invariablemente, miembros de una élite pequeña y rica. La movilidad geográfica era, claramente, cada vez más una realidad. La población estaba creciendo rápidamente. La gente abandonaba pueblos y granjas para vivir en las ciudades, o para trabajar en fábricas en ciudades industriales. La sociedad victoriana “estaba fuertemente estructurada”; pocas personas en Inglaterra lograron salvar el abismo entre los trabajadores manuales y los trabajadores de ‘cuello blanco’; o entre arrendatarios y terratenientes. Aun así, el cambio estaba ocurriendo, lentamente, pero de manera definitiva. Al menos algunos de los recién llegados a la vida de la ciudad consiguieron un trabajo con más prestigio y se unieron a una creciente clase media.11

Estados Unidos era significativamente diferente del viejo país en la estructura de clases. Aquí, especialmente en el norte y el medio oeste, millones de familias comunes poseían una granja o un pequeño lote en la ciudad. En términos generales, no había grandes propiedades con arrendatarios que pagaran el alquiler (las vastas propiedades de los ‘patronos’ del Estado de Nueva York, y partes de la plantación del Sur eran excepciones). En el período inicial de la República, solo los hombres blancos que poseían propiedades o pagaban impuestos tenían derecho a votar en muchas jurisdicciones. Kentucky abolió el requisito de la propiedad ya en 1792; a mediados del siglo XIX, todos los estados prácticamente lo habían eliminado; en algunos estados el requisito de pago de impuestos sobrevivió; pero, por lo demás, los hombres blancos adultos podían votar sin mayores restricciones.12 Esto era así en algunos otros países en ese momento, pero ciertamente no en Inglaterra, donde la franchise estaba severamente restringida, y en los llamados ‘distritos podridos’, un puñado de electores tenían derecho a elegir un miembro del Parlamento, antes de Ley de Reforma de 1832. Por supuesto, los líderes de la sociedad estadounidense eran, a su manera, patricios —piénsese en Washington o Jefferson; pero en el norte y el medio oeste, en particular, los votantes y los titulares de cargos, especialmente en el gobierno estatal y local, reflejaron un trasfondo social más variado.

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