La forma en que la mayoría de nosotros vivimos hoy —y en especial, aquellos que vivimos en las ciudades— es completamente diferente. En la gran ciudad, uno se encuentra constantemente extraños, los confronta e interactúa con ellos. Uno nunca sabe exactamente y con precisión quiénes son, solo sabe lo que parecen ser. Y ellos, a su vez, nunca pueden saber exactamente quién es uno mismo. No queda mucho de aquello que hacía lo que era la vida del pueblo en la cual los extraños raramente penetraban. Ahora la televisión, las películas y el Internet presencias constantes e intrusivas. Los extraños son emitidos desde la casa y transmitidos hacia ella.
El nuevo mundo ‘fluido’ fluyó con más rapidez desde 1800 en adelante, aproximadamente. Las líneas entre grupos y clases se volvieron fangosas e indistintas. Esto era así más en las ciudades que en los pueblos, y más aún, en las grandes ciudades. Lo que describimos aquí para el siglo XIX ya era visible en el Londres del siglo XVIII. Londres ya era un lugar de anonimato, un lugar en el que la gente podía “ponerse y quitarse identidades con impunidad”.4
Londres fue, por supuesto, excepcional. En términos más generales, en el siglo XIX, se hizo más difícil para uno leer los signos y las señales que provenían de otras personas; así como para ellas se hizo más difícil leer las señales que uno enviaba. Se hizo más difícil encasillar a la gente, y tener claridad sobre lo que estaban haciendo. La identidad personal se volvió más problemática. En primer lugar, y lo más obvio, se volvió más problemática para el espectador, ya que las condiciones de la sociedad dificultaban la comprensión, la clasificación, la reacción ante las personas que uno conocía, veía o con las que tenía que tratar. En segundo lugar, se hizo más fácil para las personas asumir nuevas identidades, cambiando las viejas y asumiendo nuevos disfraces, nuevas formas de ser y actuar, como si se tomara un nuevo traje del perchero. Esto siempre había sido posible, en un grado limitado, y no solo en Londres. Existía, por ejemplo, el famoso caso de Martin Guerre, en la Francia del siglo XVI: cierto hombre que había dejado a su esposa desapareció en el aire; entonces apareció un impostor y reclamó su identidad.5 Hubo también casos de hombres que afirmaron ser un rey muerto o que tomaron la personalidad de un noble. Por ejemplo, en la edad media, cierto Dietrich Holzschuh se hizo pasar por el emperador Federico II de Hohenstaufen. Se produjeron casos de impostores y fraudes espectaculares, mucho antes de los tiempos modernos.6 Pero estos fueron casos excepcionales, en su mayoría de personas que se mudaron, o afirmaron hacerlo, en los círculos más altos. Lo que era difícil y raro, en el mundo moderno se volvió fácil y común.
En resumen, en la gran ciudad, en el gran mundo, una persona podía enviar fácilmente señales conflictivas o falsas a otras personas, fingir, simular, cambiar la identidad, ponerse y quitarse máscaras. A veces esto era deliberado, como lo que ocurría en un caso obvio, en el que un hombre o una mujer de piel clara, socialmente definida como negra, se mudaba a la ‘sociedad blanca’. Hoy tratamos este comportamiento con comprensión; lo definimos como una forma, usada por algunas personas, para hacer frente a una sociedad profundamente racista. Fueron deliberadas también las maquinaciones del bígamo, el estafador, el que era un fraude, fingiendo ser algo que no eran, para extraer el dinero de las víctimas. Quizás también las condiciones en la ciudad pueden sacudir la confianza de una persona en la identidad personal de otras. Creemos que sabemos quiénes ‘son realmente’ nuestros familiares y amigos cercanos; y hay otros en los que podemos confiar (usualmente). Pero los extraños en la gran ciudad: esta es una historia diferente. Podemos leer pistas, sus comportamientos, lo que visten, cómo hablan. Aun así, es posible que estemos equivocados; e incluso a veces, terriblemente equivocados.
La movilidad fue el hecho básico que creó este aspecto de la identidad personal. La falta de fijación geográfica. La gente que dejaba sus aldeas por la ciudad o que dejaba el viejo país por uno nuevo. Gente que dejaba una ciudad por otra, o un barrio por otro. Por supuesto, no todos se movilizaban en este sentido, incluso en una sociedad tan inusualmente móvil como los Estados Unidos del siglo XIX. La movilidad fue más pronunciada para los hombres blancos libres. Los esclavos —propiedad de otras personas— no tenían una forma clara de moverse hacia arriba en la sociedad. La mayoría de ellos, la mayoría de las veces, no tenía forma de cambiar dónde y cómo vivían. Podían ser vendidos ‘río abajo’ en contra de su voluntad. Los amos tenían el control total de la mayor parte de sus vidas, y muchos, como los aldeanos en el viejo mundo, nacieron, vivieron y murieron dentro de un pequeño círculo. La movilidad de las mujeres también estaba fuertemente restringida. Por supuesto, algunas mujeres se liberaron de las viejas restricciones: había mujeres en los negocios, en los vagones de tren hacia el Oeste; mujeres que se establecieron en la frontera, en cabañas de troncos, o que estuvieron activas en algunos grupos, organizaciones y círculos de la sociedad. Pero fueron excepciones. En su mayoría, eran los hombres quienes tomaban las decisiones importantes. Las mujeres también tenían menos libertad sexual que los hombres. La movilidad tuvo un profundo impacto en las mujeres, pero de formas secundarias a la movilidad de los hombres, y a veces de maneras más sutiles que para ellos.
La movilidad era más que una cuestión de espacio físico. También era una cuestión de espacio social. Las líneas entre clases, entre estratos de la sociedad, fueron difusas en este período —más que en el pasado. Estados Unidos no tenía rey, ni reina, ni nobles; se consideraba una sociedad sin clases. Esto era, por supuesto, una ilusión; pero era una ilusión importante. Y, de hecho, más que en el viejo país, más que en las sociedades rígidamente clasistas, hubo una cierta cantidad de movimiento entre las clases; movimiento hacia arriba y abajo de los peldaños de la escalera social; en la edad media no había ‘hombres hechos por sí mismos’, o si los había eran muy pocos. En el siglo XIX, este ya no era más el caso.
Las consecuencias de la movilidad en la identidad personal durante el siglo XIX se detallarán en capítulos posteriores. La identidad difusa y fluida tuvo consecuencias tanto positivas como negativas. Se sumó a la incertidumbre. Condujo a una situación en la que las personas podían —y así lo hicieron— suprimir u ocultar una identidad interna o ‘verdadera’. La gente podía ‘pasar’, y no solo en aspectos raciales. Alguna de estas supresiones eran en esencia involuntarias, ya que eran impuestas por la sociedad. La sociedad se sostenía sobre ciertos pilares morales y estructurales. En un mundo inquieto y esforzado, estos pilares debían mantenerse, fortalecerse y preservarse. En la sociedad victoriana había una fuerte división entre el comportamiento público, superficial, las creencias y actitudes superficiales, por un lado, y por el otro, el mundo oculto y subterráneo de comportamientos, actitudes y creencias. El comportamiento correcto y apropiado era muy importante. Esto era así sobre todo para el comportamiento sexual y la identidad sexual. La sociedad victoriana exigió —aunque no siempre con éxito— la represión de lo que para muchas personas constituía un aspecto vital de su identidad.
En el mundo contemporáneo, de finales del siglo XX y principios del XXI, las reglas del juego de la identidad han cambiado, y en algunos aspectos de forma bastante radical. El proceso de cambio fue lento. La sociedad no cambia de la noche a la mañana. Ahora en el mundo desarrollado, en muchos aspectos, la sociedad es más abierta y más permisiva. La moral victoriana es solo un recuerdo. Las personas pueden expresar su identidad de nuevas maneras. Lo que antes era reprimido, ahora es legítimo —como algunos aspectos del comportamiento sexual, por ejemplo. Se ha redefinido el papel de las mujeres y el de las minorías. Aunque algunas ideas han permanecido. Este sigue siendo un mundo de extraños, incluso más que en el siglo XIX. La identidad personal sigue siendo problemática, aunque a veces de formas nuevas y diferentes.
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