Lawrence M. Friedman - Río torrentoso

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El autor centra su ensayo en la reconstrucción de la identidad personal en los últimos tiempos, o para ser más precisos, en el siglo XIX y más allá— la identidad personal, se volvió más problemática, más confusa; mezclada y borrosa.
Lawrence M. Friedman
Es un historiador jurídico galardonado y de renombre internacional. Durante una generación ha sido el principal expositor de la historia del derecho estadounidense, y una figura destacada en el movimiento Law & Society. Es particularmente conocido por tratar la historia jurídica como una rama de la historia social general. Desde su galardonada History of American Law, publicada por primera vez en 1973, hasta su American Law in the 20th Century, publicada en 2003, así como otros tabajos suyos, se han convertido en obras clásicas.

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En estas sociedades modernas, las personas —como en todas las sociedades— confrontan el problema de la identidad personal. Se hacen preguntas como ¿quién soy realmente? ¿y quiénes son estas otras personas? Es posible que, quizás, incluso el hombre de las cavernas se haya planteado las mismas preguntas; pero, seguramente, la forma y el sentido de las preguntas y respuestas han cambiado con el paso de los años.

Este libro es —debo dejar en claro— un ensayo extendido sobre la identidad personal. Ello, por supuesto, no me lleva a negar lo importante que era, es y será la identidad colectiva. Hay una doble forma de responder a la pregunta de ‘¿quién soy yo?’ o, para decirlo de otra manera, “dos impulsos contradictorios: la identidad como la individualidad única de una persona (como en el documento de ‘identidad’), o la identidad como un denominador común que coloca a un individuo dentro de un grupo (como en las ‘políticas de identidad’)”.2 Aquí trato la primera forma de identidad. No voy a referirme a la identidad nacional, la identidad de género, o identidad por raza y religión; sino a una noción de identidad que es exclusiva de un individuo en particular. Por supuesto, las formas de identidad colectiva son extremadamente importantes; merecen (y reciben) un tratamiento completo en una amplia y profunda literatura. El período que cubre este libro fue un período en el cual: (en la frase de Eugen Weber) los campesinos se convirtieron en franceses;3 en el que un movimiento de mujeres luchó por el reconocimiento; en el que surgió el sionismo y se hizo significativo; en el que la Iglesia de los Santos de los Últimos Días irrumpió en la escena estadounidense; en el que la esclavitud y su abolición dividieron en dos a los Estados Unidos. Las dos formas de identidad (por supuesto) interactúan. Ambas son importantes. Sospecho , no obstante, que si le preguntas a alguien quién eres realmente, es más probable que obtengas una respuesta personal en lugar de una colectiva, aunque, por supuesto, esto depende de a quién le preguntes. Y si uno pregunta quién es esa otra persona —esa persona que veo en la calle— probablemente recibirá una respuesta colectiva (es una mujer, es un afroamericano, es una monja). Pero, en cualquier caso, en estas páginas me concentraré en la identidad personal, que, por supuesto, es importante por derecho propio.

En el mundo moderno —o, para ser más precisos, en el siglo XIX y más allá— la identidad personal (argumentaré) se volvió más problemática, más confusa; mezclada y borrosa, de una manera bastante nueva; o al menos, en formas mucho más intensas que las viejas formas. Cómo sucedió esto y por qué, y cuáles han sido las consecuencias, constituyen los principales temas: cambios en el propio sentido de identidad de las personas; en la identidad que transmitieron o eligieron transmitir; y en su sentido de la identidad de las personas que las rodean.

La identidad personal se volvió problemática de una forma particular en la época victoriana —tema que será explorado en los primeros capítulos. Pero nada se detiene. El problema cambió, evolucionó, se desarrolló. En el siglo XX, y particularmente en su última mitad, el problema se transformó tanto el sentido interno de identidad como la forma en que el mundo exterior incidió en este sentido. La modernidad —la vida en la gran ciudad, muy notablemente, y la movilidad social y geográfica— forjó nuevas formas de identidad, nuevas formas de personalidad. En particular, este contexto dio a las personas opciones que no habían tenido antes; incluyendo nuevas elecciones sobre la propia identidad. En el siglo XX, se magnificó el sentimiento de la libertad de elección. Muy notablemente en nuestros tiempos —ahora sí estamos en medio del siglo XXI— las personas se sienten capaces de elegir aspectos de la identidad personal en formas que parecen nuevas y dramáticas. La identidad, en resumen, no es fija y estable; el río sigue fluyendo; y muy rápido, por momentos.

La identidad personal es un sentimiento interno acerca de la naturaleza del ser. Es también el sentido de lo que uno mismo proyecta a otras personas. Es, a la vez, un sentimiento subjetivo, y un rol objetivo —el papel que uno juega en el drama de la vida. Otras personas también tienen una identidad que proyectan sobre uno. Por lo tanto, la identidad personal tiene tres significados completamente separados. En el mundo moderno, cada uno de estos significados se volvió problemático a través de nuevas formas, y cada uno de ellos sigue siendo problemático. Muchas personas, de múltiples maneras diferentes, están ‘pasando’. Históricamente, esto se refiere, por ejemplo, a la tensa definición sobre el término ‘negro’ en los Estados Unidos; una persona de piel clara, con un poco de herencia africana, a veces puede elegir ‘pasar’ por blanco; puede elegir, en otras palabras, proyectar una identidad que entra en conflicto con la definición social de su identidad. Esto, quizás, también entra en conflicto con el sentido que ellos tienen sobre quiénes son ‘realmente’. Pero esta es solo una forma de ‘pasar’, que es proyectando una imagen, por un lado, y sintiendo, por otro, un sentido de identidad ‘dentro de sí mismo’. Un espía puede pasar como un ciudadano leal, o un malversador como un trabajador honesto. En un sentido más amplio, todos estamos ‘pasando’ cuando proyectamos una imagen distinta a la que sentimos. Leemos los mensajes transmitidos por otras personas, y transmitimos mensajes nosotros mismos.

Cada persona tiene, de alguna manera, muchas ‘identidades’; puede actuar sobre ellas o no; puede proyectarlas o no; y el mundo exterior puede responder o no a tales proyecciones. Muchas personas, por ejemplo, tienen una fuerte identidad religiosa. La fe es, muy a menudo, una forma de identidad colectiva, pero se traduce libremente a través de la identidad personal. La fe puede ser un sentimiento subjetivo muy profundo; pero también se puede proyectar al mundo exterior, mediante una cruz, una gorra, un pañuelo en la cabeza, por ejemplo. Estos roles, como tantos otros, pueden ser ‘jugados’ en público, o pueden ser suprimidos. Todos nosotros estamos en contacto con otras personas, y estas personas proyectan o suprimen aspectos de su identidad. Algunos de esos aspectos pueden ser ‘falsos’. Una sonrisa, por ejemplo, puede ocultar ira hirviendo o lujuria furiosa. Gran parte del juego de roles es inofensivo o convencional, aunque algunas proyecciones no lo son. Por ejemplo, un hombre de confianza que es un estafador de corazón, que trabaja con sus víctimas a través de una imagen que es básicamente una mentira. La mera existencia de estos delincuentes tiene consecuencias sociales —para las víctimas, las potenciales víctimas, y la sociedad.

En qué consiste la ‘modernidad’ y cómo se originó, son preguntas que no tienen una respuesta simple. Prefiero esquivar este problema. No obstante, hay algunas interpretaciones sobre el mundo desde, digamos, 1800 hasta el presente, en los países desarrollados, que son bastante obvias. Por ejemplo, la tecnología y la ciencia han rehecho por completo el orden social. Ambas tienen una profunda influencia en la forma en que las personas viven, se comportan y piensan. Incluso un dispositivo tan simple como el reloj moderno o un dispositivo tan ubicuo como la cámara han sido transformadores. Sin mencionar la medicina moderna, o la computadora, o los aviones a reacción. Ninguno de estos pueden ser vistos simplemente como herramientas, ya que afectan profundamente a la sociedad moderna. Pueden ser, al menos en parte, aquello que está detrás del individualismo profundamente arraigado, del sentido (sino la realidad) de la libertad de elección, que es un aspecto tan crítico de la personalidad moderna.

Pero antes, quisiera decir algo sobre la crisis de la identidad personal que se dio en la época victoriana, que es el tema de los primeros capítulos de este libro. Hubo un tiempo en que la mayoría de la gente vivía en pequeños pueblos o en el campo. En estas comunidades, las personas tal vez tenían un fuerte sentido de quiénes eran, y también sentían que sabían quiénes eran los otros: las personas que conocían, veían y trataban, día tras día. Los roles sociales en el pueblo eran relativamente fijos. La gente nacía, vivía y moría en el pueblo, como lo habían hecho sus padres. La mayoría de las personas nunca se aventuraron a salir a un mundo más grande. Nunca se encontraron con un mundo de extraños. Por supuesto, esta imagen es demasiado simple. La realidad era (como siempre) más desordenada y compleja. La vida del pueblo nunca fue tan estática. Las fuerzas externas produjeron cambios: guerras, plagas, agitaciones políticas. Tampoco todos se aferraron a sus aldeas de origen como percebes a una roca. La geografía hizo la diferencia. Las personas costeras eran menos provincianas y aisladas que las personas del interior. Los marineros y aventureros se fueron de casa a un lugar distante. Los hombres se fueron a luchar como soldados o mercenarios lejos de casa. También había rutas comerciales bien reconocidas, y personas que las recorrían para comprar, vender y comerciar. Peregrinaciones y ferias reunieron a personas de diferentes lugares. Había ciudades y ciudades-estado importantes —Florencia, por ejemplo, Milán y Venecia, en lo que hoy es Italia; y ciudades importantes también en lo que ahora es Holanda en el siglo XVII. Cada país tenía sus centros urbanos. Aun así, para la mayoría de las personas, en la mayoría de los países, una imagen de la vida estática de la aldea parece esencialmente cierta. Y en gran parte del mundo, encontramos casos extremos de aislamiento: una comunidad tribal en el medio de la selva amazónica, y otras comunidades indígenas en África, Siberia, en las altas montañas de Asia; lugares con poco o ningún contacto con el mundo exterior.

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